Diálogos y diferencias entre arte y terapia

(Agosto 2023)

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En mi experiencia en el ambiente del arte, y sobre todo en el círculo teatral, percibí una curiosa aversión por la idea de lo terapéutico, más ligada, según mi lectura, a un prejuicio (un miedo) que a la sabiduría de distinguir contextos. Pienso que es importante distinguir (diferenciar) el contexto del arte y el de la terapia (y este último incluye lo que conocemos como arte-terapia); pero, a la vez, esa distinción puede quitarle a la actividad artística la responsabilidad por lo concreto del movimiento psíquico que se da en todo proceso creativo. Me pregunto en qué medida lxs profesores de disciplinas artísticas son conscientes y por lo tanto responsables en relación al desplazamiento simbólico-afectivo-perceptivo que ocurre necesariamente en cualquier alumnx que tenga un mínimo de compromiso y entrega. Esto no es terapia, aclaramos, y la pregunta es en qué medida esa aclaración sirve para establecer un orden saludable, y en qué medida es un intento de sacarse un problema de encima.

Hacer arte (en cualquiera de sus fases) es crear posibilidades perceptivas y experienciales de un nivel de sutileza enorme (sensibilidad fina), que inevitablemente pone en jaque a las fijaciones afectivas y simbólicas con que organizamos el cotidiano (sensibilidad gruesa). No podemos hacer arte sin ponernos en juego. Ponernos en juego en el contexto de la creación artística no es igual a hacer terapia, pero tampoco es tan distinto; sí es distinto, en tanto el poner en juego del arte tiene que ver más con la curiosidad y el de la terapia con la necesidad. Pero ¿cuál es el borde entre necesidad y curiosidad (o deseo)? La actividad artística (tanto crear como leer) puede tener efectos terapéuticos, pero ¿ese es el efecto que busca el arte? Si pensamos que el efecto de la terapia es sanar (aliviar, ordenar), el efecto del arte ¿cuál es? El problema es que llamamos arte a muchos tipos diferentes de experiencias —o de gestos. Tal vez se trate entonces de buscar claridad a la hora de desplegar esas experiencias y de realizar esos gestos. ¿Qué estamos haciendo en cada caso? ¿Qué se permite y qué no en determinado contexto? ¿Qué espacio hay, en un grupo de creación, para tal tipo de conversación personal? Etc.

Una idea: si hacemos arte para sanar (arte-terapia), lo específicamente artístico de la actividad pierde posibilidades. ¿Cuáles son esas posibilidades, específicas de lo artístico? Digamos: las posibilidades de encuentro con las zonas más sutiles del espectro experiencial. Sí, aunque podemos preguntarnos: ¿es el arte el acceso a lo más sutil? Bueno, ¿cómo saberlo? En todo caso, si hablar en términos de “más o menos sutil” se vuelve confuso, digamos que el arte nos da (o puede dar) acceso a un tipo de sutileza especial, una zona del existir al que ningún otro gesto podría abrirnos la puerta. La pregunta entonces sería: ¿cuál es esa zona? ¿A qué nos da acceso el gesto-arte? Esta pregunta nos devuelve al problema nombrado más arriba: llamamos arte a muchos tipos diferentes de firulete existencial. Intentaremos, de todos modos, arrimar una posible respuesta, aunque sólo parezca un juego retórico. La respuesta tiene que ver con el problema de la supervivencia. La hipótesis sería que el arte nos da acceso a una zona del existir en la que las formas de vida (y consciencia) se han liberado, o se van liberando (tal vez no del todo, pero sí en alto grado) de la necesidad/pulsión por sobrevivir —por sostener la identidad de la forma de organización del… ¿Del yo?

