¿A qué responde nuestro interés? ¿Por qué nos interesamos por algunas cosas y por otras no? ¿Cómo sería entrenar el interesamiento? ¿Qué sucede, se pregunta Stanley Cavell, cuando nos interesamos por la propia experiencia?
En El arte de la ficción, John Gardner dice que a los seres humanos nos interesan las cosas que nos benefician, nos repelen las cosas que nos amenazan y nos son indiferentes las que no nos benefician ni amenazan. Este modo de entender el fenómeno del interés está ligado a la supervivencia. Más que interés, hablaría de necesidad.
Hay una primera concepción del amor que tiene que ver con la supervivencia. Amamos lo que nos cobija, nutre y asegura el sostenimiento de una forma. Madre, padre, la familia. Hay otra concepción del amor que tiene que ver con la singularización y el crecimiento —el encuentro con lo otro. Se trata de un impulso hacia la otredad, una curiosidad por lo que nos transforma.
Digamos entonces que hay un interés ligado a la necesidad y un interés ligado a la curiosidad. De las cosas que nos interesan, hay algunas sobre las que podemos explicar por qué; hay otras que no sabemos para qué nos interesan. Suele ser más fácil explicar por qué nos interesa lo que necesitamos que por qué nos interesa lo que nos da curiosidad. La curiosidad es, justamente, un gesto hacia lo que todavía no podemos explicar. El gesto poético no es inútil, pero nos impulsa más allá de las necesidades de supervivencia, hacia la transformación.
Es posible que la división conceptual tajante entre necesidad y curiosidad sea tramposa, pero me sirve para distinguir entre el impulso de conservación y el de transformación. La actividad artística se debate entre ambos impulsos.
Cuando hacemos arte, hay veces en que podemos explicar por qué nos interesamos por un tema, incluso por qué creemos necesario que ese tema sea explorado. En gran medida, el arte en tanto actividad social sirve como contexto seguro para explorar zonas inciertas —un ejemplo claro es el cine que toca problemas de género. El arte de la ficción es un laboratorio en que el ser humano ensaya aperturas y recalibrados de su sensibilidad.
Hay otras veces en que el gesto artístico parece apuntar a zonas más indescifrables y difíciles de justificar. El arte abstracto podría ser un ejemplo extremo. Como los artistas suelen necesitar apoyo, y como para dar apoyo la sociedad necesita explicaciones, la curiosidad tiende a ser organizada en estructuras de sentido que llevan nombres como motivación del director. Para recibir subsidios, hay que presentar carpetas; las carpetas tienen que decir algo, pero lo que dicen no es todo lo que el arte produce.
Tampoco es sólo por la necesidad de solicitar apoyo social que el artista organiza sus ideas; al mismo experimento artístico le sirve definir direcciones y zonas de interés. Cuando los proyectos creativos son colectivos (todo proyecto es en el fondo colectivo), son en gran medida esas ideas motivadoras lo que genera, al menos en un nivel básico, la cohesión y la coherencia grupal. El interés colectivo se coordina mediante razones y relatos.
Lo importante de notar es que, finalmente, no son sólo esos relatos y razones lo que la actividad creativa va a explorar y desplegar. Muchas veces, los intereses que pueden ser nombrados son excusas para encontrarse con otras cosas, inesperadas y sorprendentes. La motivación sirve como estructura para encontrarnos con la inspiración. No podemos saber qué vamos a ver cuando giremos hacia el misterio.
Lo que llamamos inspiración podría ser pensado como un impulso hacia lo que no tendría por qué interesarnos. La actividad artística podría ser pensada como un campo de exploración del propio interés. La exploración nos puede llevar a interesarnos por lo que creíamos nos era indiferente.
No sabemos si la indiferencia total existe (si algo entra en nuestro campo de atención, ¿hay indiferencia?), pero supongamos por un momento que sí. Si la indiferencia existe, lo que se encuentra en esa zona de in-diferencia sería lo que nuestra atención, como dice la palabra, no puede diferenciar. Cuando nos interesamos por algo, generamos recorte. Observar algo es recortar el campo de lo indiferenciado. ¿Qué sucede cuando nos interesamos por el mismo interés? Cuando al final de Los Fabelmans John Ford le pide a Samy que describa unas pinturas, le invita a notar no tanto el contenido de los cuadros como las posiciones de la mirada del pintor. El arte nos llama la atención sobre las cosas del mundo, pero sobre todo sobre nuestras formas de poner atención.
Susan Sontag proponía algo así como que un escritor es alguien que tiene la capacidad de interesarse por todo. No es que el arte nos diga que todo es valioso, pero sí nos sugiere que todo puede tener valor —porque, en el fondo, el valor es una construcción de la mirada.
