¡Otra vez no fui a la marcha del orgullo!

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(Principios de noviembre 2023)

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Una vez más siento tensión el día del orgullo: algo en mí dice que podría, debería o incluso querría ir a la marcha (a la fiesta), pero otra fuerza dice que no. El conflicto surge cuando leo ese no como una pérdida. ¿Me estoy perdiendo de algo? ¿Debería ir? ¿No es importante ir? ¿No me importan la causa y su celebración? ¿Es un capricho quedarme? ¿Qué hago con todo este diálogo interno?

El diálogo es el de la intuición con la razón. También el del deseo con el deber. Variación del motivo de la lucha del deseo y el deber. La historia de mi vida.

Haber ido no era una opción, pienso. ¿Por qué? Porque no fui. Por ahora, mi cuerpo no se ha movido, son las 6pm y sigo en casa. ¿Por qué me atoro en la idea de que una opción era mejor que otra?

Escucho una conversación entre Alanis Morisette y Byron Katie. Alanis cuenta que a veces se enrosca creyendo que debería sentirse “todo el tiempo en paz”. ¿Es verdad?, pregunta Katie. Al cuestionar la idea, se hace evidente que la paz no puede ser el resultado de un debería. Entonces descubro lo siguiente: lo que me incomoda no es no ir a la marcha, lo que me incomoda es creer que debería sentirme en paz con la decisión de no ir.

Lo que me incomoda no es el diálogo interno, lo que me incomoda es creer que el diálogo interno no debería existir.

De pronto reconozco que vengo diciéndome, secretamente, que debería estar tranquilo con mi decisión de quedarme. Hay razones para estar tranquilo, y me las repito para aliviar la tensión. Algunas de esas razones son: celebrar no es un deber, hay muchas maneras de celebrar y apoyar la causa de la diversidad, no ir a la marcha no significa que no esté de acuerdo con las razones por las que se marcha, etc.

Si me repito esas razones para aliviar tensión, la pregunta es: ¿por qué estoy intentando aliviar tensión? En el fondo, ¿no es el conflicto (la guerra) ese intento por aliviar (eliminar) una tensión? ¿Por qué no habría de sentir tensión? ¿Por qué tantos problemas con la complejidad? ¿No implica toda decisión el aceptar la tensión de la complejidad? ¿No es la tensión una resultante natural de la complejidad psíquica que nos caracteriza? ¿No es el acto mismo de decidir un gesto de reconocimiento de lo tenso que es decidir?

También, para justificar o explicar o analizar o comprender mi decisión de quedarme en casa, encuentro otras razones. Por ejemplo, esta idea: no sé si estoy orgulloso de ser lo que creo ser: por alguna razón, la idea del orgullo no me calza. La entiendo como una herramienta social importante, pero reconozco que, a nivel individual, no me resulta tan cercana. Orgullo es una palabra fuerte. Habla de un subrayado, una exaltación. Orgullo es el grito necesario de lo silenciado. Es el regreso necesariamente furioso (fogoso) de lo excluido. Hipótesis: eventualmente, la palabra orgullo dejará de ser necesaria. Podremos imaginar un mundo en que no habrá ya que luchar por defender la diferencia; un mundo en que reconoceremos que a todxs nos cuesta la diferencia, un mundo en que todxs nos reconoceremos a la vez excluyentes y excluidxs. Un mundo en que la normalidad no será más que la aceptación de que, como animales narrativos que sobreviven gracias a la ficción normalizadora de la personalidad, tenemos la tendencia a temer a lo diferente, a la otredad, y de ahí, a normalizar el entramado social de permisos y prohibiciones. Un mundo en que ese reconocimiento resultará en que no sea ya necesario expresar ese temor de modos violentos. Un mundo en que reconoceremos que la novedad nos genera reacciones, y, gracias al reconocimiento de nuestras reacciones, no necesitaremos transformar esas defensas psíquicas en defensas físicas —bombas, guerras, abusos, desprecios, cuchillazos. Un mundo en que ya no necesitaremos marchar para defender la vida.

Se me cruza esta idea: marchar no tiene sentido si no podemos imaginar un mundo en que no será necesario marchar —no, al menos, por las mismas causas por las que hoy marchamos. Porque marchar todavía es expresarse contra algo, o frente a alguien. No por nada la meta es el Congreso, el edificio de las decisiones. Marchamos para que los representantes que toman decisiones por nosotrxs nos escuchen y tengan en cuenta nuestras ideas. Marchamos porque no lo están haciendo. Gritamos porque no nos están escuchando. La pregunta que siempre me hago es ésta: ¿en qué medida gritar para ser escuchadxs no nos deja escuchar a quien le gritamos?

