La desigualdad como un problema coreográfico

Febrero 2024

De las situaciones se desprenden, como una destilación simbólica, imágenes que sintetizan tensiones profundas. La jubilada gritando y la barricada de policías, ¿será una de esas imágenes? La realidad se vuelve dibujo de fuerzas en oposición. ¿Cómo llegamos a esto?, nos preguntamos una y otra vez.

Lo que más me llama la atención del nuevo gobierno no son tanto sus medidas como sus formas de implementación —la imposición, el autoritarismo, la idea de no negociación. Si pudiéramos separar forma y contenido, se me ocurre que acaso la forma sea lo más elocuente, lo que más nos dice acerca de cómo pensamos y practicamos ese coordinar colectivo que llamamos hacer política.

Lo lógico sería pensar que las formas siguen a los contenidos, que las maneras en que un gobierno toma decisiones se derivan de lo concreto que está decidiendo, que la imposición es el ademán que se corresponde con las políticas de la desigualdad. Lo lógico es pensar que el gobierno actual está tomando decisiones de modo autoritario porque lo que se está decidiendo no es justo para mucha gente y, por eso mismo, debe ser impuesto. Como el contenido de la decisión (las medidas en sí) es negativo para muchxs, la forma de la decisión tiene que ser autoritaria, violenta y represiva —el decreto, el intento de asignación de súper poderes al Ejecutivo, el de prepo.

Lo que intuyo es que, si bien esa fuerza causal que va del contenido a la forma tiene sentido, y realidad, también hay una fuerza, de dirección inversa, operando de la forma al contenido. En algún nivel, el qué de las medidas responde a un cómo si se quiere previo. Lo que se pretende hacer también es subsidiario del cómo se quiere hacer —y ese quiere no es del todo un querer, en el sentido de que no es más que reactividad oxidada. El gesto es el de recuperar un poder perdido, como si todo se tratara de un juego de niños caprichosos que se van sacando el cetro de las manos. Por momentos, la humanidad parece absorbida por una coreografía adolescente hecha de reclamos dramáticos y arrebatos hormonales.

Lo que intento decir es que, en algún nivel, la necesidad de imponer viene antes que lo concreto que se está imponiendo. Como si, por debajo, lo que estuviéramos poniendo en escena fueran viejos modos de conversar. La imposición es una de las principales figuras de nuestra danza humana milenaria. La excusa para no dialogar es siempre la supuesta urgencia por sobrevivir. No pienso negociar, en la boca de un presidente, suena a que no hay espacio para la diferencia. ¿Cómo llegamos a tamaña brutalidad? El trazo grueso de los ultra-gobernantes se devela caricaturesco. Vuelve la figura del Rey. Antigüedades ajadas del imaginario colectivo. El pueblo, del otro lado de la zanja, debe acatar o rebelarse. Y la rebelión sigue sonando a corte de cabeza. Reprogramar el imaginario parece tarea de milenios, matamos por defender líneas imaginarias. Las fuerzas represivas se ponen al servicio de un intento obsesivo por sostener la ficción de un castillo pretendidamente sólido, pero secretamente vagabundo, hecho de papel de arroz.

La duración de la sesión de diputados parece excesiva, pero ¿lo es? Dos días, que suenan a un montón, ¿son tiempo suficiente para debatir acerca del destino de 40 millones de personas? La diferencia de votos (144 contra 109), ¿es suficiente para tomar decisiones por todos esos millones?

Lo lógico es pensar que lo que ocurre fuera del congreso (la protesta y la represión) es consecuencia de lo que ocurre adentro (la discusión por la ley). Me pregunto si lo que ocurre adentro no responde también a lo que ocurre afuera, si la discusión de las especificidades políticas no es funcional a un modo represivo de relacionarnos. Mientras los cerebros discuten, los cuerpos se matan. La revuelta de los cuerpos parece también haber modificado circuitos cerebrales, al hacer doble clic sobre las especificidades de la ley se revelan las grandilocuencias delirantes.

¿Por qué tenemos el gobierno que tenemos? ¿De dónde viene todo esto? La respuesta a estas preguntas suele ser una explicación histórica y social (hasta moral); debería también ser una investigación (no tan sólo histórica, y tampoco tan lineal) de nuestro desarrollo psíquico.

En los días en que escribo este artículo, tengo un sueño en el que alguien me dice esta frase: la arrogancia dura un minuto y medio. Y me explica: ese es el tiempo necesario para creer que las cosas son como creemos que son y así poder sostener un orden, una forma.