En medio de lo que nos interesa y lo que nos es indiferente, podríamos localizar un territorio incierto, lleno de cosas que nos podrían interesar, tal vez, en ciertas circunstancias, o con ciertas actitudes; también, claro, podrían no interesarnos. Al escribir, al hacer un arte, a veces llegan a mí (el yo es como una antena) esas cosas que me interesan, como si me estuvieran pidiendo que hable de ellas, que las toque, las investigue, les de forma. A veces tiro la red y pesco las pasiones que se harán banquete. Amores y odios son material de nuestras esculturas. Pero ¿qué sucede con lo que no amamos ni odiamos?
¿Qué sucede con el mundo de lo que nos es (casi) indiferente —lo que no nos confirma ni nos destruye? ¿Podemos entrenar maneras de interesarnos por las cosas más allá de las necesidades de supervivencia? ¿Tiene sentido el ejercicio? Escritor, artista, es quien tiene el potencial de interesarse por todo.
Vamos a ver una obra, un concierto, una lectura, una película… Vamos a una fiesta o a una reunión… Vamos a los acontecimientos y… Nos interesamos, no nos interesamos. Pero ¿cómo funciona el interés? Muchas veces me descubro en esta actitud: “A ver, muchachos, ¿qué tienen para darme?” Me ubico en la butaca del príncipe y espero que lxs otrxs me den una alegría, incluso varias. A veces tengo que esperar, y mucho, hasta que la alegría llega. A veces no llega.
Si bien es aquel otro ser humano el que está haciendo una función, o dando su fiesta, ¿es enteramente su responsabilidad el que la fiesta funcione?
Ya la pasé mal en Hawaii y ya la pasé muy bien limpiando hongos con lavandina en el techo de un baño. Ya sé, entonces, que paraíso e infierno no son lugares definidos e incondicionales, sino modos de estar en los lugares. Perspectivas. Ya sé que la atracción está más del lado del que mira, y que el sabor de la manzana (¿decía Borges?) no está tanto en la manzana como en el paladar.
Entonces, sí, hay cosas que me atraen más y cosas que me atraen menos. Las preferencias personales. Mi pregunta es: ¿esa atracción es algo dado? El amor… ¿es algo dado? ¿Qué sucede cuando nos atrae algo (o alguien) que no se corresponde con nuestros parámetros habituales de belleza, gracia y conveniencia?
A veces, lo que creemos que nos interesa no nos interesa. A veces nos encerramos tanto en la idea de qué es lo que deberíamos estar atendiendo, que no le damos permiso a nuestra atención de encontrarse con… algo, lo que sea. ¡Los pájaros!, me decía X, estaba en la plaza y creía que tenía que deleitarme con los pájaros, sólo porque yo sé, porque yo ya sé, que los pájaros me encantan.
¿Podemos no interesarnos por algo que suponíamos nos interesaba? ¿Podemos no interesarnos por los pájaros?
¿Te gustaría recibir novedades y un libro de regalo?
Vamos a un baile y, claro, hay que estar en la pista de baile. Como es un baile, hay que interesarse por el baile. Pero si al baile van niñxs pequeñxs, probablemente ellxs estén jugando detrás de la pista, en el estacionamiento, en los pasillos y los baños. Los humanos en proceso de formación todavía no se atan a la idea de que la cosa debe suceder en la pista de baile. Para lxs niñxs, el interés —el entusiasmo, la atención, el amor— va donde va, en cada momento, y punto.
Me pregunto si la adultez no es algo así como la regulación de nuestros intereses. La adultez, como la regulación del amor. Al menos, digo, la adultez entendida como obturación de una supuesta pureza perdida. ¿Una adultez inmadura? ¿Será el madurar una exploración de nuestras formas de interesarnos por la experiencia? Si el sufrimiento es un intento incómodo, pero conocido, de no sentir el dolor de interesarnos por la experiencia, ¿será madurar un proceso inacabable de recuperación de interés y atención?
La forma verbal “me interesa” habla de que el sujeto del interés es eso otro que opera sobre un yo objetivado; la forma “me intereso” habla de que el sujeto del interesamiento es el yo que actúa sobre sí mismo. Tal vez, no se trate ni de una ni de otra, sino de una conjunción de ambas, un encuentro de sujeto y objeto en una suerte de danza de acercamiento que disuelve las nociones de sujeto y objeto —con el ejemplo de la flor y la abeja, Deleuze blande el término devenir. No es que la abeja se interesa por la flor o que la flor se interesa por la abeja, hay un devenir indiscernible entre ambas entidades, casi como si una inteligencia superadora las uniera en una zona de interés mutuo de doble dirección.
Alguien me habla. La historia que me cuenta no me interesa. ¡¿Qué hago?! Puedo intentar interesarme por algún aspecto de su historia; si no, escuchar el timbre de su voz; si no, sus manos moviéndose al hablar; si no, el color de sus ojos… Y si no, su entusiasmo: si no me interesa el contenido de lo que me cuenta, me puedo interesar por su interés, por su estado de ánimo, y tal vez descubro que lo que me está contando, más que una historia, es un estado de ánimo. Acaso así, luego, me puedo interesar por lo que cuenta. O no, tal vez sólo puedo interesarme por el hecho de que no me estoy pudiendo interesar. Puedo, entonces, pedirle que se calle. Y ver qué sucede —interesarme por lo que sucede. El desinterés no existe.
