Hay mil maneras de vivir las cosas (elogio de la tibieza)

(enero 2024)

Hay mil maneras de vivir las cosas. Como tenemos cuerpos y nuestras vidas tienen formas y estructuras y lugar, tomamos posición. Inevitablemente. Como cúmulos de células con recuerdos y proyecto, no podemos estar en ningún lado. Cuando la vida sucede (y eso, lamentablemente, sucede todo el tiempo), respondemos de modo veloz (eso se llama reaccionar) para ubicarnos en zonas y modos que nuestro inconsciente (nuestra percepción automatizada, rápida, edificada para la supervivencia) considera que estaremos a salvo.

Ponemos nombre porque somos nombre. Hemos aprendido a mapear y narrar el acontecer para sentir estabilidad. Madurar es ir complejizando esa percepción de estabilidad. Hacer política sería ir recalibrando colectivamente las maneras en que nos vamos sintiendo a salvo.

Pero la política no es sólo un manotazo colectivo de supervivencia. Tal vez la palabra política (ya demasiado griega) nos esté quedando chica. El pensamiento colectivo, atorado en los mecanismos de supervivencia. La crisis no es sólo un llamado a sobrevivir, también es una oportunidad de recrearnos. Profundamente, no podemos sobrevivir sin recrearnos —sin cambiar, sin poetizar nuestra comprensión de lo que es hacer política: más que pensar colectivamente, crear pensamiento colectivamente. Sobrevivir no puede seguir siendo sostener una forma que nos pareció segura, toca torsionar hacia el misterio.

Por supuesto que, cuando no hacemos otra cosa que seguir poniéndonos contra el paredón de la falta, la poesía nos queda lejos. Tal vez la clave sea reconocer que nunca está tan lejos. Una crisis, sobre todo, consiste en cómo nos relacionamos con la crisis —y cómo nos relacionamos con la crisis depende de cómo pensamos la crisis —cómo la nombramos. Los modos en que pensamos las crisis se revelan en las palabras que usamos. Una de las palabras más usadas últimamente es: resistencia.

Me pregunto qué significa resistir. ¿A qué nos referimos con resistencia? De seguro, a varias cosas diferentes. Cuando usamos mucho una palabra, es natural: A. que olvidemos el malentendido generado por asumir que todxs damos a un concepto la misma función; y B. que los poderes de la palabra en cuestión se debiliten. Para refrescar conceptos, hay que agitarlos, hacerlos chocar con otros conceptos. Entonces, me pregunto por la diferencia entre resistir y dialogar; me pregunto si en lo que llamamos resistencia no hay un intento de negación del diálogo con lo que nos amenaza (lo que consideramos que nos amenaza).

Resistencia puede ser lo que da luz; también lo que hace sufrir. Imaginar es insertar burbujas de ficción en las corrientes de la vida física. Las imágenes ficcionales pueden servir para crear y también para atorarnos. No puedo evitar caer en la metáfora de la corriente. ¿Resistir es remar contra la corriente? La entrega, concepto peligrosamente banalizado por el pensamiento despectivamente llamado espiritual, ¿sería soltarse a la decisión de ese Poder a quien, en principio, buscamos resistirnos? ¿Eso es entregarse? ¿Rendirse a la autoridad de turno? ¿Un padre autoritario y ya? ¿Entrega es lo mismo que abandono? ¿Cómo nos relacionamos con una corriente que empuja? ¿Qué vínculos establecemos con la inercia perceptiva que parece hacernos circular hace miles de años por el mismo cauce? ¿Son la resistencia (entendida como lucha) y el abandono (entendido como sumisión) las únicas dos opciones?

Cuando nos percibimos no-escuchados, tendemos a gritar. Gritamos para que nos escuchen, diría que es un movimiento reflejo. ¡Estoy acá! ¿No me ves? Hay movilizaciones colectivas que han espantado presidentes. 2001, el helicóptero. Pero también muere gente. Lo que más me asusta es que muera gente, me encontré pensando en estos días, pero también me asusta el temor que por momentos me da la posibilidad de decir lo que pienso.

Me asusta mi propio temor a decir lo que pienso.

Y la gente muere por decir lo que piensa.