Recuerdo cuando salió la ley del matrimonio igualitario. Estaba viendo televisión con mi padre. Creo que todavía no habíamos tenido la conversación sobre mis preferencias. Fue emocionante, más allá de lo personal. Pude sentir la emoción colectiva humana en el cuerpo de mi padre en su sillón. Incluso pude sentir esa emoción colectiva que surge del observar que Argentina es un país de avanzada. ¿Orgullo? Un ejemplo para el mundo sobre las posibilidades que tenemos de escucharnos. Ser escuchadxs es hermoso. Marchamos para ser escuchados. Pero marchamos porque no nos sentimos escuchadas. A eso voy cuando digo que me parece importante imaginar un mundo en que no será ya necesario marchar.

Aunque sea una utopía innecesaria, en algún nivel es necesaria. El ideal no como una exigencia sino como un norte. En la medida en que nos vamos sensibilizando y sutilizando, vamos necesitando gritar cada vez menos. La escucha mutua se va volviendo una posibilidad cada vez más cercana. En el planeta conviven muchos niveles diferentes de sensibilidad. Los niveles de escucha que nos parecen más atroces son los que incluyen la tecnología de la bomba. Hoy, todavía, para no escuchar a un pueblo, otro pueblo le tira unas bombas. Dicen que hay cada vez menos guerras. Cuesta ser optimistas, porque tenemos una tendencia muy marcada a poner la atención en lo que nos aterroriza —estamos cableados para registrar peligro. Pero es evidente que la humanidad está madurando. En lo personal, pienso que cada vez me resulta más posible escuchar —reconocer lo que hago para no escuchar, reconocer mis defensas a la novedad. Es una práctica que puede entrenarse. Tal vez no sea más que eso lo que, individual y colectivamente, estamos haciendo.

Razones para ir a la marcha: Me parece hermoso que se junten, que agiten banderas y celebren (celebremos) la diversidad y, sobre todo, el derecho a la diversidad. Celebro que se luche por lo que se tiene que luchar, celebro que se defienda la diversidad de la vida, celebro que se celebre. Tengo razones para ir —al menos, para considerar la posibilidad de invitar a mi cuerpo a moverse hacia la avenida. Cuando digo que “no sé si estoy orgulloso de ser lo que creo ser”, supongo que lo que estoy haciendo es reconociendo que, si busco, también puedo encontrar razones para no invitar a mi cuerpo a moverse hacia la avenida.

Puedo encontrar razones tanto para ir como para no ir. El punto es éste: las razones (los relatos) no son el único factor implicado en un proceso de toma de decisiones. En el fondo no sabemos por qué hacemos lo que hacemos.

Aunque entendamos por qué hacemos las cosas, siempre hay más. La vida siempre es más compleja que nuestros entendimientos.

Por supuesto, cuando la situación lo pide de modo concreto, o urgente, apelar al ejercicio soberano de la razón es importante. El proceso de tomar decisiones es único en función de lo que está en juego en cada situación. Hoy, lo que estaba en juego para mí tenía que ver con la identidad y la pertenencia. Si no voy ¿es porque no pertenezco? ¿Seré exiliado del colectivo por no participar físicamente de sus celebraciones? Si no participo, ¿es porque no me identifico con la identidad de ese colectivo? ¿Qué significaría identificarme con una tribu? ¿Puedo pertenecer a mi manera?

Justamente, si lo que celebramos es la diversidad, esa celebración debería poder tomar cualquier forma. Incluir la opción diversa de no necesariamente hacer el gesto colectivo de la celebración —concretamente, ir a la marcha. En sí, no ir a la marcha no significa nada. No hay una sola forma de celebrar. La celebración no es una forma. La celebración de la diversidad no puede tener una sola forma. No te enrosques, imagino que me diría alguien, no tenías ganas de ir y punto. Pero no, tampoco se trata de, por la idea de que “no tenemos que enroscarnos”, desaprovechar la oportunidad de investigar lo complejo de mi singularidad. No es neurosis, es juego. La complejidad no es enroscada. Enroscarse es complicar algo sencillo; por miedo a complicarnos, y por adscribir a la idea de que la paz no incluye complejidades, nos privamos de explorarnos.

Paz es asumir complejidad.

Si tiramos bombas, es para simplificar. Si matamos y reprimimos, es para no abrirnos a la dolorosa y nutritiva otredad poética del enemigo.

