(Mayo 2021)
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Pienso que antes de construir una nueva historia toca experimentar, mucho, ese vacío microscópico, sin duración, que sucede a la pregunta: ¿cómo sería sin historia?
La vieja historia muy probablemente nació por una necesidad evolutiva: la supervivencia. Según una lectura evolutiva, homo sapiens tuvo que aprender a sostener relatos (órdenes narrativos del mundo) para lograr colaborar en grupos grandes y para lograr nuevos niveles de sensibilidad. Para dar ese salto, para aprender a creer (creer es creer relatos, creer es dar crédito a símbolos-generalizaciones), el humano tuvo que insensibilizarse —olvidar algo: creer es olvidar que se cree; si uno cree y sabe que está creyendo, eso no es creer. Creer es borrar de la consciencia (o enterrar en la inconsciencia) el más mínimo espacio para la duda —por lo menos, mientras se opera desde la creencia.
Puede ser que, para operar desde la creencia, el humano necesite respiros —momentos en que la consciencia se permite dudar: dudar, aquí, sería moverse, refrescarse. Si estamos viviendo un apocalipsis o algún tipo de completación histórica, o de apertura transhistórica, tal vez podemos pensar que se trata del final de un ciclo de creencia. Podemos pensar que hace 100 mil años el humano aprendió a creer (hablar palabras: percibir símbolos: generalizar: abstraer: lenguajes con un nivel de complejidad simbólico) y desde entonces no paró. Sí hubo algunos descansos, iluminaciones, despertares, respiros, pero no lo suficientemente poderosos como para resetear esa primera historia (ese primer olvido colectivo de la especie).
Tal vez el nivel de disfuncionalidad de la familia humana actual responde a una escasez de aceite en los engranajes narrativos de su historia. Tal vez no sea la historia, sino lo histórico (el modo histórico de percibir), lo que ya no nos funciona.
Creer es crear el error. Creer es sostener la estabilidad de un orden del mundo —un sistema. Para el sistema y su orden, el desorden es percibido como error. Sostener historias es sostener paradigmas o visiones del mundo. Es sostener formas. Lo que no puede ser calculado por los programas de la forma es percibido como error. Error de cálculo, error en el sistema. Solo un sistema puede percibir error. Y cómo duele, ¡cómo duele percibir error!
Si creer es crear el error, digámoslo: ¡cómo duele creer!
(Notas sobre la herida: la herida como la creación del error: el nacimiento de una historia: a partir de ahora, las cosas irán para este lado: nombrar como recortar el mundo: sufrir como quedar dentro de los nombres del mundo: atrapados en palacio: atados a la historia: toda historia comienza con una herida, un tajo en el continuo indiviso y pre-significante de lo real).
Ese dolor, el dolor de creer, el sistema humanidad no lo quiere sentir. Qué dolor, el dolor de creer (en el error). Para no sentir el dolor antiguo de haber decidido ordenar el mundo de una manera, el dolor de nombrar, la herida de nombrar, el trauma de haber decidido empezar a ver las cosas de una manera (eliminando otras), el humano sigue intentando sostener su ficción. Salir del refugio implica atravesar el dolor de asumir que hemos estado refugiándonos de más.
Cuanto más escapamos del dolor, más quiere doler el dolor. Para creer, tuvimos que no sentir. Ahora, para no sentir el dolor de no haber sentido, intentamos no dejar de creer. Pero ese dolor, todo ese dolor acumulado, está destruyendo la historia —no la historia en tanto recuerdo, o en tanto respeto por el camino transitado, sino la historia en tanto lealtad presente a una identidad apoyada en ese camino pasado. Cuando hablamos de resetearnos, no hablamos de olvidar sino de desvincular, al menos un poco, relato y consciencia.
Cuando se habla de post-verdad, supongo que se habla de verdad en tanto relato, o sea, en tanto ficción. No sé si necesitamos un nuevo mito, una nueva verdad. Tal vez el llamado sea más a reconocer el silencio y reconocer que los mitos son ficciones naturalizadas y que los valores sociales son acuerdos que piensan el futuro desde el pasado. Puede ser que para atender a ese llamado del silencio haya que pasar por primero creernos otra historia. Sobre todo, si nos paramos en la noción de que la supervivencia humana está en juego. Si nos sentimos en peligro, claro, necesitamos nuevas historias para organizarnos (para organizar nuestros temores) y salir con vida del remolino —exista, o no, el remolino.