—Dame un minuto y medio —bromeamos en el sueño, como si ese fuera todo el tiempo necesario para sobrevivir y pasar a otra cosa. La pregunta es: ¿por qué no pasamos a otra cosa? ¿Por qué estiramos la arrogancia (la certeza de que el mundo es tal y como lo vemos) y sostenemos la fijación de nuestros imaginarios?

La arrogancia es necesaria para sobrevivir. Creer que el mundo es como lo vemos es la gran tecnología humana de supervivencia. Le llamamos ficción. Defender ficciones es el origen del conflicto. “El yo es un agente de conflicto”, dice Eugenio Carutti. “¿Por qué? Porque es fijo. El yo es una estructura con una elasticidad limitada. Se expande y se contrae, pero no se deja transformar.”

El yo (individual y colectivo) está tejido de metáforas. Estudiar las metáforas, los símbolos y las figuras míticas del inconsciente colectivo puede ser revelador. La motosierra, el payaso asesino, el monstruo, la polarización entre un cuerpo de jubilada impotente y un aparato policial híper-fortalecido, todas esas imágenes hablan de cómo venimos hablando —y de cómo nos cuesta escuchar. Para no escuchar lo que amenaza, sistemas de seguridad. La señora encargada de velar por la seguridad de lxs argentinxs, ¿no parece por momentos una criatura poseída por un relato medieval? No tengamos miedo de caer en justificaciones, no estamos justificando a la señora medieval. El problema es profundo y antiguo, no se reduce a una discusión moral.

El problema con entender la discusión política en un sentido moral es suponer que nuestras decisiones son las de una criatura madura, libre de condicionamientos. (Criatura madura ¿sería la que reconoce sus condicionamientos?) Cuando tomamos decisiones en base a la identificación no cuestionada con relatos (por definición, recuerdos organizados de manera sesgada), nos estamos dejando llevar por corrientes ficcionales que nos impiden hacer contacto con el cuerpo del presente. El yo (el personal y el nacional) no sabe hacer contacto con el cuerpo de la realidad.

El cuerpo de la realidad es mucho más simple que lo que parecen dejar ver esas (no tan) largas sesiones de legislación. (¿Por qué nos la complicamos tanto? ¿Cómo sería una sesión de diputados en silencio?) El punto es que no podemos frenar la rueda vengativa del antagonismo, ese ping-pong ancestral que nos lleva a creer que si soltamos la raqueta nos pasarán por encima. Es ese mismo viejo terror lo que nos lleva a creer que la discusión es una de orden moral, que se trata de acordar acerca de lo que está bien y mal. Como somos tan diferentes, la discusión moral no funciona. No podemos ponernos de acuerdo sobre lo que corresponde hacer. La dificultad para (y la insistencia en) ponernos de acuerdo (la dificultad para comunicarnos leída como imposibilidad de comunicarnos) genera una ansiedad que nos lleva a desarrollar estrategias de dominación y convencimiento. Tenemos que ganarle al que piensa diferente. Es una carrera. No hay tiempo para dar lugar a su otredad. Si no atacamos primero, nos atacarán y moriremos.

La urgencia no nos permite escucharnos. Por no escucharnos, sentimos urgencia. Si escucháramos, no necesitaríamos tirar bombas —y tiramos bombas para no escuchar. El círculo es la coreografía viciosa de la especie. Y todo pareciera estar sucediendo dentro de la cabeza neurotizada de un solo ser humano. Tal vez no sea más que una metáfora, pero ¿qué pasa si por un momento nos imaginamos que esa cámara de diputados es algo así como una asamblea psíquica de nuestra mente?

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Por momentos dudo de si estas ideas sirven para algo. Tiendo a pensar que sí. Porque sé que, en el fondo, la desigualdad no es un problema ideológico sino coreográfico, más del cuerpo que de la mente, como un movimiento automático, un reflejo antiguo, una máquina no del todo oxidada que todavía sigue reaccionando a lo que ya no existe, una inteligencia artificial que aprendió que lo primero es defender el nido —un nido que hace tiempo ha estallado.

Artificial es la inteligencia atada al algoritmo ficcional. Un algoritmo es un mapa. No sólo las redes sociales funcionan de modo algorítmico. Nuestra inteligencia organizada por relatos también. Atacar la arbitrariedad autoritaria de los algoritmos tecnológicos nos sirve para no reconocer que ya funcionamos así, como una privada red social. Lo que llamamos política funciona como una suerte de compleja red social de amigos y enemigos.

