Chocó, iba mirando el mapa

(Febrero 2022)

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La crónica de un accidente intuido

Quedamos con D para pasear en bicicleta y buscar casa en Parque Chas. Antes de salir pensé: tal vez nos pisa un auto, ¿será que nos tenemos que quedar? Me acordé de Sincronicidad, el libro de Jung donde se cuentan anécdotas de personas que soñaron accidentes que después ocurrieron. Si alguien ya lo soñó, ¿es un accidente? Cuando pedaleábamos por Álvarez Thomas, pensé una vez más en la intuición. Digo “una vez más” porque el de la intuición es un tema recurrente. ¿Qué es eso que llamamos intuición? Si hoy nos atropella un auto, ¿puedo decir que no escuché mi intuición? Pensé que lo de no escuchar la intuición es una idea tramposa; porque la intuición es la inteligencia despojada del error.

Inteligencia – error = intuición.

Aclaro que cuando hablo de inteligencia hablo también de sensibilidad. Tal vez la razón sea la inteligencia despojada de su parte sensible. Error equivaldría a razón —a narración. La hipótesis, acuñada hoy en bicicleta, es que la razón es la inteligencia que depende de la noción de error; mientras que la intuición es la inteligencia liberada (nunca condicionada) por la noción de error.

Intuición es tomar decisiones que no contemplan el equivocarse como posibilidad. Se trata nada más ni nada menos que de la disolución de la encrucijada. Pienso que la encrucijada es una experiencia de la razón —del ego, con sus mapas de caminos contradictorios. Para el ego (el personaje comprometido con sus decisiones narrativas acerca de lo que es bueno y lo que no), un camino lleva al éxito y el otro al fracaso. El personaje funciona en modo binario. Pura polarización. Para la intuición no hay polarización —las opciones no se contradicen. Como no hay posibilidad de equivocarse, ni siquiera hay decisión. ¿Podemos decir que la intuición es la concepción del mundo libre de la noción de accidente? Podríamos decir: si todo es accidente, no hay accidente. O también: la conformidad de la realidad a nuestros planes y mapas es una ilusión (¡una ilusión necesaria!, grita el personaje, y le damos la razón, aunque más no sea para tranquilizarle.)

Parque Chas es hermoso, pero no había nada. Sólo dos o tres carteles de casas en venta. Dimos vueltas, nos perdimos. Qué barrio precioso, qué pena no poder vivir acá. Cuando me empecé a cansar y deprimir, pensé que la casa va a aparecer de modo mágico. ¿Por qué me olvido de la magia? Después pasamos por la dietética donde comprábamos el café en grano (¡sin azúcar!) cuando vivíamos en la zona. No es tan fácil encontrar café sin azúcar; ¡el azúcar está en todos lados!, pero no voy a hablar de eso ahora.