Si no luchás (sea lo que sea que signifique luchar, y sea cómo sea que se mide y determina si alguien está luchando o no), te etiquetan de indiferente. Pero, si somos precisos (es decir, reales), la indiferencia no existe —la vida es inevitablemente política: cada micro-decisión de la vida cotidiana es una propuesta de mundo. Opinar sobre las decisiones ajenas en cuanto a formas de vinculación con el acontecer social puede ser una expresión de arrogancia y una pérdida de energía. Hay muchas formas de estar en el mundo. Hay diez mil maneras de ser los animales políticos que no podemos no ser.

Idea: por momentos me asustan más los buenos, la inmadurez de la dicotomía nosotros-ellos, la sobrecarga de energía mental, el miedo. Por momentos, lo que me asusta es el miedo.

Hay muchas personas opinando. Se dice de todo. ¿Por qué la emoción colectiva me genera sospecha? Hay un valor en esa sospecha, pero me recuerdo respetar el clamor (lo que arde popular) porque reconozco que me es cómodo alejarme. La distancia puede significar perspectiva y también escondite. No me siento ajeno, pero tampoco sumergido. No es frío, no es calor. ¿Podemos estar en contacto con la emoción colectiva sin perder discernimiento? Las redes sociales pueden y suelen funcionar como un mercado de afirmaciones que confunden.

Estar confundidxs no está mal. No necesitamos manotear conceptos antiguos para nombrar algo que, si bien repone patrones sociales anteriores, no es lo mismo. ¿Esto es una dictadura? ¿Nos sirve usar esa palabra? No lo sé. Supongo que para algo sí y para algo no. Nada es lo que pensamos que es. Eso no significa relativismo ingenuo, o abrir los ojos como pavotes que hacen del asombro un mecanismo reactivo para no responder a lo que parece pedir respuesta. No hablo de resignación ni de negación, no hablo de no salir a las calles, no hablo de no reclamar ni de no pronunciarse, sólo me pregunto por la madurez.

Cómo responder maduramente —qué es responder maduramente.

Idea: hay una pátina de dramatismo. ¿Por qué no puedo sacarme de encima la sensación (o la idea) de que, más allá de que sí esté ocurriendo de todo, estamos, en algún nivel al menos, dramatizando?

Y ese todo que ocurre, ¿no será más consecuencia que causa de cómo reaccionamos?

Por supuesto que la realidad es compleja y difícil. Por supuesto que hay razones para gritar y llorar. Para doler. Pero hay una diferencia entre dolor y sufrimiento. Tal vez todo esto se reduce a esa diferencia. Podemos vivir el dolor de modos más sobrios y de modos más ebrios. Cuando nos embriagamos con la emoción (y muchas veces la sociedad no parece ser más que el bar abierto 24 horas en el que nos reunimos para emborracharnos juntos con la emoción colectiva de turno) pareciera que la vida se pone melodramática —si se quiere, cinematográfica. Por su parte, el dolor tiene una sobriedad. El sarcasmo, el cinismo y el compromiso heroico pueden ser gestos orientados a evitar la experiencia humilde y sobria del dolor. La queja puede ser creativa y también infantil. El doble filo de cada gesto. A veces nos quejamos para intentar no sentir dolor. Me pregunto si la historia humana no es una carrera contra el dolor.

Sobriedad tampoco significa silencio —doler a solas. No sé exactamente qué significa sobriedad. Tal vez significa capacidad de detección de excesos. Fascinaciones, obsesiones, encantamientos. Idea: lo que más me carga es que la gente no se responsabilice de su propio sufrimiento; mejor dicho, lo que me carga es mi opinión sobre la supuesta falta de responsabilidad de las personas en relación a su sufrimiento. ¿Qué sé yo sobre las cosas? ¿Qué sabe yo sobre los otros? En este mismo acto de reescribirme, hago el ejercicio que pido a esos otros, el de discernir cuál es mi dolor y cuál mi exceso. Dónde está la carne y dónde empieza el teatro —cuánto remarco el gesto para que se vea en la última fila.

Dolor es: ¡oh, la gente no sabe qué hacer con su dolor! Drama es: ¡la gente debería saber qué hacer con su dolor!