Si la terapia apunta a ordenar lo más grueso (o necesario) de nuestro existir (supervivencia psíquica), el arte apunta a desordenar o reordenar —es decir, crear nuevos caminos, en principio más delgados, o delicados (¿más sutiles?), que, en principio, no están tan condicionados por la necesidad de sobrevivir. Según esta idea, la terapia sería un experimento que surge de la necesidad de supervivencia, y el arte uno que surge de la necesidad (o impulso) de crecimiento. Crecer, ¿es sobrevivir a la obsesión por sobrevivir —por mantener las cosas como son? Si crecer implica ir más allá de lo que creemos que somos, ¿puede la terapia apuntar también a eso? ¿O está limitada por la necesidad de confirmar y validar lo que somos —lo que tuvimos que creer que éramos? ¿Será que el proceso terapéutico, para ser profundo, tiene que tener algo de artístico?

De nuevo, esta conversación es difícil porque dentro de las canastas conceptuales arte y terapia entran y han entrado muchas frutas diferentes. Si bien estoy de acuerdo conmigo mismo cuando digo que la terapia busca ordenar y el arte desordenar, tengo que aclarar que esa definición encuentra su límite en el hecho mismo de que las dos fuerzas (confirmación y dispersión) operan juntas, diría que siempre. Si el arte busca desordenar, es decir expandir y explorar, no puede hacerlo a menos que haya (¿previamente?) un cierto orden (identidad) como punto de partida o fundamento para el despliegue. Si el arte alivia, es porque ya había tensión —apelmazamiento. Como dice Christian Metz en El significante imaginario (un libro que estudia el cine desde el psicoanálisis), si el espectador de cine puede ver una película es porque ya atravesó lo que en psicoanálisis se llama la fase del espejo —digamos, su yo está ya constituido y relativamente solidificado; por eso puede aceptar que la pantalla no le refleje, que le muestre lo que no está. Sin una estructura psíquica más o menos sólida (identidad), no podríamos ver una película, ¡todo sería una confusión! Si la terapia apunta a organizar al yo, entonces, el arte necesita de la terapia; porque ¿qué vamos a desorganizar si no hay nada medianamente organizado?

En su artículo Yo es un otro, el cineasta Caveh Zahedi propone que el problema principal del arte es el del ego —el yo. Todo arte es canalizado, dice Zahedi —lo que podría significar que el arte se ocupa de poner al ego en contexto, de devolver, a la estructura egoica, cierta permeabilidad a lo que tuvo que considerar su afuera, su otredad. El arte busca la otredad. Pero la terapia ¿no lo hace también? ¿No es el proceso terapéutico, en sí, una puesta en orden del diálogo entre el interior (el yo) y el exterior (el mundo)? Puede ser. Supongo que depende de qué terapia, qué terapeuta y qué paciente. ¿Será que la terapia mira las murallas del ego desde adentro y el arte las mira, o las despide, desde afuera? ¿Terapia como protección y arte como retirada? Tal vez. ¡Intentos torpes de definición! ¿Sirven estas preguntas? Tal vez la pregunta sea: ¿no hay fuerzas artísticas, por decir así, operando ya en el proceso terapéutico? ¿Y no es el proceso terapéutico, se viva como se viva, dentro o fuera del consultorio que sea, necesario para la posibilidad de despliegue de ese otro proceso que podemos llamar artístico? ¿Por qué el arte está tan asociado a la idea de locura —término muy propio de la psicoterapia? ¿Por qué el arquetipo del artista es el loco? ¿Es el arte necesariamente lo opuesto a la cordura? En tal caso, ¿qué es la cordura? ¿Normalidad? ¿El artista es el anormal?

