Por qué dejé de usar el “siento que…”

(Octubre 2022)

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¿No es curioso que digamos “siento que…” y lo siguiente sea una idea? Desde hace un tiempo que se usa mucho el “siento que…” Pienso que es necesario e importante, o que fue necesario e importante, para equilibrar una racionalidad tecnológica y capitalista que tiende a dejar a la sensación y al movimiento emocional de lado. Somos bichos que se han polarizado mucho, al menos en los últimos cientos de años, para el lado de la razón —digamos, esa parte nuestra que se percibe separada del mundo, y que ve al mundo como un tejido de objetos diferenciables. La vida ha sido razonada. El mundo se nos ha vuelto un conglomerado de formas más o menos fijas y separadas —objetos manipulables. Girar el lenguaje (la narración del mundo, la percepción) hacia las zonas inquietas de la fisicalidad y la emocionalidad pareciera ser un paso importante para recuperar vitalidad —circulación de energía; y también paz, porque la razón, al interpretar el mundo como un mapa hecho de fronteras, no puede sino plantear el juego como un juego de guerra.

Sí, volver la atención al sentir y al emocionar es vital, pero también hay trampa. Porque la oficina del ego no deja de insistir con que la vida es un viaje con obstáculos a sortear, problemas que solucionar y metas que alcanzar. Si el emocionar es movimiento (verbo), el ego lo transforma en fijación (sustantivo): ya decir la palabra emoción, como si fuera una cosa, es algo raro.

Dejé de usar la expresión “siento que…” porque después de “siento que…” siempre viene un pensamiento, no una descripción emocional. Me parece más claro, cuando quiero hablar de una idea, decir que pienso la idea, y no que la siento. Reconocer la polaridad sentimiento-pensamiento no significa confundir los polos —de hecho, confundir los polos nos sirve para no reconocer la diferencia, la complejidad perceptiva de un animal que siente porque piensa y piensa porque siente. ¿Puedo sentir una idea? Tal vez lo que siento sea lo que se mueve en mí cuando creo que esa idea es real. Hay una diferencia. Una cosa es decir “siento tristeza” o “siento miedo” o “siento entusiasmo”; y otra es decir, por ejemplo, “siento que no me estás escuchando”.

¿Cómo sé que no me estás escuchando?

“No me estás escuchando” (lo que viene después del que) no es lo que siento, es una idea, un relato. Lo que siento es frustración, o lo que sea que la idea me mueva. Me pregunto entonces si decir “siento que tal cosa” no puede ser una manera de no responsabilizarme de lo que pienso —de cómo interpreto una situación específica. Me pregunto si el “siento que…” no es una manera tramposa de autorizarme, de dar un valor de “verdad” a lo que propongo —porque, claro, una idea puede cuestionarse, pero ¿quién cuestiona un movimiento emocional?

Si lo siento, debe ser verdad —creemos.

Entonces, no me digas “siento que no me escuchas.” Dime, mejor, que sientes dolor porque crees que no te escucho.

¿Se ve la diferencia?

En esa diferencia está la posibilidad de conversar. Porque conversar es inclinarse hacia la posibilidad de escucharnos —la posibilidad de reconocer las partes nuestras que no pueden ajustarse al guión arquetípico de posiciones fijas en conflicto.

¿Escucharnos?

Escucharnos es reconocer las variaciones singulares del surco marcado por la percepción arquetípica. Escucharnos es reconocer cómo no podemos cumplir a la perfección con la representación elegante de ese personaje arcaico —el guerrero. Escucharnos es reconocer los chirridos que producimos en el intento de acomodarnos en una forma (de actuar una escena) que ya nos queda chica. Escucharnos es reconocer esas partes nuestras que ya no se contentan con pelear. Escucharnos es percibir la fragilidad que ya no nos permite sostener la espada. Escucharnos es reconocer la tensión entre la inercia con que queremos seguir sosteniendo la espada y la fragilidad que nos impide seguir haciéndolo. Escucharnos es reconocer la adicción al conflicto —al atajo de la guerra: más fácil, más veloz, es eliminar la diferencia.

Crecer es jugar con lo que todavía no fuimos. Crecer es hacer espacio a la diferencia, y hacer espacio a la diferencia pide recuperar un tiempo que fue entregado a la urgencia del sobrevivir. Para escuchar, necesitamos recuperar ese tiempo —el tiempo siempre es una urgencia. En algún sentido, escucharnos es detener el tiempo —los engranajes de la batalla productiva.

La intimidad, como una suspensión.

Entonces escucharnos es un problema de sensibilidad, de percepción, de lenguaje. El vínculo es un problema de lenguaje. El vínculo es un problema musical. Vínculo, como sustantivo, también confunde, porque el vincularnos es un fluir. El vincularnos es un problema sonoro, coreográfico, estético —porque la posibilidad de vincularnos surge de la posibilidad de reconocer un espacio de juego que el modo arquetípico (hollywoodense) de relacionarnos tiende a obturar. Vincularnos es reconocer que el vínculo no es un sustantivo (una cosa) sino un verbo —la fijación, una ficción perceptiva. ¿Cómo llegamos a decir cosas como “tengo una relación”?

Hoy en día, el problema vincular está en la agenda de muchas personas y de muchos colectivos. Lo que me interesa proponer (y no es una idea mía) es que el problema vincular no es una cuestión moral (un problema que se resuelve con ideas, cambiando formas de pensar, o disolviendo creencias limitantes), sino una cuestión de sensibilidad —y los problemas de la sensibilidad son lo que estudia la estética.

En lo profundo de toda decisión política hay una propuesta estética. Toda decisión relacional se apoya en una mirada del mundo. Toda ética, decían los filósofos, se apoya en una metafísica. Y una metafísica es una estética —porque los mapas que hacemos del mundo se corresponden con los niveles y las posibilidades de nuestra sensibilidad/inteligencia. Por eso, más que contar nuevas historias, necesitamos investigar nuevos modos de mirar —es decir, nuevas posibilidades de sentir.

Más que hacer películas sobre personas que no pelean, necesitamos crear escenas en las que la lucha puede ser investigada. Más que películas heroicas en las que personajes fuertes y valientes luchan por la paz, necesitamos, pienso, más escenas humildes en las que personas frágiles y corajudas se animan a detener el tiempo. La guerra no se elimina peleando. Las neurosis del lenguaje no se resuelven pensando. Como la guerra es un problema de lenguaje, para investigarla necesitamos investigar el lenguaje. Desarmar algunas oraciones inertes que han ganado poder por haber sido naturalizadas. La paz no está después de la guerra.

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Para más sobre la relación entre la investigación vincular y la cuestión estética, te invito a leer mi artículo El vínculo como un problema estético.

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