D entró a la verdulería (¡paltas a $90!) y cuando dejé el café en el canasto de la bicicleta, vi un hombre tirado en el medio de Avenida Triunvirato. Una bicicleta estaba tirada al lado. Mi cuerpo se impulsó solo, salté unas rejas que separan la avenida de la vereda y corrí. Me acerqué al hombre, estaba consciente, tendría unos 70 años, su remera blanca empezaba a mancharse con sangre. Se había golpeado la nuca y sangraba mucho. Le dije que no se moviera, pero no me hizo caso; quería entender qué estaba pasando. Levantaba la cabeza sangrante, como si asomándose a la altura pudiera ver el dibujo de errores que lo habían llevado a esa situación tan incómoda. Se acercó corriendo otro hombre y entendí que era el dueño del auto con el que el ciclista había chocado antes de caer. Vi un espejo retrovisor en el asfalto, suelto, quebrado. ¿Qué pasó?, el hombre quería entender. Cuando sus ojos buscaban, la nuca se separaba del suelo y goteaba; ya había un charco. Me asusté, había mucha sangre, pensé que tal vez se moría. Me llamó la atención que, más que respirar y dejar su cabeza en paz, a él le importaba entender qué había pasado —¡si todo estaba yendo bien! ¿Quería entender el error? No sé, decía el chofer del auto. Otros dos hombres cortaron la avenida con unas vallas de una casa en construcción. ¡Que alguien llame a la ambulancia! Uno le dijo al chofer que llevara al hombre al hospital, que estaba a dos cuadras. El chofer se resistía. Mi cuerpo también se resistía, algo me generaba impresión. Me manché la pierna de rojo. No sabía qué hacer y pensé que sólo tenía que estar ahí. El chofer ayudó al hombre a sentarse. El hombre dijo que la ambulancia iba a tardar mucho. Le dije al chofer que lo llevara al hospital. ¿Cómo lo llevo?, dijo. Entendí que no quería manchar su auto. Me pregunté si sacarme la remera y usarla de paño para la cabeza sangrante. El charco ahora era un arroyo, la sangre avanzaba lentamente hacia la vereda. Y él seguía queriendo entender qué había pasado. Alguien me dio una llave y no sé cómo estaba atando la bicicleta a un poste. La llave era pequeña y verde; recuerdo la sensación al introducirla en el candado. La cadena no era tan pesada. Devolví las llaves al hombre, que ahora estaba sentado en una parada de colectivo. Me dijo gracias. Miré hacia la vereda de enfrente y me di cuenta de que había dejado mi bolsa con café en el canasto de la bicicleta. Pensé: qué bueno que no me importó. D salió de la verdulería y me buscó con la mirada. Le grité. Pensé que no sé gritar fuerte —cuando grito, la voz se apaga. ¿Qué será? Corrí enfrente y le dije a D que estaba esperando la ambulancia para un señor que se había roto la cabeza. Me dijo: bueno. Volví a cruzar. Ya no tenía mucho que hacer ahí, pero me parecía que tenía que quedarme. Vi que D desataba su bicicleta y se iba. Me pregunté por qué no me avisaba que se iba. Una mujer se acercó y dijo algo detrás de su barbijo. No entendí. Repitió: ¿alguien llamó a la ambulancia? Creo que sí, le dije. Le pregunté a un chico si habían llamado a la ambulancia; me miró con una expresión que entendí que significaba: yo no soy parte de la escena, sólo espero un colectivo. En el negocio de ropa barata, una vendedora observaba, ni involucrada ni indiferente. Pensé en la indiferencia y en los acontecimientos que generan una diferencia. Pensé que, aunque no lo notemos, todo nos afecta. Pensé en cómo la realidad se había desorganizado. Alrededor de la situación, las cosas seguían moviéndose. Cuanto más cerca de la herida, las cosas se movían más lento. Los que estábamos bien cerca nos dejamos de mover. Chocar también es detenerse. Las personas de más lejos ni se enteraron. Alguien, a la tarde, cruzaría la avenida y se preguntaría si la mancha oscura era sangre o salsa de tomate.

Llegaron tres policías y ahí me pareció que era hora de irme. Tuve el impulso de decirle suerte al hombre, pero no lo hice. Pensé que nunca terminó de notar mi presencia. Me acordé de otra vez en que vi cómo un auto atropellaba a un chico que repartía pizzas en la moto. Lo vi volar y caer, también llegué primero. Me senté al lado y lo acompañé hasta que llegó una ambulancia y se lo llevó. Me acuerdo que el chico me había parecido lindo y cuando escuché el nombre de la pizzería donde trabajaba se me ocurrió pasar unos días después a ver si estaba recuperado y con ganas de saludarme. Cuando la ambulancia se fue encontré un anillo en el asfalto e imaginé que era de él. Se lo devolveré cuando lo visite en la pizzería, pensé. Nunca fui a la pizzería. El anillo vivió conmigo unos años y después, en alguna mudanza, desapareció.

Camino a casa volví a pensar en la intuición. Recordé que antes de salir había imaginado que nos atropellaban. Pensé en la sincronicidad y me pregunté si el caso calificaba para el libro de Jung. También pensé en Margaret, la película de Kenneth Lonergan en que Anna Paquin participa de un accidente en el que un colectivo atropella a una mujer en las calles de New York. La escena es terrible, muy sangrienta; y la película es hermosa, una de mis favoritas. Recomiendo la versión de 3 horas, que representa, para mí, un modo en que las narraciones azucaradas de la mente occidental se limpian de la necesidad de resumir y vender significados empaquetados como pop corn.

Al final siempre termino hablando del azúcar. Sabrán disculpar, pero me pregunto qué películas veríamos (haríamos) si no comiéramos tanta azúcar. Me pregunto qué historias (no) contaríamos si no tuviéramos la necesidad de contrarrestar el adormecimiento producido por una alimentación tan anestesiante. Me pregunto qué significados daríamos a la experiencia —al accidente. Me pregunto si viviríamos con tantos planes y con tanto apuro, qué pensaríamos del error, que maltrata tanto a nuestros mapas del apuro; me pregunto cómo tomaríamos decisiones, qué pensaríamos de la magia, de la sincronicidad y de la intuición.

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