Drama es identificación con algún debería. El gobierno debería hacer las cosas de modo diferente, dicen las personas; y esta persona que soy agrega: las personas deberían hacer las cosas diferentes en relación a lo que opinan sobre lo que hace el gobierno. Neurosis sobre neurosis. De eso se trata, todo esto es una invitación que me hago a mí mismo a reconocer qué parte de mi experiencia es neurosis —dolor innecesario; intentos de no sentir un dolor necesario.

Supongo que es una investigación muy personal, pero también me pregunto por la dimensión colectiva de la neurosis. Como individuo, ¿puedo observar la neurosis colectiva sin observar mi propia neurosis?

¿Qué es la neurosis? Ensayo definiciones posibles. La neurosis es una modalidad de respuesta inmadura. Neurosis es insistir con el círculo de lo conocido —de lo ya mapeado. Neurosis es no reconocer que hacemos más contacto con el mapa que con el territorio. Neurosis es no asumir que las imágenes mentales son lo que son: imágenes; que los pensamientos son lo que son: propuestas. Neurosis es creer que las cosas son realmente como yo cree que son.

Por sobre todo, me pregunto qué es responder maduramente a una situación política que gatilla tanta reactividad. Reaccionar es por definición inmaduro —reaccionar es responder a una situación nueva como si fuera conocida. Reaccionar es necesario para sobrevivir, pero contrario a crecer y madurar. La pregunta entonces podría ser qué parte de la respuesta a la situación es reacción y qué parte es creación. La maduración comienza por el reconocimiento de la inmadurez. Es lógico que, ante la percepción de peligro, recurramos a lo conocido para mapear lo desconocido y responder velozmente. La pregunta sería cómo combinar esa velocidad con una espaciocidad que nos deje movilidad para recrearnos y no sólo repetirnos. La pregunta es si no estaremos menos en peligro de lo que creemos que estamos. La pregunta es si, en alguna medida, no estamos exagerando.

La pregunta es si no será esa exageración (esa suerte de alergia ancestral) lo que nos lleva a crear y elegir políticas y políticos como el actual presidente argentino, que parece venir a dar voz y cuerpo a una furia exacerbada e ingenua que no puede más que generar más furia exacerbada —e ingenua.

¿Estamos exagerando?, me pregunto, y entonces me devuelvo la pregunta al singular: ¿estoy exagerando? ¿Estoy dramatizando? ¿Estoy neurotizando?

En tanto ser humano con cuerpo y nombre, es decir, con ego, siempre estoy, en algún nivel, neurotizando. El ego es por definición un circuito neurótico y arrogante que sufre por obtener confirmación. El problema político más grande es la arrogancia, no privativa de los poderosos con bastón y decreto. Lo desafiante de la arrogancia humana es que no es un problema moral (ideas), sino un problema perceptivo (sensible), propio de una especie desarrollada para sobrevivir en base a sus arrogancias —a sus identificaciones ciegas con mitos y mapas del mundo. De ahí que nuestros problemas políticos no se vayan a poder solucionar principalmente en la arena política, sino en el laboratorio psíquico.

No se resuelve con parches. Si queremos resolver (más bien, desanudar, o, mejor, variar, sutilizar y complejizar) cuestiones políticas difíciles, necesitamos tomarnos muy en serio la pregunta por la naturaleza profunda de lo humano.

El problema político, antes que social, es psico-sensible.

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Lo desafiante de las expresiones más extremas de lo político (como ese fenómeno llamado fascismo) es que nos generan un rechazo tal (en general, una urgencia tal) que no nos queda espacio para mirar de frente e investigar. Las dificultades más grandes, queremos (o necesitamos) sacárnoslas de encima lo antes posible: matar al monstruo amenazante; la torsión existencial que necesitamos realizar para escaparnos de la tendencia a escapar, y así poder mirar de lleno a los ojos de nuestros peores monstruos, pide mucha paciencia, mucha voluntad, mucha energía.

Por eso no queda otra que confiar en los pequeños gestos. Si bien el cambio es colectivo, no sucede todo entero al mismo tiempo. Para que sea grande, el cambio debe ser pequeño. La arena social puede distraernos del trabajo más profundo, pero el trabajo más profundo (la minucia psico-política) tampoco pide que olvidemos la arena social. Esa es la paradoja de nuestro despliegue como animales mentales terrestres: la labor es tanto externa como interna. Sobre todo, la labor está en la relación int-ext. Pero casi nadie parece querer hacerse cargo de que lo que detesta es parte fundamental de su sí mismo.