Aunque eso también es cuestionable. ¿Necesitamos relatos para sobrevivir? Si los relatos (las historias, los mitos) son lo que nos relaciona (la tecnología del acuerdo), podemos preguntarnos ¿necesitamos estar de acuerdo?
Suponiendo que sí, ¿qué tipos de acuerdos necesitamos?
El acuerdo social es un contrato que se articula a partir de códigos morales (generalizaciones prescriptivas acerca de lo aceptado y lo no aceptado). Puede ser que necesitemos otras morales, pero ¿sí? Parece ser que usamos morales (mitos, acuerdos, palabras, razones, motivos) para cubrir baches perceptivos —algo que perdimos o algo que aún no desarrollamos. Podríamos pensar aquí en la intuición, la empatía y hasta en la telepatía.
El problema de apoyar la colaboración colectiva en historias (acuerdos hechos de palabras) es que generamos dependencia y atrofiamos otras maneras de escuchar. Todos habremos experimentado alguna vez esa sensación de no necesitar palabras —la sensación de que la dinámica colectiva se coordina sola. No se trata de renegar de la palabra, pero digámoslo: venimos usando la palabra mucho más para tapar agujeros (para comunicar) que para crear. Pareciera que relacionarnos fuera algo así como arreglar caños rotos. Nos vinculamos como si estuviéramos salvando distancias —eliminando distancias. Creemos que claridad (o armonía) es pensar lo mismo. Y si no nos ponemos de acuerdo, enloquecemos, porque creemos que la verdad está hecha de palabras; y nos matamos, porque creemos que las palabras del otro pueden poner en peligro las nuestras.
¿Podría existir una sociedad sin palabras?
Aunque sea una locura impensable, puede ser interesante hacer el ejercicio de pensarlo. Pensar lo loco, pensar lo impensable. Acercarnos con el pensamiento hacia lo impensable ¿es hacer poesía?
Pudimos creer que la palabra es lo que nos llevó a dejar de comernos mutuamente (como animales). Hoy pareciera ser que son esos intentos de comunicarnos y entendernos con palabras lo que nos sigue moviendo a la aniquilación. Sin las palabras, los enemigos no podrían llamarse enemigos.
Conflicto puede ser definido como intolerancia al desacuerdo. Tenemos una alergia al desacuerdo, por eso usamos las palabras como armas, y las armas como poderosas palabras, para intentar eliminarlo. El punto es que la palabra es en sí un acuerdo (una ficción): gritamos para escucharnos.
Tal vez la palabra sea una herramienta que estamos usando mal. Puede que las armas sean herramientas mal interpretadas. Puede que la ficción sea una herramienta malinterpretada. Las comunidades de abejas y de hormigas, incluso la selva como comunidad, parecen funcionar bastante bien sin las palabras. ¿Será que tenemos que dejar de hablar? No creo que se trate de eso, pero ¿qué pasaría si, más que para resolver problemas, usáramos la palabra para crear? De nuevo, esto de crear —habría que ver a qué nos referimos con crear.
Pienso en la noción de necesidad. Una palabra creativa podría ser una que no responde a ninguna necesidad —o que no diferencia entre lo necesario y lo innecesario. Necesidad sería: todo lo que necesitamos (¿y también lo que creemos necesitar?) para estar vivxs. ¿Necesitamos hablar para vivir? Me gustaría desafiar a la humanidad a pasar un mes sin hablar ni usar las palabras. ¿Te imaginas el experimento? Creo que para llevarlo a cabo habría que preparar sobre todo a las personas más emocionalmente inestables (¿?). Tal vez sería incluso una buena idea crear grupos de contención por pueblos, ciudades y barrios. Me pregunto si en el experimento sería válido escribir, no para comunicarnos con otros sino con nosotros. Tal vez pudiera ser una herramienta opcional. Tal vez el contacto físico se volvería importante. Tal vez la respiración ganaría espacio. No lo sé. Solo pensarlo me produce excitación. El planeta pasa un mes sin palabras.
