“No te amargues”

(Diciembre 2022)

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Nunca pierdas la dulzura —me dijeron hace muchos años—, nunca te amargues. En ese momento el consejo me pareció razonable, saludable, hasta amoroso. Hoy la idea me resulta ajena, casi peligrosa. ¿Por qué?

Debido a X situación, siento amargura —sobre esa amargura, implanto la idea de que sentir amargura no está bien; debería haberme divertido, me digo, como si la diversión tuviera una forma, un rostro, solamente un color. Recorriendo el laberinto, descubro el temor a transformarme en “un amargado” —como se dice. Me sorprende mi propio temor, ¿por qué temo la amargura? ¿Cuál es mi problema con lo amargo? Qué amargo, se dice, como si la amargura fuera negativa. Qué dulce, se dice, como si la dulzura fuera lo mejor. Decir que alguien es dulce es hablar bien, decir “qué amarga es tal persona” es hablar mal. Bien, mal, ese jardín acotado. Extrañamente, el hígado no piensa como la mente; para él, lo dulce no es tan saludable; lo amargo, en cambio, sí.

Otra de estas tramposas dicotomías la encontramos en el binomio frío/calor. Decir que una persona es cálida significa algo bueno, decir que una persona es fría significa algo malo. Tememos al frío como si equivaliera a morir. Hoy se comprueba que algo de frío puede hacer muy bien; y que demasiado calor puede asfixiarnos. Polaridades, la mente extremista, el encantamiento de las posiciones antagónicas. Lo que me pregunto es cuánto nos condiciona el funcionamiento dualista del pensamiento, en qué medidas las posibilidades de la experiencia se ven inhibidas por los usos que hacemos del lenguaje y la narración.

En X situación, creo haberla pasado peor de como la pasé. ¿Cómo la pasé? Nunca la pasé como creo haberla pasado —recordar es relatar. Y para relatar nos apoyamos en la visión polarizada del bien y del mal. Las cosas van bien o van mal, y debemos decidir: ¿positivo o negativo? Las experiencias son positivas o negativas, dulces o amargas. El intercambio social funciona, en gran medida, como una complaciente y acomodaticia reducción de la ambigüedad —de la complejidad. Cuando vivimos el dolor, enseguida nos aferramos a la idea del aprendizaje: debo aprender algo de este dolor, nos decimos, para salir velozmente del apuro que nos genera el encuentro con esa vibración tan incómoda. Muchas veces, la idea del aprendizaje sirve para evitar sentir un dolor que, si no es sentido, no reporta ningún aprendizaje real. Apuramos el aprender, apresuramos las conclusiones, la mente quiere mantenerse apartada del cuerpo, el narrador toma distancia y opina —el juicio nos sirve para defendernos de lo ingobernable del instante nuevo. Por supuesto, lo de “sentir el dolor” también puede convertirse en una idea: debes sentir el dolor, nos decimos, y a veces nos acomodamos en la idea fangosa de que lo que corresponde es revolcarnos eternamente en el pantano del sufrimiento. Eternizamos emociones, que duran un instante. Si somos precisos, no es posible que hoy nos sintamos igual que ayer. Puede que el lenguaje no alcance a nombrar los matices sutiles del emocionar, pero eso no quiere decir que hoy sintamos lo mismo que ayer. Está bien, si fuéramos demasiado precisos, como Funes el memorioso, no podríamos establecer relaciones, trazar atajos, pensar. Pero ¿no hemos desarrollado cierta adicción a los atajos del pensamiento?

Creer que las palabras pueden fijar el movimiento (la emoción) significa una reducción drástica de la sensibilidad. Ahí está nuestro condicionamiento, y también la razón de ser de la poesía —esa palabra vuelta hacia afuera, ese verbo descontrolado. El arte, ese artefacto curioso, esa actividad insólita y antisocial, puede ser entendido como un intento de la vida por liberarse de la supervivencia. ¿Es necesario que los pájaros canten tan bonito? Arte para desarticular formas, fijaciones, ficciones.

Sobrevivir es sostener una manera de ver las cosas. Una forma de vida es la vida en una forma—y una forma es una forma de ver las cosas. El gesto arte sería una pretensiosa torsión que intenta devolvernos la posibilidad de ver las cosas de muchas maneras. La vida es todas las cosas vistas de todas las maneras. Somos el experimento de la fijación, somos el experimento de la ficción —animal de sesgo. Si resolver un misterio es definir cómo debe interpretarse una situación, la poesía sería una pretensiosa necesidad de recuperar algo de misterio. Recuperar la posibilidad de asomarse al páramo de lo imposible de conocer implica desarticular, al menos en parte, los andamiajes sociales que estructuran la experiencia en términos de bien y mal, frío y calor, dulce y amargo. Al bienintencionado consejo de no amargarme, hoy respondería: ¿por qué no?

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