Al imaginar publicar estas palabras, golpean a las puertas de mi mente opinólogos con nombre y apellido. Fantasmas del afuera y el adentro que ya me han dicho indiferente, caprichoso y reaccionario. ¡Me han dicho que mi pensamiento era de derecha, supongo que por no expresarme como si fuera de izquierda!, me han dicho que mis filosofares sólo eran posibles por mi “privilegio”: podés decir esas cosas porque no te falta comida. No sé qué responder a todo eso, no sé si necesito hacerlo. Todavía no me han dicho fascista, ni siquiera cuando escribí sobre Encontrándome con el enemigo de Deeyah Khan o cuando publiqué el texto El talibán interior.

Por supuesto que me da tristeza, dolor y bronca que el presidente esté cerrando todo, y sobre todo, del modo en que lo está haciendo, pero también me da mucha tristeza, dolor y tal vez también algo de bronca el ver que quienes nos oponemos a las medidas del gobierno no tenemos la capacidad para reconocer que la situación nos está diciendo algo sobre nosotrxs mismxs, que no son sólo los otros quienes están haciendo las cosas mal, pasándonos por encima; que somos todxs células de un mismo cuerpo nacional, que las dificultades que vemos en ellos para escuchar a la otredad son también nuestras propias dificultades para escuchar a la otredad. ¡Nosotros somos los otros!

Me duelen los decretos, pero también, y, sobre todo, me duele la incapacidad que tenemos de asumirlos como un gesto propio. Tenemos que poder responder diferente; en lugar de esperar estímulos (políticas) diferentes para después responder diferente, darnos de otro modo, como una interrupción loca (renovadora) del circuito de propuestas y reacciones. ¿Es un ideal? Tal vez. Al menos, y no sería poco, lo que podemos es reconocer lo repetido de nuestras respuestas; y cómo responder como ya se ha respondido genera, a su vez, las mismas preguntas de siempre. No hablo de no golpear las cacerolas, hablo de saber que las estamos golpeando diferente.

Hace unos días vi la charla de Milei con Mirta Legrand. Por primera vez con claridad, lo pude ver a él sin el filtro de la idea “es un villano”. Más que como un malvado queriendo cagar a mucha gente, lo vi como un nene excitado con su chiche nuevo: el poder; torpe y lastimado, presidente nuevo reaccionando a la vida como lo hacemos todxs, con las herramientas que nos dieron y que pudimos forjar. Con esto, aclaro, por si es necesario, no pretendo justificar ni perdonar ni tolerar sus políticas, las decisiones que está tomando, etc. Lo que pretendo es reconocer que detrás de la supuesta hiena calculadora siempre hay una bestia herida, atormentada por su pasado, manoteando intentos torpes de futuro reparador. Detrás de toda política suele haber un trauma no reconocido.

No reconocer la herida nos lleva a refugiarnos en el dogmatismo. Las certezas son formas muy pobres de la política. El desconcierto debería ser más valorado. No el desconcierto como pose, o como negación, hablo del desconcierto como apertura a la posibilidad de escuchar sutilezas realmente novedosas. Reconocer patrones sociales y políticos no significa etiquetar la realidad como si se estuviera repitiendo. La realidad no puede repetirse. Los ciclos no son círculos. En el reconocimiento de lo sutilmente diferente hay una puerta a la creatividad. La creatividad no puede ser amenazada. Por supuesto que el cierre de institutos (teatro, cine, fondos, escuelas, etc.) significa pérdida de puestos de trabajo, de posibilidades de organizar económicamente la creación cultural y mucho más; pero no significa pérdida de creatividad. Eso debemos recordarlo: la creatividad no puede ser amenazada. El desconcierto es un gran amigo de la creatividad. No entender (no tanto, no del todo) qué está sucediendo, por qué y cómo está sucediendo lo que está sucediendo, puede ser tanto razón para la desesperación como para la curiosidad. Responder maduramente sería desesperar un poco menos y activar (al menos algo más) la curiosidad. Hipótesis: madurez y curiosidad tienen algo que ver. Una respuesta madura tiene que ser una nacida más de la curiosidad que de la necesidad.

