Un bicho asustado haciendo lo que puede

(17 de septiembre 2023)

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El viernes fuimos con Dama a ver Frontera, la nueva obra de Rhea Volij dirigida por Patricio Suárez. Nos conmovió mucho. De todas las obras que vi de Rhea desde el 2005 (la primera vez fue en ese mismo teatro Callejón), diría que ésta es una de mis favoritas. Es fuerte. Novedosa. El trabajo de video, la textura de la imagen proyectada sobre el fondo de ladrillos, me impactó. Ese cuerpo como difuminado, detrás del cuerpo real. Por un buen rato, mi mirada prefería la pared, la imagen plana. El despliegue escénico, el vómito de vasos de plástico, el aluminio, el color de la ropa, la tela de la camisa, decisiones. La inmersión de una bailarina en el océano de todas esas fuerzas en tensión. Las fuerzas teatrales como parte de la danza de un cuerpo que parece ser atravesado por las diez mil fuerzas de la historia humana —o de la histeria humana, el diálogo dramático, y frenético, entre la entrega y la resistencia.

La neurosis como danza, el espacio y la luz.

Dama, que salió casi temblando, dijo que la obra le hacía pensar en el ser humano como un bicho asustado haciendo lo que puede. También dijo que le costó no moverse en la butaca, como si el temblor fuera contagioso.

Fuimos a comer unas hamburguesas a un lugar que no sé si parecía a New York o a Buenos Aires. El Callejón también tiene algo como de NY, los ladrillos, las estructuras de metal, esa cosa como de callejón que se aprovecha especialmente en el momento en que una especie de cámara de seguridad muestra a la bailarina (la humana) derrotada, alcoholizada por tanta historia, despatarrada contra los ladrillos.

Mientras esperábamos la comida, escribí estas líneas:

I feel awkward all the time —almost all the time. Maybe what’s really awkward is me wanting it not to be awkward. Life. Life. Life.

Lo escribí en inglés porque me sentía en New York —y porque escribir en otro idioma me recuerda que también soy de otros lados.

A veces me parece que soy sobre todo de otros lados.

La frase traducida sería algo así:

Me siento incómodo (raro, extraño, desmañado) todo el tiempo —casi todo el tiempo. Quizá lo que es realmente incómodo es que yo quiero que no sea incómodo. La vida. La vida. La vida.

La palabra awkward es preciosa e importante. Intraducible. No puede traducirse sólo como incómodo, por eso las opciones entre paréntesis; awkward se refiere a una incomodidad rara, una extrañeza incómoda, desmañada. Tal vez sea una buena palabra para describir lo bailado por Rhea. Ese bicho tan humano, y tan otras cosas, tan de otros lados, viendo cómo hace para estar aquí, en este tablero awkward.

La cita que aparece por el final de la obra es elocuente:

“Este es mi hogar, este fino borde de alambre de púas” (G. Anzaldúa)

¿Cómo no sentir la incomodidad de un hogar hecho de púas? El precio a pagar por ser humanos: la ficción de la identidad, el ego como hogar, tiene una piel que daña. La frontera es una zona problemática. Toda línea divisoria, decía Ken Wilber, es un potencial campo de batalla.

El viernes fue una batalla, uno de esos días en que uno dice: uno de esos días. La obra vino a decirme algo así como que es correcto (natural) que me sienta tan awkward. ¿Cómo no? Con tantos pies en otros lados, ¿cómo no?

Entre papas fritas, Dama dijo que Rhea y yo venimos del mismo planeta. Más allá de la metáfora (¿será sólo una metáfora?), diría que sí encuentro un parecido en algo de cómo procesamos la incomodidad del estar vivos. Percibir el mundo como incomodidad, como una danza de incomodidades —encontramos en el arte un camino para dar valor (belleza) a esa incomodidad.

Bailar sería reescribir
nuestros modos de estar en el mundo.

Reescribir es una necesidad diaria.

Necesito (sí, necesito) escribir (re-escribir) para que la vida no se me apelmace y pueda yo, observador inquieto, recordar la naturaleza estética (inquieta) de cada momento de experiencia.

Nota: probar equivalencias entre palabras (como entre estética e inquieta en la oración anterior) me hace descubrir campos de verdad insospechados. Si tirara del hilo, descubriría lo siguiente: cuando hablo de la dimensión estética de la experiencia, me refiero a su naturaleza indomable, que escapa, aireada, salvaje, de los dominios del lenguaje. La inquietud estética de la vida es su composición multicapas, lo irreductible (misterioso) de un sonar que, aun con los capitalismos del ego intentando recortar su onda, insiste con sus múltiples frecuencias.