El desafío se presenta como una paradoja compleja. Si soltamos la raqueta, el enemigo nos vence. Si no la soltamos, sostenemos el antagonismo. Aunque la manifestación es un derecho constitucional, la represión sigue siendo la respuesta de los gobiernos. Casi como si marchar y reprimir se hubieran vuelto las dos caras de un mismo mecanismo vincular. Eso no significa, como dijo alguien por ahí, que a la gente le guste ser reprimida. Lo cierto es que de ambos lados se intenta, de diferentes maneras, defender un orden, una vida. Pero, ante la imagen de una mujer jubilada gritando a los policías “¿qué están haciendo?”, no puedo más que ver verdad en ella y ficción en ellos. Me cuesta no ver que ella está pidiendo por lo básico y ellos, por su lado, defendiendo una ficción. Pero algo me dice que tengo que ver más allá de esa polarización que no me deja más que ponerme del lado de la víctima.

En un meme, un policía abría la heladera, vacía. El texto decía algo así como que el policía, después de reprimir, volvía a casa y también encontraba su heladera vacía. El chiste da cuenta de lo absurdo de la danza. Cuando veo policías muy jóvenes me pregunto qué piensan. A veces me acerco a preguntarles alguna dirección sólo para escuchar sus voces y recordar que son seres humanos. Me dan miedo, pero también compasión. Ver cómo organizamos el poder de modos tan idiotas me entristece, pero también lo entiendo. Somos niños asustados. Ya lo dijo Arnaldo Antunes: todxs fuimos niñxs, todxs tuvimos miedo, todxs vamos a morir.

¿Es posible detener la inercia de ese insistente ping-pong que llamamos historia humana? Una pregunta anterior y más importante: ¿es posible reconocer los mecanismos de esa inercia?

Podríamos decir que la metáfora del ping-pong no es adecuada porque jubilada y policía se encuentran en posiciones de poder muy diferentes. Por supuesto, el policía es sólo la mano obediente de un cerebro que no está en la calle. Si podemos entender la cualidad de “víctimas del sistema” de esos sujetos adiestrados para la represión, ¿podemos entender que el cerebro, el supuesto origen de la fuerza represiva, es también, a su vez, “víctima” de una fuerza (ficticia) que le excede y antecede?

Si decimos que a los empresarios de la élite los mueve la avaricia, tenemos que preguntarnos a qué nos referimos con avaricia. Si no, nos quedamos en una visión infantil de buenos y malos que no hace más que sostener la sensibilidad ancestral de antagonismos y batallas. Entonces, ¿qué es la avaricia? ¿Qué le da origen?

Que repriman a lxs jubiladxs “es el colmo”, pensamos. El colmo es lo que colma. Un modelo alcanza su punto de saturación. De un lado de la imagen, quien parece haber perdido todo poder; del otro, quien se ha quedado con todo el poder. La escena se vuelve un dibujo que representa la polarización máxima. Lo que intuyo es que el dolor máximo no está del lado del desposeído, sino en la imagen completa. No sería tan raro descubrir que uno de los policías es nieto de una de las jubiladas. Sabemos que los abusadores suelen ser personas que fueron abusadas. El ciclo traumático se regenera. Toda guerra es civil. Aunque nos tome unos milenios más reconocerlo, estamos todxs en la misma nave, destartalada, secretamente inteligente.

Pienso que necesitamos confiar en esa inteligencia misteriosa (si se animan, le podemos llamar destino), trascender la comodidad de explicarnos el horror con discursos morales bienintencionados, asumir que lo monstruoso es de todxs —redescubrir, cada día, una curiosidad por el proceso humano, singular y colectivo, generalmente aplastada por las dinámicas veloces de la necesidad.

La urgencia y la necesidad nos hacen acomodar los hechos en las columnas del bien y del mal. Es difícil no quedar tomadxs por la idea de que “esto no debería estar pasando”. ¡Es realmente muy difícil! Podemos decir que esa es la verdadera inercia. La inercia fundamental del ser humano es el relato arrogante que dice cómo deberían ser las cosas. Con esto no nos referimos a que no debamos protestar, sino a que la necesidad de protestar es un sub-producto del hecho de que venimos arrastrando, tal vez hace miles de años, ese viejo debería.