El pensamiento colectivo no suele ser ni muy curioso ni muy maduro. Suele repetirse bastante, porque en la repetición encuentra estabilidad. Por su función de generar consenso y tribu (supervivencia), el pensamiento colectivo tiende a ser polarizador. Para volverse colectivo, el pensamiento genera adhesión a partir de la definición, más o menos explícita, de lo que sirve y lo que no, lo que debe protegerse y lo que debe atacarse, lo que necesita ser incluido y lo que necesita ser excluido. El pensamiento colectivo se apoya en esa manera binaria, dicotómica, de leer el mundo. Es difícil que el pensamiento colectivo no sea homogeneizador. Por eso los pensamientos más singulares son tarde o temprano normalizados por la tribu.

Son las inercias tribales del pensamiento colectivo las que nos llevan a insistir con las políticas que nos hacen reaccionar como ya sabemos hacerlo. Un teatro de preguntas y respuestas. La conversación política (colectiva) está atorada en su conveniente incapacidad para observarse a sí misma: hablamos sobre las cosas (sobre las medidas) para no reconocer que la cosa principal es el hablar mismo; conversamos sobre lo otro para no asumir que las formas en que conversamos son el tema principal. Lo más importante de la política no son las conclusiones y medidas a que se llegan con la conversación, sino las formas de la conversación misma, que dan cuenta de cómo nos percibimos y pensamos, de cómo sentimos la vida. No se trata tanto de qué medidas tomamos, sino de cómo conversamos en pos de generar medidas.

Por querer decir y hacer cosas importantes, no reconocemos lo importante de estar vivxs. Lo que conocemos por política surge del condicionamiento que nos hace creer que la vida en sí no es lo suficientemente grande. Como si hacer política fuera crear cosas más grandes que la vida. Sólo vivir nos parece tibio, tenemos que lograr hazañas y esculpir nuestro valor en mármol. El camino del medio nos parece aburrido; lo vemos en el cine, que tiende a lo excitante, lo épico, lo pornográfico y lo espectacular. El 95% de las películas que hacemos/vemos son variaciones narrativas de la estética de la supervivencia. Excitación fácil y efectiva. Vidas azucaradas (anestesiadas) por la adrenalina mítica del vivir o morir. Entendemos la economía como una guerra contra el enemigo de la escasez —otro de nuestros maravillosos (monstruosos) inventos. Contra el monstruo de la sed, agitamos nuestras espadas, orgullosas y fervorosas.

La tribu no acepta puntos medios, grises, templanzas, tibiezas. La sociedad puede leerse como una organización de temperaturas. Caliente es el amigo, el hermano, el de adentro; frío es el enemigo, el extraño, el de afuera. Si no estás en contra, dicen, es que estás a favor. Si no decís nada, sos cómplice. Ese tipo de ideas se corresponde con la lógica tribal, enemiga de los puntos medios. Hace poco escuché a alguien reivindicando la tibieza. Tal vez hemos dado demasiada mala prensa a la tibieza. Saltan los leones bienintencionados sobre los cuerpos tibios que se rehúsan a soltar a las tropas. “No hay un camino a la paz, la paz es el camino.” La tibieza puede pensarse como una zona perceptiva menos reactiva, menos condicionada por la excitación colectiva. Tal vez la tibieza sea un punto de vista (más desenfocado, sin tanta necesidad de definición y defensa) desde la cual pueden surgir nuevas creatividades —nuevas sensibilidades, nuevas políticas. La dificultad no está en la dificultad misma, sino en cómo nos vinculamos con ella.

El 4 de enero de 2024, después de varios días trabajando este texto, tengo un sueño largo en el que me retiro de una manifestación justo antes de que la policía empiece a reprimir. Doy vuelta a la esquina justo cuando el primer oficial se acerca a la muchedumbre; pretendo estar mirando la numeración de la calle y logro escabullirme. Esa es sólo la introducción del sueño; después vienen varias escenas en que muchas personas, reconocibles y no, me acusan de traidor por haberme ido de la marcha. Miradas cargadas, críticas pesadas, bullying feroz. Entre la cantidad homogénea de cuerpos que me desprecian, hay algunos, dos o tres, que me entienden.

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