Estar en paz con la diversidad implica reconocer la diversidad de la paz. La celebración es una declaración de paz. La paz puede expresarse en diferentes formas, la paz no tiene que ver con la forma, la paz tiene que ver con la diversidad. La paz es lo que está por debajo de la diversidad de formas. La paz no puede ser exclusiva o excluyente. Por lo tanto, estar en paz con una decisión, implica estar en paz con la posibilidad de no estar en paz con la decisión. Si se trata de incluir, tenemos que incluir las resistencias a incluir. Si no, estamos jugando a medias. Si en tu mapa de un mundo pacífico dejaste a alguien afuera, probablemente ese alguien vuelva para recordarte que tu mundo no era tan pacífico como creías.

No ir a la marcha del orgullo es una decisión que me genera tensión. No está mal que me genere tensión, no tendría por qué ser una cuestión resuelta o superada. Tengo diálogos internos en relación a la pertenencia, la socialización, la soledad, el aislamiento, la idea de que “soy tan diverso que ni siquiera me puedo pensar diverso”, la idea (cuestionable) de que “soy tan queer que ni siquiera me puedo definir queer.”

Leo la introducción de La búsqueda de la felicidad, el libro en que Stanley Cavell estudia ciertas comedias románticas del Hollywood clásico. Encuentro una línea en la que se sugiere que las películas analizadas en el libro son “investigaciones de lo que supone tener interés en la propia experiencia.” Me repito la frase varias veces: investigar lo que supone tener interés en la propia experiencia. Investigar lo que supone tener interés en la propia experiencia.

De pronto me reconozco interesado por la tensión que vengo experimentando. Más que por resolver la tensión, me descubro interesado por la tensión. La paz no es un jardín de flores de plástico. La paz es un mapa de huracanes. He escuchado varias veces decir algo así como que, cuando tomamos decisiones, no tiene sentido seguir pensando en las opciones que dejamos atrás. Si bien esa idea puede funcionar como una saludable invitación a no sufrir innecesariamente (neurosis), también puede ser una simplificación (cancelación de posibilidades de juego). Toda decisión implica necesariamente una tensión. Estar en paz con la decisión no significa dejar de sentir esa tensión implícita en el mismo acto de decidir.

Qué hay más queer que ni poder definirse queer, pienso cuando salgo a caminar. Hago unas cuadras, celebrando el haber reconocido un interés profundo por mi experiencia. La paz no es algo que se logra, sino que se reconoce. También lo marchito, también lo opaco. Entro en una iglesia de ladrillos a la que vengo queriendo entrar hace meses. ¡Por fin! Aunque la institución no me interesa, las iglesias (los edificios, los espacios físicos) siempre me resultan atractivos y conmovedores. Al atravesar la puerta, leo una mirada como sospecha: ¿qué hace este chico acá? La mujer se mete en un cuarto y se lleva para siempre la respuesta a mis proyecciones paranoides. La sala queda vacía. Me siento en la banqueta de madera. Observo los vidrios pintados con las escenas de la pasión, las vigas de madera en el techo, el Cristo en su cruz. Me pregunto si habrá iglesias que no hagan foco en las estacas. ¿Podemos congregarnos en torno a un símbolo no tan sufriente? Cierro los ojos, me distraigo de las formas específicas del símbolo religante, descubro que el aire está fresco, se siente una espaciosidad. Es la espaciosidad refrescante que suelo percibir en estos templos construidos para la reconexión con el Misterio. En algún lugar detrás de las paredes suena un tema muy conocido de Adele. La música distante de la civilización. De pronto me doy cuenta de que estoy respirando más profundo. Algo me produce una conmoción y lloro un llanto breve.

Cuando bajo las escalinatas hacia la calle, cruzo una mirada con un chico que avanza por la vereda de enfrente y pienso muy velozmente que ojalá no me haya visto salir de la iglesia. Después me digo: qué ridículo. Mi vida se trata, en gran medida, de validar lo singular, lo específico, lo que a veces llamamos raro o arbitrario. Llamamos arbitrario, o irracional, a lo que no entendemos. Tenemos una obsesión con el entender. Dibujar los mapas. Celebramos la evolución de nuestras habilidades cartográficas. Si bien las fronteras siguen siendo excusa para la guerra, vamos pudiendo incluir, en nuestros mapas del Misterio, diferentes formas de existir —de complejizar patrones expresivos, de bailar la Tierra.

Una serie de signos ajustados en la trama de este día me dio la posibilidad de descubrir que me estaba resistiendo a celebrar la tensión que siento cuando no participo de las formas colectivas de la celebración. Todo puede ser visto de otra manera.

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