No deberían reprimir, pensamos, pero el hecho es que lo están haciendo. Por no decir: lo estamos haciendo. Quien lea estas palabras, puede hacer, como no, el ejercicio de incluirse en el nosotros en el que jamás se incluiría. No para defender, perdonar o justificar, sino para comprender. Como sea, está sucediendo. Sin necesariamente dejar de protestar y hacer lo posible por que no suceda más, tenemos que también preguntarnos por qué sucede. ¿Por qué sucede lo que sucede? Ese por qué tiene que atravesar las primeras respuestas, fáciles, que despliegan razones de orden histórico, económico, social, para así transformarse en un para qué. ¿Para qué sucede lo que sucede? ¿Qué se nos está mostrando, con un trazo cada vez más grueso?

Si hay algo urgente, es reconocer como el trazo se vuelve cada vez más grueso. El abismo al que nos arrojamos una y otra vez es el surco profundo y ancho de nuestra sensibilidad de supervivencia. La gran paradoja del ser humano es que por sobrevivir se está matando. El de la supervivencia es el camino más transitado, caminar la misma huella nos resulta cómodo y conocido. La comodidad perceptiva (la inercia relacional) nos está matando. ¿Es por inercia que volvemos a caer en las mismas escenas bélicas de siempre? ¿Es para sentirnos a salvo que operamos siempre del mismo modo? Si hay algo urgente, digamos que lo urgente es preguntarnos por la naturaleza de la urgencia. ¿Por qué nos sentimos todo el tiempo tan urgidxs? En lo personal, me pregunto ¿por qué vuelvo a sentirme cada día más o menos de la misma manera? ¿Cómo puede ser que mi atención vuelva a identificarse con (a encerrarse en) el mismo tejido de reacciones y supuestos perceptivos? ¿Es para creer que sé cómo son las cosas? Si es así, me pregunto: ¿soy tan adicto a la estabilidad?

Y lanzo la pregunta: ¿tenemos una adicción a la (impresión de) estabilidad?

Son esas las preguntas que podríamos hacernos —preguntas que no parecen directamente vinculadas a la actividad colectiva, pero que son, en el fondo, profundamente políticas. Una de esas preguntas podría ser ésta: ¿qué harías si tuvieras el poder? Si la primera respuesta es meter presa a la señora de la seguridad, ¿pensás que eso solucionaría el problema de raíz? No digo que no haya que meter presos a los represores, sólo pregunto qué haríamos después. ¿Qué haríamos con el poder? ¿Mandar a los políticos a un curso de meditación? No, está claro, al muro de los lamentos.

Como la del presidente contra el muro, algunas imágenes nos revelan que la realidad tiene mucho de película. Me gustaría que hagan una película sobre un policía que participa de una represión y, al volver a casa, se saca el uniforme de robot y, abriendo la heladera vacía, se pregunta, como la jubilada: ¿qué estoy haciendo?

Después me encantaría ver la película del empresario que, agotado de contar billetes, se pregunta: ¿qué estoy haciendo? Una suerte de No miren arriba, pero sin la sátira fácil que nos repite lo que ya creemos saber —que los empresarios son villanos, codiciosos, idiotas e inflexibles.

También me gustaría ver una película sobre un justiciero que reconoce cómo en sus círculos íntimos reproduce las dinámicas vinculares oxidadas que pretende transformar en la arena social. Después de gritarle a su pareja, el justiciero se pregunta: ¿qué estoy haciendo?

Maturana hablaba de lo importante de la pregunta: ¿te das cuenta de lo que estás haciendo? En general usamos esa pregunta para decir a alguien que está mandándose una cagada. No se trata de eso. No es que nos estemos mandando cagadas, es que no nos damos cuenta de lo que hacemos.

Me cuentan un cuento sobre un matrimonio con problemas económicos. De pronto, por un trabajo momentáneo, la pareja recibe un dinero. Ella tenía ideas sobre qué hacer con ese dinero, pero no dice nada. Él, sin consultarle, le comunica que ya decidió cómo organizarse. Ella se calla porque sabe que si retruca él estalla. Los dos tienen algo de razón sobre cómo direccionar esos dólares, pero no pueden conversar. Pareciera que no saben hacerlo. ¿Cuál es su inercia vincular? Cuando no están de acuerdo, caen en la escena de los gritos y los portazos, como si el melodrama de la especie los poseyera. Qué curioso, pienso, nos cuesta tanto dar espacio a la conversación (la economía) entre dos personas, y, a la vez, pretendemos organizar la economía de millones.

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