(Febrero 2022)
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Pienso que hay una confusión acerca de lo que llamamos honestidad.
—Honestidad es decir la verdad —decimos—, no mentir.
Me pregunto: ¿honestidad es ausencia de mentira? ¿La verdad no incluye a la mentira? ¿Ser honestxs es no decir mentiras? ¿Podemos no decir mentiras?
Pienso que no, que no podemos; y no porque seamos malvadxs, insincerxs, defectuosxs, estúpidxs, sino porque mentir es parte de nuestro condicionamiento —iba a decir naturaleza, pero mejor no usar esa palabra extraña.
No sabemos cuál es nuestra naturaleza, si es que acaso tenemos una —la naturaleza ¿es una propiedad salvaje perdida en el fondo de los tiempos? ¿Qué es natural? Más que de naturaleza, hablemos de condicionamiento. Cada especie firma un contrato vitalicio con sus condicionamientos específicos; uno de los nuestros (uno importante) es el lenguaje —el lenguaje particular que llamamos ficción.
No se trata de justificar la mentira, la farsa, la corrupción y la hipocresía. Se trata de comprender de dónde vienen (de dónde siguen viniendo), por qué y para qué. La misma palabra mentira está cargada de historia y negatividad. En su lugar, prefiero usar la palabra ficción.
La oposición entre ficción y realidad es un clásico gastado: solíamos creer, y seguimos creyendo, que la ficción no es real y que la realidad no incluye a la ficción. Tenemos esta mente binaria que nos dice que los opuestos siempre se excluyen. ¿No es eso mismo la ficción? Un sistema dual de inclusiones y exclusiones —un espacio exclusivo. Al hiper-valorar (por no decir: idealizar) la honestidad (la verdad), pretendemos excluir a la ficción, como si ser honestxs fuera revelar un fondo puro y original, ideal, exento de toda construcción artificial, sin pose ni artificio.
La idea de lo artificial me parece una trampa —como tramposo es cualquier ideal, y encantadora cualquier dualidad. Así como oponemos honestidad con mentira, y realidad con ficción, oponemos naturaleza con artificio. Sostenemos la idea de que somos creadores de lo artificial, y así, rechazando la máscara, intentamos sostener los ideales románticos de naturaleza, pureza, paz y amor; nos esforzamos, sin muy buenos resultados, por crear vínculos sin impureza, sin guerra y sin desprecio. SIN (en inglés: pecado). ¿Cuál es el verdadero pecado? ¿Será nuestro pecado profundo la pretensión de excluir experiencias?
Buscamos excluir posibilidades, como si la impureza, la guerra y el desprecio no fueran ingredientes inevitables de la danza interpersonal. Como si pudiéramos usar conceptos luminosos para excluir del tablero de juego las oscuridades y las densidades.
A esa danza de exclusiones le llamamos, sin muchos pelos en la lengua, amor. Pensamos al amor como un jardincito vip.
—No peleemos —decimos, y nos creemos muy conscientes.
Pero:
—Los que se pelean se aman —decíamos en la infancia.
¿No teníamos razón?
Pienso que no sabemos qué es pelear, y por eso intentamos evitarlo. Por eso creemos que el amor (la paz) no incluye a la guerra. La guerra, toda guerra, en el fondo, es un intento de eliminar la guerra. Peleamos para no pelear. Esa es mi hipótesis fundamental —y no es mía. Digo: no peleamos para pelear, peleamos para que uno gane y el otro pierda —es decir, no peleamos para descubrir por qué peleamos, sino para terminar con la pelea. ¿Peleamos para no descubrir por qué peleamos? Buscamos sacarnos la guerra de encima, como quien se arranca un síntoma —y, medicina mediante, nunca descubre qué lo generó. Peleamos para no escuchar al síntoma, para que el síntoma pierda la batalla. Que quien pierda sea siempre, por favor, el otro.
Quien pierde es por definición el otro. Porque el YO, cuando pierde, organiza la experiencia para creer que ha ganado. Ha ganado una pérdida. Ha ganado, al menos, la etiqueta de perdedor. El ego busca etiquetas, no importa cuáles. Cualquier definición es leída como triunfo. El ego no soporta no definirse. Prefiere ser el perdedor a no saber qué es. El verdadero enemigo del ego no es el mal, sino el misterio.
La incertidumbre.
Incertidumbre es el nombre de lo muy otro. Lo ingobernable. Lo sin rostro ni forma ni nombre ni cuerpo —el enemigo inexistente, el monstruo ilusorio.
