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Se entiende que, cuando hablamos de recuperar o contactar o abrazar al niño interior, estamos haciendo un uso metafórico de la imagen. No creo que nadie imagine tener realmente un niño apretujado dentro de su cuerpo. Si pensamos la metáfora como una manera de referirnos a algo que no podemos nombrar, ¿qué nos dice (qué nos podría decir) el hecho de que, para referirnos a esta otra cosa, usemos la metáfora del niño?
Umberto Eco decía que toda obra habla, primero que nada, por la forma en que está hecha. Las metáforas que usamos, como pequeñas obras de arte, no sólo comunican lo que pretenden comunicar; también, aunque no lo advirtamos, dicen algo en relación a la elección particular de la imagen. ¿Por qué, para hablar de X cosa, usamos tal y tal forma? Creyendo que lo más importante es el objeto señalado, olvidamos dar valor a las formas de nuestro señalar. Creyendo que lo único importante es llegar a la otra orilla, olvidamos apreciar el puente. Son decisiones estético-políticas las que nos llevan a diseñar los puentes de unas maneras y no de otras.
Antes de desovillar la pregunta sobre qué nos dice el hecho de que usemos la metáfora del niño, veamos esta pregunta anterior: si es cierto que nadie habla realmente de un niño concreto apretujado adentro, entonces ¿de qué hablamos cuando nos referimos al niño interior? ¿Cuál es esa otra cosa que queremos señalar? Podemos decir, velozmente: inocencia, pureza, libertad, capacidad de juego. Supongo que a casi todo el mundo le gustan los cachorros, pero ¿qué es lo que nos gusta de los cachorros? ¿Por qué nos enternece un animal en sus primeros meses de vida?
Si pensamos que también (con suerte) nos enternecen las personas ancianas, o (con más suerte) las personas con dificultades, podemos suponer que hay algo en relación a la fragilidad. La ternura, ¿podría ser la respuesta emocional a la percepción de una fragilidad —una blandura en relación a una dureza? ¿No es conmovedor ver a una persona muy “dura” en el momento de quebrarse?
El cine, como el destino, hace uso y abuso del hecho de que nos gusta, o nos hace bien, asistir al espectáculo de la caída. Muchas narraciones (de las películas y de la vida) se organizan como formas de desajustar la máscara —desmantelar los escudos protectores. ¿Será entonces que la metáfora del niño apunta a ese resquebrajamiento? Las fisuras de la organización adulta de nuestra sensibilidad. ¿Será que pensamos y vivimos la adultez como un inevitable endurecimiento?
Las preguntas se solapan.
La metáfora de la armadura es otro clásico; tal vez, pienso, este clásico podría hablarnos de esa manera civilizada (guerrera) que tenemos de crecer —digamos, de adulterarnos. Si pensamos que el ser adulto es como un humano adulterado, tiene sentido que busquemos desenterrar a la criatura pura, oculta (ojalá) debajo y detrás de esa hojalata. ¡Ojalá haya quedado algo detrás de la hojalata!
La metáfora puede ser útil, pero tiene trampa: su uso insistente nos encierra en una comprensión muy lineal de la cuestión. Y con esto volvemos a la pregunta inicial: ¿Qué nos puede estar mostrando el hecho de que, para referirnos a esa ternura o a esa inocencia, usemos la imagen del niño? ¿Por qué esa linealidad abusiva con la que asociamos inocencia con niñx?
Si esa ternura/inocencia es considerada más verdadera que la dureza de la sensibilidad adulta, entonces lo que estamos diciendo es que la verdad quedó en el pasado. ¿Se trata de volver? De nuevo, la linealidad. Si nadie pretende realmente volver a ser ese niñx, ¿por qué usamos la metáfora del niñx? ¿Por qué la metáfora del niño interior es usada de modo positivo, pero la idea de que alguien es “infantil” tiene en cambio connotaciones negativas? Si queremos recuperar o abrazar a ese niño, ¿por qué ser infantil no es algo bueno? ¿Habrá en esa contradicción alguna pista?
La metáfora es una tecnología, una herramienta. Por supuesto, la metáfora del niño interior tiene (o tuvo) su utilidad. Como pueden tener utilidad un mito o un analgésico. Aquí me pregunto por las limitaciones (las contraindicaciones) de la metáfora. Digamos que la metáfora, como una narración express, sirve de atajo: es una manera veloz de llegar a algo. El atajo (la narración, el camino, la droga), a la vez que funciona deja, sí o sí, mucha información afuera. Entonces me pregunto: ¿qué estamos dejando fuera cuando usamos la metáfora del niño interior?
Asociamos el juego con la infancia. ¿Será que la metáfora del niño interior nos lleva a creer que el juego es privativo del niño? Para el adulto, “el juego” es apostar, y en general se trata de una adicción. ¿Por qué, cuando hablamos de jugar, tenemos que hablar tanto de lxs niñxs? ¿Será que las criaturas más nuevas son quienes mejor saben hacer eso que llamamos jugar? Si es así, ¿qué nos dice el hecho de que sea así? ¿Qué es jugar?
Pienso el juego como la capacidad de movimiento y exploración —un dinamismo, la capacidad de conservar movilidad más allá de las fijaciones (las ficciones) y los entendimientos (los endurecimientos) del ego. ¿Necesitamos ser o pensarnos niñxs para permitirnos esa movilidad —esa cintura?
No digo que debamos dejar de usar la metáfora, lo que pregunto es si sigue siendo necesaria, si no hay un modo más directo de decir lo que queremos decir; y, en caso de haber un modo más directo, pregunto ¿para qué usamos la metáfora? ¿Será que la metáfora, a la vez que acerca, mantiene alejado aquello a lo que intenta referirse?
Si la metáfora es como un puente, podemos preguntarnos ¿no será que el puente, a la vez que comunica, sostiene una separación? ¿Por qué seguimos hablando de ese niño interior como si fuera algo separado de la consciencia que lo nombra? ¿Será, justamente, que lo nombramos para mantenerlo separado? Al nombrar al niño interior, lo transformamos en un objeto y, de este lado, nos convencemos de que somos el sujeto que busca. Buscamos conectar con ese niño.
Además, pretendemos buscarlo adentro. ¿Adentro? El vasto exterior de las distancias (el planeta) no nos alcanza, así que inventamos ese supuesto interior (a veces le llamamos inconsciente), en parte para justificar la identificación con el personaje del buscador. En algún lugar estará, nos decimos, pero también nos decimos que ese interior es amplio, oscuro y laberíntico. Tomará tiempo, y esfuerzo, lograr hacer contacto. El logro. No queremos ya haber encontrado, porque cuando encontramos nos unimos a lo que buscamos y cuando nos unimos a lo que buscamos dejamos de buscar. Queremos ser el buscador, porque sólo ser no tiene gracia —queremos ser algo. Queremos ser algo.
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