Los ayunos sirven para desintoxicar y para reconocer dependencias. Sobre todo, nos desintoxicamos de la necesidad —de la idea de necesidad y de la necesidad en tanto idea encarnada. El proceso de abstinencia puede ser incómodo y doloroso, supongo que depende de cuál sea la adicción de cada persona y de los diferentes colectivos. ¿Adicción? Sí, adicción a la palabra.
La adicción es una necesidad innecesaria. El adicto cree que necesita lo que sea que cree necesitar. No lo necesita, cree que lo necesita, y la creencia está tan naturalizada (tan inconsciente) que la siente en su cuerpo. Se vuelve química. Y la necesidad es otra, está detrás. Ahora que lo pienso, tal vez el mes de silencio planetario debería ir acompañado de una práctica individual de indagación mitológica: detección del diálogo interno, reconocimiento de lo que se está creyendo, identificación de los patrones en tanto lealtades a un guión personal, desmantelamiento de la creencia; o más bien, desmantelamiento de la idea de que creer es inevitable: ¿qué me pasa cuando creo?
Porque, claro, podemos no hablar, pero seguir en diálogo adentro con nosotrxs mixs. Preguntas para el individuo: ¿Necesito decirme y creer todo lo que me digo y creo para vivir? ¿Necesito creer que soy quien creo ser para vivir? ¿Necesito recordarme todo el tiempo lo que se supone que pienso del mundo y de mi pareja y de mi madre?
Todo eso que me digo, ¿puedo saber que es verdad? (Ver el trabajo de indagación de Byron Katie). ¿Cómo se siente creer que es verdad? ¿Cómo se sentiría si por un momento no lo creyera?
Entonces, la desintoxicación tendría que ver con reconocer que todo lo que afirmo con palabras es ficción. Como dice Byron Katie, no tiene sentido pedirle a la mente que no piense, porque la mente piensa, es lo que hace. Pero sí que podemos cuestionar los pensamientos que nos creemos y reconocer que nada que pueda nombrarse es verdad. Tao. El Tao que puede nombrarse no es el verdadero Tao.
En fin, hablamos de hacer silencio. Y hacer silencio no es callarse sino escuchar. Escuchar, ¿qué es escuchar?
Cuando me hago esa pregunta, algo pasa. Sospecho que eso que pasa después de la pregunta es el silencio. Tal vez crear sea escuchar el silencio. Silencio es lo que está más allá del binomio necesario-innecesario.
Para crear necesitamos reconocer los bordes de la necesidad. Realmente ¿qué necesitamos para vivir? ¿Qué necesitamos y/o qué no necesitamos para sentir cierta felicidad? Pienso que hemos perdido contacto con la necesidad verdadera porque hemos decidido narrar nuestra necesidad: hoy YA sabemos lo que necesitamos. La necesidad ya está narrada. Lo que creemos necesitar es lo que nos hace ser YO. El YO es el relato de una necesidad. Entonces crear (escuchar el silencio) es reconocer lo que hay más allá del yo —hacia dónde florecemos.
Es cierto que puede haber cierta creatividad que surge de la necesidad (de la supervivencia), pero es mínima en relación a la creatividad que acontece cuando el YO se reconoce como antena —receptora de lo otro. Para funcionar como antena, el YO necesita despejar su cielo. Su cielo está nublado de historias.
Sea como sea que lo haga, para captar señales sutiles/complejas el dispositivo creador llamado ser humano tiene que generar claridad en cuanto a lo que realmente necesita. ¿Necesitamos usar tanto las palabras para coordinar socialmente la supervivencia? Ocupados en aplastar cabezas enemigas, los martillos no pueden ser usados para clavar clavos y colgar estantes para ampliar la biblioteca cósmica. Pienso que una enorme (ENORME) creatividad puede ser desbloqueada si reconocemos, no solo intelectualmente, que no necesitamos las palabras para sostener la vida. Al menos, no tanto.
Ocupadas nuestras voces en el intento de ponernos de acuerdo, los seres humanos no estamos pudiendo cantar.
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