Por supuesto, caemos en los lugares comunes. Tenemos que pasar por los lugares comunes, tenemos que observarlos, tenemos que descubrir por qué son tan comunes. Reconocer la asociación inconsciente (veloz) del arte con la locura puede servirnos para echar algo de luz a esta discusión confusa. Dejando de lado el problema de la industrialización y comercialización del arte (la actividad artística convertida en un producto de consumo cultural), podemos decir que el arte apunta a zonas de la consciencia que la cultura (el código social que llamamos cultura) no ha sabido (todavía) organizar. El arte apunta a esa zona todavía no organizada de la consciencia —incluso, diría que apunta no a la zona no organizada, sino a la zona no organizable. Don Juan diría: no lo desconocido, sino lo imposible de conocer. El punto es que la mente colectiva social tiende a (pretender) organizar esa zona misteriosa —convertimos el misterio en una intriga policial, armamos paquetes turísticos para darnos una vuelta, breve y entendible, por lo Otro. Supongo que eso tampoco está mal, nuestra sensibilidad está tan condicionada por el terror (a lo otro, al cambio, a la vida) que parece necesitar explicaciones sobre lo inexplicable. Como sea, más allá de que expliquemos lo inexplicable, el arte se sale con las suyas, siempre —como una serpiente que se desliza, el arte no se deja agarrar. Hay un impulso que sobrevive en el ser humano, siempre, de girar hacia el misterio. (Ver La torsión poética)

Para que esa suerte de torsión no nos desarme de más (y es a ese de más que le llamamos locura), necesitamos, digamos, fundamentos sólidos. El actor conoce, tal vez como ningún otro artista, el peligro de los bordes. Trabaja tanto con su cuerpo y su proceso emocional, transportando casi que la totalidad de su aparato sensible hacia las arenas movedizas de la ficción, que muchas veces le resulta difícil, digamos, no quedar tomado —como poseído por esa otredad, desplazado, corrido. Pero el del actor es sólo un ejemplo elocuente de lo que experimenta todo artista —toda persona produciendo el gesto artístico. La metáfora del árbol puede servir: se necesitan buenas raíces para ir hacia arriba. Y tal vez sea justamente esa cosa llamada terapia lo que nos ayuda con el tema de las raíces. El arte, ¿sería la copa? El arte como un tipo particular de clorofila, que permite accesar, al campo terrestre, un tipo particular de energía cósmica —el calor de las estrellas.

Hay un viejo mito romántico, para mi gusto ya gastado, que dice que el artista debe sufrir para poder crear. ¿Qué es sufrir? Llamo sufrimiento no al dolor, sino a ese tambaleo producido por la idea de que no tenemos fundamentos sólidos. Sufrir sería no comprender las raíces —los fundamentos. El sufrimiento sería esa pérdida de equilibrio producida por la idea de que no vamos a poder cruzar el arroyo sobre este tronco tan delicado. El cruce del arte es delicado, porque el tronco no lleva a un lugar conocido (conocible) —diría que ni siquiera lleva a un lugar. El arte es un puente a ninguna parte. Cuando hacemos arte desde el sufrimiento, desde el desequilibrio, desde la necesidad no observada, es lógico que usemos eso que llamamos arte para recuperar estabilidad. Eso tampoco está mal; no digo que el arte no pueda servir a la recuperación terapéutica de pseudo-estabilidades —digamos, de la salud. No digo que el arte no pueda tener misiones de orden terapéutico-social, como, por ejemplo, la lucha por la aceptación de identidades que el sistema cultural tiende a invisibilizar. Lo que digo es que ese no es su poder más profundo —como decíamos, lo de “más y menos” es tramposo; igualmente, para entendernos (y a la vez confundirnos), permitámonos usar la expresión: más profundo. La idea sería que el poder más profundo (o más único) del arte sólo se despliega cuando el gesto surge desde una plataforma ya estable —o medianamente estable, porque claro, ¿existe la estabilidad? Digamos que estabilidad sería un diálogo saludable (sustentable) con la inestabilidad. Simpleza no es falta de complejidad, la simpleza es un diálogo amable (provechoso) con la complejidad. Digamos: más curiosidad que necesidad —y, de nuevo, es necesario aclarar que los procesos no suelen darse de modos tan puros. Probablemente la curiosidad (el deseo) no existiría sin algo de necesidad —para poner un ejemplo, digamos que, probablemente, la serie Transparent no podría desplegar su sutileza poética si no tuviera, a la vez, y en sus fundamentos, la misión (social) de generar posibilidades para la inclusión de las sensibilidades queer. Como digo en otro lugar, Transparent es una obra de arte muy potente más allá de (o no sólo por) su tema —su contenido. A la vez, tal vez toda esa potencia poética (no necesaria, pero importante) no tendría posibilidades de existir sin esos fundamentos más ligados a una necesidad de orden social. A lo que voy, de nuevo: las dos fuerzas difícilmente puedan aislarse. Porque tampoco vamos a esperar a sentirnos súper saludables (¿qué sería eso?) para ponernos a crear. La creación misma nos sana, pero ¿en qué sentido nos sana? ¿En el mismo sentido en que la terapia nos sana?

