Hay días en que ser artista duele

El mundo ya no tiene nada para mí
Ya llegarán alivio y alegría
Por ahora estoy de duelo

Anónimo

Hay días en que ser artista duele. Hay días (no son pocos) en que ser un artista (lo que entiendo hoy por eso) resulta doloroso.

Lo que entiendo hoy por artista: ser humano dedicado afanosamente (casi obsesivamente, casi inútilmente) a señalar en una dirección imposible.

No es que el arte no sirva para nada, es que sirve para propósitos que la razón no alcanza a decodificar.

Otra manera de decirlo: artista es quien sabe que hay una forma no ingenua de asomarse dentro del televisor, como hacíamos de pequeñxs, creyendo que al mirar oblicuo dentro del aparato descubriríamos lo que el encuadre había dejado en el exilio. Artista es quien se ocupa del exilio, quien intenta recuperar lo que se perdió, y también, sobre todo, lo que nunca se perdió.

Hay grados de exilio. La vida social se organiza en torno a un centro de significancia. Lo que está en el centro es lo más importante —la casa de gobierno, el ilusionista de Oz. Los anillos concéntricos del esquema de valoraciones sociales van perdiendo gravedad (importancia, magnetismo, peso) en tanto se retiran a las periferias. Los artistas operan en esas periferias. Hay los que operan en las primeras periferias y se ocupan de proponer a la urbanización psíquica la posible inclusión de sensibilidades marginales; esos serían los artistas comprometidos. Y están los que se ocupan de las últimas periferias, quienes “pierden el tiempo” mirando sutilezas que puede parecer que no tienen ninguna importancia para la evolución del alma humana; esos serían los poetas.

Las montañas más lejanas se ven borrosas, casi parecen no existir. ¿Qué hay detrás de lo que parece no existir?

Poeta es quien se dedica a perder el tiempo con lo que parece ni existir. Con lo que no es urgente recuperar. Poeta es quien deja al tiempo caer, como quien deja caer una moneda de un país al que no volverá. Como no hay nada que decidir, no importa cómo cae la moneda.

Lo borroso de las últimas montañas no puede dibujarse con un lápiz afilado. Hacer arte (al menos, hacer el arte de las periferias últimas) implica, sí o sí, encontrarse de frente y de lleno con lo que la dramaturgia civilizada ha llamado tiempo muerto.

Mi pecado imperdonable es amar al tiempo muerto.

Amar es sólo dar lugar.

Tal vez estoy generalizando. ¡Claro que estoy generalizando! Hablar es generalizar. Voy a seguir haciéndolo, pero intentando mantenerme más cerca de ese centro urbano que llamamos yo. No hables por los otros, se dice. Intentaré hablar de mi experiencia personal como si hubiera una forma no ingenua de hacerlo —como si al hablar de no estuviera exiliando existencia al fuera de campo de lo personal. ¿Dónde deja la experiencia de ser mía? ¿Cuáles son mis últimas montañas? ¿Qué zonas de mí no toleran el trazo fino del lápiz afilado?

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Digamos que soy un artista que siente una gran atracción por lo que no importa. Por lo que se ha definido, o se va definiendo, que no importa. El dolor del que hablo en la primera oración de este texto tiene que ver con ese deseo por lo que nadie garantiza. Ni siquiera se trata de llevar la atención a lo rechazado, no es una militancia inclusiva. No es el compromiso con lo que también merece espacio. Hay una incomodidad, clara, legible, en la misión inclusiva; pero la incomodidad de la que hablo es otra, es la incomodidad de quien invita a una fiesta sin causas sociales —una fiesta sin beneficencia, una fiesta aburrida.

El dolor del anfitrión aburrido. ¿Una fiesta sin hechizos?

Tal vez exagero, pero pienso que el tema es la sobriedad. En todo sentido, sobriedad. Capacidad para des-hechizarnos. Podríamos sintetizar mi dolor como el dolor (la soledad) del abstemio. Ni siquiera me interesa hacer películas que proponen la valoración del espíritu contemplativo. ¿Días perfectos? Estoy hablando del dolor de quien no tiene deseo de reivindicar nada.

Reivindico mi derecho a no reivindicar.

Pero ¿se puede no reivindicar?

Como director de una película, defino una serie de encuadres. Así, propongo dar atención a ciertas cosas y desde ciertos puntos de vista. ¿Puedo proponer dar atención a la atención? ¿Cómo hago? Si filmar es filmar algo. El encuadre elige. Algo. De ahí la pregunta: ¿es hacer cine, por naturaleza, un gesto reivindicativo? Un llamado de atención: esto también vale, dice el encuadre. Pero lo que vale ¿es lo encuadrado en sí, o acaso el mismo acto (la sola posibilidad) de encuadrar?

¿Cómo puedo proponer dar atención a la atención sin necesitar un personaje que pone atención —a los árboles, por ejemplo, con una vieja cámara de fotos?

Flaubert quería escribir un libro sobre nada. Puro estilo. ¿Forma pura? Tal vez debería dedicarme a la pintura abstracta. Pero siempre hay un algo elegido: un color, una nota, una escala. En la abstracción también hay forma. Crear arte es dar forma. Tema. Dar forma es lastimar la indiferencia. Lo que me pregunto es cómo lastimarla poco. Tener forma, pero seguir temblando.

Tal vez no sea posible liberar a la obra de arte de su poder reivindicador, intenciones, rescates, importancias, tema. Si no podemos salir a la calle sin ropa, sí podemos recordar que la ropa no es tan importante. La melodía sólo es una parte. El rostro sólo está ahí para que creas poder reconocerme.

Voy a un concierto y el escenario me dice sólo parte. Siempre quiero ver otra cosa, ni siquiera bambalinas, porque no se trata de descubrir los secretos de la representación; si no me interesa tanto la lentejuela, tampoco me interesa tanto indagar en las maneras viciosas en que el capitalismo nos fuerza a vestirnos así.

Hipótesis: mi dolor profundo, el dolor detrás del dolor aparente, es producto de la idea de que debería ser diferente. Pero ¿ese es el dolor profundo? ¿O es acaso el más superficial? El drama ¿es profundo? El dolor del drama, la incomodidad de quien se rehúsa a la vida, que se agita, impredecible, dentro y fuera de la escena, ¿ese es el dolor más profundo?

Cuando me doy permiso para mirar fuera del escenario, recupero la capacidad de mirar al escenario. Recupero la posibilidad de apreciar la melodía, la lentejuela y sus capitalismos. Recupero el amor por la forma, por el centro, por el ilusionismo. Y reconozco que la forma no es sólo una escena endurecida, insistente, sino que también tiembla. La forma también tiembla. La forma tiembla.

Aunque tiemble, la forma es una suerte de embriaguez. Un hechizo, una hipnosis centralizadora. Percibir una forma es dejarme encantar por una relación. Mirar la materia de una manera. La sociedad es un mirar lo mismo y de la misma forma, compartir socialmente es hacer circular hechizos, brebajes incandescentes en los vasos de plástico de la asociación barrial. Un bingo de domingo a la tarde. Los hechizos sociales son encantamientos colectivos —formas a mirar y formas de mirar. Mi dolor no es tanto el del abstemio como el del reformador pretencioso. Pretendo ingenuamente reformarlo todo, hasta la disolución de las últimas formas.

Es el dolor de quien se rehúsa a jugar al juego inevitable. El juego de la forma. Mi pregunta es cómo jugar al dolor de la forma.

*

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