Sin monstruo, no hay héroe. Sin enemigo, no hay ego.
El ego es el Soldado del Adentro que reacciona para defender y gobernar situaciones nuevas en base a mapas del pasado. Cuando nos damos cuenta de que tenemos un ego, intentamos dominarlo, gobernar sus impulsos reactivos. Reaccionamos a su reacción. Nos decimos que reaccionar está mal, pretendemos eliminar los estallidos, acusamos al personaje de mentiroso.
Pero el personaje no es un mentiroso, el ego es sólo un Quijote que consumió demasiadas aventuras de supervivencia y fantasea gigantes donde no los hay. El ego necesita enemigos, como el gato de departamento necesita fingir peligros de muerte —el ego (el héroe) es el tigre de la sabana, pero en un bonito hogar calefaccionado. Si el gato es un tigre domesticado, el ego es un héroe acomodado. La hipocresía es una inercia, una guerra innecesaria.
La confusión con la honestidad es la misma que la confusión con la paz y el amor. Creemos (nos gusta creer) que el amor excluye al desprecio. Lo que hacemos, sin darnos cuenta, es despreciar al desprecio —rechazamos al rechazo.
¡Cortocircuito! El humano es un animal en cortocircuito. ¡Tigre encerrado!
Rechazar al rechazo fortalece al rechazo. Reaccionar a la reacción sostiene y alimenta el comportamiento reactivo. Pelear contra la guerra (creer que la guerra no debería existir, pelear para no pelear) es una forma de no mirarla de frente —tenemos que comprender de qué se trata eso de pelear.
La idea es ésta: la paz no se consigue al final de la guerra, así como la verdad no se alcanza cuando caen las mentiras. Honestidad no es decir la verdad, honestidad es reconocer que mentimos. Mentimos en formas muy sutiles, todo el tiempo. Pero no se trata de un problema moral; es nuestro condicionamiento. De nuevo, no estoy justificando la hipocresía, apunto a comprender de dónde surge y para qué. Para sobrevivir tuvimos que ensamblar al Soldado. El Soldado sigue en servicio, aunque ya hayamos sobrevivido. El tigre sigue rugiendo, aunque acostado en el sillón. El ego sigue al volante, aunque ya hayamos llegado. La máscara sigue puesta, aunque la función haya terminado.
La herramienta de supervivencia que llamamos personalidad produce una inercia grande. Somos animales insistentes. Reconocer los modos inertes en que seguimos funcionando pide energía. Para tener la energía suficiente como para reconocer que mentimos, necesitamos comprender profundamente de qué se trata eso de mentir.
¿Somos la única especie que miente?
¿Qué hay del gato que se inventa esas batallas contra las pelusas de la alfombra? ¿Qué hay del camaleón, que se camufla? Los animales y las plantas también tienden sus trampas. La realidad se manipula a sí misma, la coreografía es compleja, la flor tienta a la abeja, la naturaleza seduce a la naturaleza; las sequoias, que necesitan prenderse fuego para abrir sus frutos y reproducirse, ¿piden secretamente a los guardabosques humanos que las incendien?
Tal vez no seamos la única especie que miente, sino la única que rechaza la mentira. Creemos que el problema es la mentira (la falta de honestidad), pero el problema, pienso, es no comprender a la mentira.
El filósofo y psicoanalista Slavoj Zizek propone que realidad e ilusión no se oponen. La encrucijada planteada a Neo en Matrix es una trampa cultural. Es una simplificación (tal vez necesaria, pero no suficiente) creer que sólo hay dos píldoras: una para seguir durmiendo, otra para despertar. Quiero una tercera píldora, dice Zizek. Se trata, propone, de reconocer la realidad de (o en) la ilusión. La realidad no está detrás de la máscara. La máscara es parte de la realidad. Podríamos decir: se trata de aprender a amar la ilusión —al ego, más que asesinarlo, necesitamos abrazarlo. Si el mundo es un mapa, ¿no tendríamos que aprender a amar el mapa? Si el monstruo es un niño asustado, ¿no tendríamos que abrazarlo?
Pensemos al mapa como un diagrama que el cerebro hace del mundo; pensémoslo como un tejido de conflictos. ¿Por qué un mapa es de por sí conflictivo? Los caminos, si bien ayudan, también traen problemas: los caminos arman conflicto: la tensión entre lo que se incluye y lo que se excluye, la suposición de que, ante la encrucijada, hay que decidir por dónde ir —como si hubiera caminos mejores que otros.