Para Aristóteles, el arte poético (la tragedia era el ejemplo perfecto) buscaba un efecto terapéutico: el espectador debía reconocerse en lo que veía y escuchaba, para entender qué le ocurriría si se dejaba llevar por sus pasiones desmedidas, como lo hacía el héroe trágico. Para Aristóteles, el teatro tenía una función de adiestramiento social. Podemos preguntarnos si, miles de años después, las posibilidades de nuestro arte narrativo no siguen altamente condicionadas por esa vieja prescripción terapéutica —griega.

Porque tenemos que traer a la conversación el hecho (ya puesto sobre la mesa) de que la terapia, en tanto organiza al yo, también puede ser funcional al régimen capitalista meritocrático. Lo terapéutico también puede funcionar como analgésico, como anestesia, como el calmante que le permite al cuerpo aliviado operar en el engranaje de la productividad. Por supuesto, lo que llamamos arte también puede, y suele, volverse funcional al régimen (al capitalismo del ego). Usamos el arte para todo tipo de procesos de confirmación y organización social: desde que el arte apareció como una cosa separada de lo religioso (antes las imágenes tenían una clara función religiosa u ornamental), empezó a cosechar diferentes maneras de producir y certificar su propio valor —si el objeto artístico no sirve para tocar a Dios, ¿para qué sirve? El mercado del arte, como dice Boris Groys en Volverse público, es producto de la secularización. Cuando la función religiosa dejó de ser lo que daba valor a la actividad de creación de imágenes, el dinero vino a remplazarla. Hoy el arte sirve para generar circuitos de valoración, reconocimiento, identidad, construcción de grupo, ritual social, tribu, club de fans, pertenencia, fama, calor, etc. Todas esas funcionalidades del arte, podemos decir, son de orden terapéutico, en tanto organizan formas de identidad, consenso, cohesión, nutrición.

A la vez, seguir diciendo lo anterior, de ese modo, tiende a quitar a las actividades terapéuticas la posibilidad de no ser sólo un mecanismo de confirmación del yo. Tal vez, todo proceso terapéutico profundo sea, justamente, como decíamos arriba, un diálogo entre la fuerza de confirmación (centrípeta) y la fuerza de dispersión o apertura (centrífuga). Si seguir hablando de terapia y arte nos confunde, podemos entonces hablar de fuerzas centrípetas y fuerzas centrífugas. El ser humano parecería debatirse (o desplegarse) en ese movimiento doble. Hay una fuerza que cierra, hay una que abre. A nivel individual y a nivel colectivo, hay una necesidad tanto de centralizar (personalidad-cultura) y hay una necesidad (o impulso) de fugar (exploración, curiosidad, novedad, deseo). Hay la potencia en la estructura, y hay, también, la potencia de la novedad.

La imagen de la espiral vuelve a ser útil. Nos vamos abriendo, pero no deja de haber referencia a un centro. Cuando creemos estar pasando por el mismo punto (¡otra vez lo mismo!), en verdad estamos más lejos (sutiles variaciones del patrón).

Pienso que, tanto el contexto social llamado terapia, como el contexto social llamado arte, pueden ocuparse de esta dialéctica. Mi pregunta ahora es por qué lxs terapeutas ganan mucho más dinero que lxs artistas —y cuando digo artistas no me refiero a estrellas del espectáculo.

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Este texto surgió después de escuchar un episodio del podcast Hipersensibles, en el que estaba de invitada Inés Efrón.
Para escuchar el espisodio, CLICK AQUÍ.

Si te interesa saber del taller de escritura «La torsión poética», CLICK AQUÍ

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