«La gesta heroica», la tragedia del exceso de amor

(3 de junio 2023)

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Ayer fui a ver La gesta heroica, la nueva obra de Bartís. Las experiencias siempre tienen muchas capas. Primero, lo más personal. Vengo siguiendo el trabajo de Bartís desde hace muchos años; estudié con él y actué en su obra Hambre y amor en 2016/17; siento mucha resonancia con su mirada, con algo de su estética, con su forma de hacer pensar al teatro. Por eso ir ya era una fiesta. Después de intentar por semanas conseguir una entrada (imposible), Martín Mir, uno de los actores, consiguió dejarme una invitación. ¡Gracias MM! Entré con el entusiasmo de quien va a un viejo parque de diversiones que supo darle todo.

El parque de diversiones estaba cerrado, y esa era la gracia. Después de darnos un tiempo para ver una pequeña muestra del universo ficcional de la obra (un parque miniatura, recortes de diario, muñecos, juguetes), nos llevaron detrás de la gran sala del Teatro Cervantes, pasando por unos ascensores, hacia el lado B. La escena daba las espaldas a la gran sala. A través de una puerta se veían las butacas. Sobre la escenografía, los palcos, las luces del teatro. Un espejo reflejaba algunos rostros del público. El público, en el fondo del teatro, miraba hacia el otro lado, todo al revés. Muchas personas viviendo sus experiencias personales y a la vez formando parte de algo colectivo.

Teatro, respirar juntos.

Una grabación de audio explicaba la situación de lxs trabajadores del Cervantes: les están pagando poco, por eso vienen cerrando algunos fines de semana. Escuchar ese audio ya me conmovió. ¿Cómo valoramos socialmente el arte? ¿Qué es el arte para esta sociedad particular? Entran los actores, Luis Machín es una suerte de Rey Lear versión Santa Teresita, está obsesionado con la versión de cine de Olivier, se sabe algunos Shakespeare de memoria: tengo derecho a no reconocerme, dice de espaldas, camino al baño. Suena la cadena, varias veces. Muchas veces, sonidos desde el baño.

Las obras de Bartís tienen algo del atrás. Nunca estamos en el salón principal, como si no tuviéramos derecho, como si tuviéramos que ganarnos ese derecho; y, por supuesto, nunca lo ganamos. Un teatro del perder —del ya haber perdido. Un estallido expresivo (vital) que nace de la derrota. Como esos actores muertos en La máquina idiota, confinados al lado B del cementerio de la Chacharita, intentando ganarse un lugar en el panteón principal, del otro lado del muro, que era la pared del Sportivo Teatral, donde entrenábamos maneras de diversificar, de no quedar presos de los textos, de las ideas —cosa que se ve, a mi juicio, en mucho teatro y mucho cine (y también en mucha vida): cuerpos aplastados por la inteligencia —y la inteligencia, fatalmente desvinculada de la sensibilidad (¡ahí la gran tragedia!).

En aquella obra, los actores muertos fracasaban porque los textos de Hamlet estaban mezclados, o había varias traducciones, y la representación se hacía imposible. Además, las luchas de poder, infaltables. Aquí, Horacio (Machín) no deja de repetir líneas de una misma película, esos textos vencidos que salen de un televisor que le da patadas al hijo traidor, que intentó apartarse de esa caja idiota prescriptiva de lo familiar; el Padre repite, como en loop, las líneas de una vieja tragedia televisada, y recuerda, o más que recordar repite, las líneas de un recuerdo que lo marcó, como si eso (la herida) le diera identidad.

Una identidad a punto de desmantelarse, el parque de diversiones nunca funcionó. De la madre sólo quedan unos alfajores comidos antes de entrar a escena, y un gesto triste y gracioso de despedida. Todo se cae a pedazos. ¿Una metáfora sobre la sociedad? ¿Sobre la Argentina? ¿Sobre el teatro? Puede ser, pero la obra no lo declara. ¿Nos deja espacio para asociar?

¿Otra vez los personajes rotos?, me pregunté por el inicio. Por un rato reaccioné, pensando: otra vez lo mismo. Lo mismo y no, fui viendo después. ¿Quién dice que un artista tiene que cambiar sus poéticas?, me pregunté. Y así me entregué a la experiencia Bartís, que tiene algo definitivamente único. La obra, como ese desierto temido por el patriarca, me fue trabajando. Por el final, cuando la gente aplaudía, yo lloraba.

¿En qué consiste el efecto Bartís? No lo sé, pero distingo algunos elementos. Por un lado, lo ya mencionado: la actuación no está aplastada por las ideas, los cuerpos logran estar a la altura de la intensidad propuesta por el relato. El relato sirve a la actuación, y no al revés —o se sirven mutuamente. No es tan común, las ideas suelen tener demasiado peso. ¿Podrían esos cuerpos vibrar con tal intensidad sin un contexto narrativo tan intenso y trágico? No lo sé; en algún nivel, no importa. Porque la vitalidad está ahí. Si necesitamos tamañas tragedias para permitirnos estar así de vivos, puede ser una buena pregunta; pero la pregunta no le quita valor a la vitalidad de estos cuerpos atravesados por la tragedia. No importa la excusa teatral, el teatro vive.

El exceso de amor, como dicen, los está matando. ¿Una necesidad teatral? ¿Somos puro teatro? ¿Por qué tanto teatro? El relato, ¿será una excusa para armar un ring de cuerdas de las que colgar dibujos de niño? El relato, ¿será una excusa para encontrarnos a respirar, aplaudir y llorar juntxs? La narración, ¿no puede ser pensada como una excusa para el despliegue de la potencia actoral? Como sea, recordé esa síntesis brillante que hace Ray Carney hablando del cine de Cassavetes: “La actuación libera energías que la historia no puede controlar.”

Otro elemento que hace al efecto Bartís es la vibración hiperveloz entre lenguajes poéticos y “elevados”, por un lado, y lenguajes más cotidianos, burdos o “bajos”, por el otro. La solemnidad es desterrada por los golpes atorrantes de lo desparejo, de lo gastado. El humor es inevitable y constitutivo. El chiste no es un punto de llegada sino un pasaje a todos lados. Tal vez sea eso lo que hace que ésta no sea una representación más de la ya clásica familia disfuncional. La representación sirve para propulsarnos a otra cosa: un efecto poético de otro orden. La poesía como exceso. La tragedia, dice el programa, ¿es producto de falta de amor o de su exceso? ¿Es el teatro un exceso de vida? ¿Una excusa para estar muy vivxs?

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