(Septiembre 2021)
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El reflejo del sol en el lago no me deja ver a los patos —supongo que son patos. Pocas veces vi el agua tan tranquila. Dos nenes desnudos hacen cosas en la orilla. Uno tiene un palo, el otro se sentó al lado del padre. Su padre permisivo, pienso, y ellos, tan nenes y desnudos, y tan para mi mirada, tienen una libertad —una manera, una posesión, que llamo libertad. Digamos que no le ponen tanta atención al límite entre el agua y la arena. Qué trampa. En la búsqueda de definición, están al borde de perderlo todo. Una niebla no muy densa hace que mi cuerpo, casi desnudo, se vea como lavado. Una línea de Chejov me trae a la escritura; es el final de una carta de 1893, y dice: “Lo que más éxito ha tenido es el segundo acto, en el que la pequeña vida de todos los días consigue abrirse paso a través de las máximas y las verdades sublimes.” Pensé que viviendo cerca de la playa bajaría más seguido. Por unos cuantos meses, la excusa fue la cuarentena. Nadie me obliga a pasear, es cierto, pero nadie me obliga tampoco a trabajar así. ¿Trabajo de más? Estoy obsesionado (o entusiasmado) con el borde entre entusiasmo y obsesión. En otra carta, ésta de 1889, Chejov dice: “Mi alma está llena de pereza y de un sentimiento de libertad. Es la sangre que bulle al acercarse la primavera.” Antes de poder pensar que mi sangre también bulle por la primavera, se antepone un pensamiento que me propone esto: Chejov escribe parecido a Cheever. Pienso en los Diarios de Cheever, tengo el libro en Buenos Aires, es uno de mis así llamados favoritos, ¡lo extraño! Cheever, qué alma deambulante y confinada. La niebla se densificó y empiezo a sentir frío. No quiero vestirme todavía. Qué extraño es no poder cruzar la frontera. Qué extraño es extrañar. Qué extraña la idea de frontera. Es verdad, como dicen, que no me puedo quejar —pero ¿quién dice que lo que dicen es verdad? Desde que Viktor Frankl se sintió libre en un campo de concentración, todo perdió sentido. Hoy, gracias a Viktor, este lago hermoso puede también sentirse mal. Y las fronteras, con la densidad de su realidad imaginada, pueden no significar. Porque (y esto sí que es verdad) no sé qué es lo que creo que hay del otro lado. En el momento en que me pongo la polera me da piel de gallina. Miro mis piernas, retraídas y punteadas por la idea del frío. Leo y escribo, casi al mismo tiempo. Las fronteras me incomodan (me duelen) cuando las pienso como una escritura ajena. ¿Quién me dice que no? Si escribo es para recordar que las cosas no tendrían por qué ser diferentes —y eso es así, aclaremos, no porque las cosas son así. Las cosas no podrían ser diferentes, pero no porque sean como son. Realidad significa relato. Las cosas no podrían ser diferentes porque las cosas no son (no están siendo) de una manera. ¿Quién dice que las cosas son de esta manera? Para pretender cambiar, primero hay que definir. La trampa necesaria de la rebeldía es que olvida que el mundo del que se recorta también es una ficción. Hay trampas que son necesarias. ¿Para crecer? Necesito rebelarme, pero solo un rato. En una casa del camino de la costa, alguien practica escalas en un saxo. Creo que es un saxo, pero, quién dice, tal vez se trate de un pato habilidoso. Cuando termino esa oración, un pato sobrevuela el lago, golpeando el agua con las alas; apura a otro, más quedado, que le sigue hasta que se sumergen, ambos, en el reflejo violento del sol. Ahí no puedo mirar, pero no importa. Lo importante es lo que suena. Atrás el saxo, adelante los patos, a un lado ladridos y motores, al otro maderas y viento. También están las voces, que parecen venir de todos lados; y, encima mío, el lápiz, que se erosiona, obsesivo o entusiasta, sobre el papel del cuaderno ahuesado que compré hace unas semanas en la librería de la calle O’Higgins. Me sorprende que el cuaderno me esté durando tanto. No tengo mucho que contar, parece. Chejov habla de los temas sobre los que uno puede, o debe, escribir. No lo citaré cuando opina sobre lo importante. Se contradice, pero eso está bien. Lo importante es no tener nada importante que contar. Hoy logré detener la producción (la solemnidad) y después de un rato de paseo ya puedo oler la potencia brutal de la vida. Es tan potente, tan arrasadora. “Gastó tanta energía”, grita un chico que pasa caminando; habla en un tono que hace que nos sea demasiado fácil definir: está loco. ¿Quién dice que está loco? Mi cuerpo se retrajo, como si una voz tribal me invitara a proteger. ¿Proteger qué? El humano en cuestión, por su parte, tal vez ajeno a mis prejuicios, camina y habla, así, narrado, definido por el estereotipo del cuerpo que camina y habla solo, así, como se supone que hacen los locos. ¡Y nadie sabe si está loco! La vida, ¡nadie sabe! Como sea, ¿qué pensarán los locos de temas como la importancia, Chejov, la felicidad y la frontera? Tres perros dorados entran al agua. Uno negro, chiquitín, ladra desde la arena. ¿Por qué no entra? Se pelean por un palo. En el mundo perro no hay porqués, pero el galgo tiene la cola tensa como una pregunta. ¿De quién es la pregunta? ¿Cuándo podré viajar? Una golden nada hacia el sol y se arrepiente. “Perla, no seas pesada”, dice la humana a la otra golden, que ahora está en la orilla, queriendo sacarle el palo a la negra. “¿Por qué se ponen a pelear?”, dice el humano. ¡Mírate!, le diría. Lo observo y le encuentro un parecido: el chico tiene la nariz, la boca y tal vez el pelo, de alguien que quiero mucho ver. Alguien que está del otro lado. Supuestamente, del otro lado. Para el cuerpo, siempre hay otro lado. El chico me mira y no entiende por qué lo miro; me asusta que piense que su presencia me molesta. Me da frío y recuerdo que tengo que ir a dar taller. A la tarde, cuando todavía estaba produciendo (y no digo produciendo en un sentido despectivo, puramente capitalista y obsesivo), hice un paseo pequeño. Salí, me senté en el pasto, observé el invierno en el árbol de manzanas verdes. Pensé, como si un ángel imposible me susurrara ideas al oído: qué obsesiva puede ser esta manera mía de pasar los días tan narrando —como si la cosa tuviera que ir para algún lado. Tal vez mi adicción no tenga tanto que ver con el trabajo, hay algo más profundo. Unas ganas de cruzar, una necesidad de irme. Tengo que irme. Nota final: qué triste puede resultar la idea de irse de la playa antes que el sol.
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