—Es por acá —dice el mapa de caminos.
Pero ¿quién dice?
Ante el conflicto entre mapa y territorio, ante la tensión irresoluble entre código cultural y libertad creativa, ante la polarización entre pertenencia y locura, tendemos a elegir uno de los polos. O nos adaptamos o nos rebelamos. Elegir uno de los bandos equivale a rechazar la tensión. El conflicto es, en el fondo, el intento de eliminar una tensión (una complejidad). El conflicto (la guerra) es el intento de simplificar una situación compleja. ¡La vida!
Pienso que rechazar el conflicto es no comprender el juego, intentar escapar del juego, no jugar en serio.
Jugar en serio es honestidad radical. Jugar en serio también es reconocer que el ego necesita mentir —ficciones. Jugar en serio es aceptar el nivel de honestidad al que podemos acceder en cada momento —la diferencia entre invitarnos a más, y exigirnos más. Damos lo que podemos, la radicalidad de la honestidad no es un ideal. La honestidad no puede ser un ideal, porque un ideal es una imagen, es decir, una ficción, es decir, una mentira.
Idealizamos la honestidad.
Lo profundamente radical es reconocer en qué nivel estamos mintiendo, reconocer en qué nivel idealizamos la verdad. Jugar en serio es reconocer que estamos jugando, y jugar implica mentir: el juego incluye la ficción, la pose, la armadura, la manipulación, el gesto, la intención, la narración, la encrucijada. El proceso por el que el ser humano se va abriendo a vivir más libre de sus relatos (no SIN relatos, sino reconociendo que sus relatos son relatos) es un proceso gradual. La honestidad no se puede apurar. Tendemos a pensar la cuestión como un problema moral: mentir no está bien, decimos, lo correcto es decir la verdad. Ojalá fuera tan simple: ojalá fuera simplemente seguir las reglas del manual. Pero la honestidad no es una Ley, externa, autoritaria y excluyente.
No es tan simple, estamos llenxs de inseguridades, de dudas, de temores, de heridas no sanadas, de preocupaciones y de frustraciones, de apegos a la química de lo que creímos ser. No se trata simplemente de proponernos: no voy a mentir más. También puede, en parte, tratarse de eso, porque pienso que sí llevamos pieles que ya están listas para caer; y que, con gestos voluntarios, pequeñas torsiones del espíritu, podemos ayudarlas a caer, a reconocerlas ya caídas… Pero no es solamente eso. No es solamente proponerse con voluntad: a partir de hoy, seré muy honestx. No, sobre todo, si seguimos creyendo que ser honestxs es no mentir.
Somos un animal mitómano. Tenemos que asumirlo. Mentimos para protegernos, porque tenemos miedo —porque tuvimos miedo. Mentir es fingir, y fingir es hacer cualquier cosa cuya función sea proteger algo —una forma, una identidad. Mentimos (hacemos ficción) para protegernos. En ese sentido, la guerra es una mentira. Peleamos para protegernos, peleamos para no reconocer que peleamos para protegernos. Libramos batallas para no asumir que estamos asustadxs. Reaccionamos, peleamos, fingimos, actuamos. Actuamos para protegernos, para sostener y justificar nuestras identidades —individuales, sociales. ¡Estamos actuando! En niveles muy sutiles, estamos casi que todo el tiempo actuando. Posando, fingiendo, pretendiendo, manipulando lo real, reaccionando, siendo como sabemos ser, como sabemos que somos, como recordamos que éramos.
Por supuesto, amar al ego no significa dejarle conducir la nave. El ego no puede conducir, porque siempre está mirando el mapa. Y su mapa, por definición, es viejo. Quien mira el mapa no puede conducir. Pero no por estar apegado a sus mapas merece el ego ser expulsado de la nave. Cuando intentamos expulsarlo, lo sabemos, los resultados no son muy felices. El niño herido y asustado, cuando es reprimido, se transforma en un monstruo violento.
Pienso que rebotamos entre esos dos polos: ego al volante, ego expulsado. Pienso que estamos aprendiendo a vivir con esa estructura perceptiva tan poderosa que tuvimos que fabricar para sobrevivir. Pienso que honestidad es aceptar el proceso, asumir el desafío, amar la dificultad. Somos un animal difícil, somos un dispositivo complejo, a la vida le está tomando tiempo enseñarnos a bailar.
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