Rhea parecía estar vibrando a la vez en muchas capas, en varias frecuencias, como si un solo cuerpo fuera, a la vez, muchos y miles de cuerpos. Todos los cuerpos.

Hay días en que, por programa, olvido que cada cosa es muchas cosas, que mi cuerpo es otros cuerpos. El modo en que ese misterioso sujeto que tengo enfrente mastica su hamburguesa, ¡oh, dios! ¡Cuánta belleza (desprolijidad) podemos encontrar en cada gesto!

¡Cuánta desprolijidad (contingencia, posibilidad) podemos encontrar en cada gesto!

Camino al teatro intentaba interesarme por algún podcast. Hay días en que nada me entusiasma, pensé, y volví a pensar algo ya pensado: cuando no estoy entusiasmado, no sé quién soy. El problema no es no estar entusiasmado, ni no saber quién soy; el problema es creer que necesito saberlo. Rendido ante la declarada imposibilidad de que los programas (radiales) de la vida me dieran algo, apagué el Spotify, y, en ese momento, al mirar por la ventana, me encontré con una persona que avanzaba sobre la vereda. Sólo eso. La situación no tenía nada de especial, pero por el ángulo desde donde yo miraba, por algo de las líneas de la calle, el árbol, las baldosas y las diagonales, algo del modo de su caminar, tal vez la luz o una pose del destino, la imagen impactó en mí con la potencia suficiente como para recordarme que todo merece ser filmado —no en el sentido de que todo deba ser filmado (¡por dios, no!), sino en el sentido de que todo tiene su dimensión estética —todo puede ser mirado con un filtro estético —que, en verdad, más que un filtro sería un no-filtro.

Mirar la vida de modo estético no sería ponerse unos lentes que dan brillo. La mirada estética no es un maquillaje. La mirada estética tiene más que ver con sacarse (desidentificarse de) los lentes que dan un sólo tipo de brillo a las cosas, los que fuerzan a las cosas a ser una sola cosa. Digamos que mirar estéticamente a esa persona caminando no era dejar de reconocerla como una persona caminando, sino ver, también, que era muchas otras cosas.

Todo puede ser mirado como si fuera otra cosa. Y cuando digo todo, digo todo. Si no, no diría todo.

Eugenio Carutti habla del concepto de la mente del artista como esa función de nuestro sistema nervioso que establece conexiones entre las experiencias particulares y lo universal. El artista (la función artista en cualquier persona) es quien establece ese puente, quien revela la dimensión universal (estética, transpersonal) de cada fenómeno. En cada fenómeno, la mirada artista descubre los patrones formales, geométricos, musicales, que hacen a la estructura del universo. Pessoa, desde su ventana, observa el movimiento en la tabaquería.

En el caso de la danza, o por lo menos de esta danza, el cuerpo del performer vendría a ser algo así como un punto de intersección donde se cruzan las avenidas psíquicas de la consciencia humana. En un cuerpo, todos los cuerpos.

Hace unos días, en mi taller de escritura, hablábamos del Aleph, ese punto en el que se ven todos los puntos. Cada fenómeno, cada detalle del mundo, visto desde todos los ángulos posibles, todo en un solo punto. Lo hermoso del cuento de Borges es que ese punto está flotando entre los escalones de una casa vieja en el barrio de Constitución, y que, para poder verlo, hay que tirarse en el piso y encarar la escalera desde un ángulo preciso. Como le dice el John Ford interpretado por David Lynch al pequeño alter ego de Spielberg en The Fabelmans, todo se trata de perspectiva, a qué altura ponemos la cámara —es decir, cómo miramos. No tanto qué miramos, sino cómo miramos.

Esa más que profundísima importancia dada al cómo de la mirada, le podemos llamar arte.

Una de las cosas que hacen al trabajo de Rhea tan poderoso es su absoluta confianza (no sé si es la palabra, pero digamos confianza) en el valor imposible del arte. Se ve en la entrega (devoción, seriedad) que dedica a su trabajo. Se ve en el estado difuso (sacudido, sagrado) en el que queda ese cuerpo humano después de la ceremonia estética.

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Frontera es una obra coreografiada por Rhea Volij y Patricio Suárez,
dirigida por Patricio Suárez, interpretada por Rhea Volij.
Se presenta en el Espacio Callejón, CABA.

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