Pienso en las cosas que me son indiferentes. El rugby. ¿Hay algo ahí para mí? ¿Qué me puede interesar del rugby? Hago una lista de cosas que me son indiferentes. ¿Será esa lista la posibilidad de ensanchar los territorios de mi curiosidad? ¿Necesita la curiosidad ser entrenada o, más bien, solamente desbloqueada? ¿Cómo desinhibimos la curiosidad y el interés? ¿Por qué (para qué) decidimos que ciertas experiencias no son dignas de nuestra atención? ¿Será el sufrimiento solamente una señal que nos indica la posibilidad de recuperar interés?
Cabe también la posibilidad de que nos forcemos a interesarnos por cosas que no nos interesan. Mandatos. Leer libros importantes. Cultivar intereses, gustos, amores, es una cosa; forzarlos, es otra. ¿Dónde está el límite?
Algo te es indiferente y aparece alguien apasionado por la cosa. Te habla de la cosa en cuestión. De pronto, ves algo que no habías visto. A través de la pasión del otro, algo se enciende.
En definitiva, me pregunto si tiene alguna importancia el qué. Qué amamos, qué atendemos, qué observamos. O si lo que importa —si es que algo importa— es el estado de atención disponible (le llamamos amor), más que el objeto de nuestro amor/atención.
Pema Chödron cita a un maestro de budismo, que dice algo así: todos amamos algo, aunque sólo sean las tortillas. Facundo Cabral decía: no estás deprimido, estás distraído. Mi padre se sorprendía cuando yo le decía que estaba aburrido. ¿Cómo podés aburrirte, me decía, con todo lo que hay para hacer? (Más que hacer, diría atender).
Siempre hay algo que atender, aunque más no sea la propia atención. Siempre podemos dar atención a la atención. Retirar el foco de las cosas del mundo y darnos cuenta de que nos damos cuenta.
Entreno lo siguiente: dejar de esperar que me hagan la fiesta (la vida, la peli, el libro, la obra de teatro, una persona, una compañía…); entonces, pruebo hacerme mi propia fiesta, lo que tal vez no sea más que reconocer que cualquier momento de experiencia tiene algo para celebrar, y que celebrar tal vez no sea más que no-rechazar.
Entreno entonces este cambio de actitud: pasar de preguntarme “¿qué me interesa?” a preguntarme “¿cómo me intereso?”. También podría ser: ¿dónde está mi interés ahora? ¿Qué estoy amando ahora? O la pregunta por la negativa: ¿cómo estoy inhibiendo, en este momento, el interés natural por la experiencia? ¿Será todo esto madurar? ¿Será madurar una recuperación de un interés natural? ¿Es la así llamada naturaleza una suerte de tejido de intereses multidireccionales?
Aparece la idea de lo natural. Si observamos a las criaturas nuevas de cualquier especie, pareciera un hecho universal y evidente el que nuestros primeros encuentros con el mundo están llenos de lo que llamamos asombro y curiosidad. De ahí podemos suponer que ese modo de existir es más natural que el que le sucede después, sobre todo en el ser humano, que pareciera, en gran medida, ir apagándose y volviéndose más selectivo. Sí, aclaremos, selectividad no implica necesariamente un adormecimiento de la curiosidad. Ser selectivxs también puede tener que ver con el enfoque de nuestra singularidad. De ahí que podamos preguntarnos si nuestras preferencias personales selectivas vienen de una necesidad de conservación de una estructura identitaria (zona de confort) o de una curiosidad puntillosa y filosa que precisa de la puntería.
La educación humana orientada a la supervivencia implica el aprendizaje de un tejido de desprecios y desintereses. Para sobrevivir, aprendemos a quitar atención del mundo y elegir sólo lo que nos nutre y garantiza seguridad. El ego puede ser pensado como una estructura de desintereses. El interés es codificado en la construcción de ese aparato perceptivo limitante que llamamos personalidad. De ahí que, al crecer, seamos tan específicos, por no decir quisquillosos, con lo que aceptamos que puede merecer nuestra atención. No se trata de que debamos interesarnos por todo, se trata de investigar en qué medidas, y de qué modos, las inhibiciones del interés personal responden a patrones viejos de conservación.
Ser felices es prestar atención. La felicidad es sólo un estado de atención disponible, una no-obturación del interés. Pareciera que para ser felices necesitamos des-obturar nuestra capacidad de dar atención. Cuando ponemos atención, ya estamos celebrando. Dejamos de esperar que la vida nos haga la fiesta, reconocemos la disponibilidad vibrante de nuestro interés. Es para mí importante dejar de esperar, al menos unos minutos por día, que la vida me haga feliz; tal vez, por qué no, ser yo quien hace feliz a la vida.
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