Estamos aprendiendo a vivir

(Noviembre 2021)

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Hoy estaba meditando y de repente vi mi cerebro como un mapa de caminos. Un mapa autoritario que todo el tiempo me dice por dónde ir. ¡Es por acá!, afirma el cerebro en cada reacción. Me percibí reaccionando en forma muy sutil —cada estímulo era interpretado y cada reacción era un intento de mi cerebro por generar un mapa habitable del presente.

Nuestros sistemas son reactivos por naturaleza. Cuando hablamos de reaccionar y no reaccionar, hablamos de la reacción a la reacción. Como dice David del Rosario, el cerebro hace propuestas neuronales —esa es su tarea. No somos nosotrxs propiamente dicho quienes pensamos, es nuestro cerebro; está en nosotrxs, sí, creer o no creer. El cerebro quiere lo mejor para el sistema, pero sus caminos están trazados de antemano y por eso sus posibilidades creativas son limitadas. Crear nuevas conexiones (nuevos caminos, nuevas sinapsis) implica no reaccionar a la reacción —es decir, no tomar la propuesta, no creer; al menos, reconocer que la propuesta es sólo una propuesta. Si se quiere, esperar. Dejar que se activen, y desactiven, las respuestas condicionadas por la necesidad de sobrevivir.

No reaccionar a la reacción/propuesta cerebral me da espacio para observar. Al reconocer que las reacciones son sólo las propuestas de un aparato cartográfico diseñado para la supervivencia, me percibo algo más libre. Entonces me digo: no se trata de no reaccionar, sino de reconocer la reacción como lo que es: una propuesta para la supervivencia. La libertad no es la ausencia de condicionamiento, es el reconocimiento del condicionamiento como lo que es: una tecnología para sobrevivir.

Uso la palabra drama para describir el modo en que nuestras vidas se despliegan a partir de las reacciones automatizadas de nuestro cerebro. Reaccionar es proponer una batalla. Pelear es siempre defender un mapa. Pelear es defender una postura. La guerra es el despliegue de nuestro funcionamiento reactivo no observado —no escuchado. Peleamos, en el mundo, porque creemos que tenemos que sostener una cartografía (una interpretación de los hechos, una identidad) sin la cual la vida se volvería imposible. El problema no es que reaccionamos, el problema es que no nos damos cuenta. ¿Qué pasa cuando nos damos cuenta?

Cuando nos damos cuenta de que estamos reaccionando, habilitamos la posibilidad de reconocer un espacio de juego antes no reconocido. No se trata de reprimir la reacción, sino de verla, de escucharla. La guerra sólo se disuelve con escucha. Escuchar es incómodo porque implica reconocer los modos automáticos en que venimos funcionando. Para sobrevivir (física y psíquicamente), el ser humano se entrena en el arte refinado de no escuchar. El dispositivo terrestre que llamamos ser humano es una tecnología de punta en lo que se refiere al arte de no escuchar. Para sobrevivir, el ser humano tiene que anestesiarse mucho. Al tejido de anestesias funcional a la supervivencia le llamamos ego —o personalidad. La personalidad es un sistema de reacciones ante lo que se interpreta peligroso. La pregunta es si no escuchamos (luchamos) porque hay peligro, o si hay peligro porque no escuchamos (luchamos).

El desafiante viaje de maduración de la especie humana tiene que sí o sí atravesar su propio condicionamiento. Luchar (desplegar reacciones anti-escucha, en el mundo, para defender posiciones) es necesario sólo en la medida en que nos permite organizar urgencias. La macro-política es una coordinación de urgencias narrativas. Acomodamos relatos para sentirnos a salvo. También nos enviciamos con los mapas. Nos obsesionamos con los mapas como forma de no observar al cartógrafo. ¿Quién ha hecho este camino?

La micro-política es la meditación del reconocimiento: hacer micro-política es meditar en nuestro propio condicionamiento (individual, colectivo). No se trata de priorizar el así llamado trabajo interior por sobre los intentos de cambiar las cosas en el mundo. Se trata de reconocer que eso que percibimos como el mundo es, en gran medida, nuestro mapa del mundo. Cuando intentamos cambiar al mundo, lo que estamos haciendo es intentando cambiar los mapas que trazamos sobre el mundo. La realidad se cuida sola. ¿Intentamos cambiarla para no cambiar? Lo más complejo (tal vez lo más revolucionario) es ocuparnos de comprender, profundamente, cómo estamos mapeando la realidad —y, por lo tanto, cómo estamos reaccionando y tomando decisiones.

¿Cómo tomamos decisiones si no es a partir de las interpretaciones racionales que hacemos de las cosas? Tomar decisiones a partir de relatos y cartografías es hacer macro-política. La macro-política funciona en base a morales —conscientes e inconscientes. Las morales son mapas trazados de antemano —prescripciones, manuales para reaccionar. ¿Se puede tomar decisiones de otra manera? ¿Puede nuestro proceso de toma de decisiones incluir la comprensión acerca de cuán condicionadxs estamos por los mapeos que hacemos de la realidad? La macro-política, a la vez que coordina urgencias, también puede servir como un proceso alquímico de reflexión —una psicomagia, una ceremonia de operación externa para el recableado interno. Tenemos que entender que, si hacemos cosas en el mundo, estamos haciendo cosas en nuestro inconsciente —porque el mundo, en gran medida, es el despliegue espacial de nuestro inconsciente; y el inconsciente no es nada más ni nada menos que lo que pide ser escuchado.

Pienso que el estado apocalíptico del mundo es la expresión de los límites de nuestro condicionamiento. Somos los seres humanos quienes percibimos apocalipsis. Somos la única especie que cree que las cosas andan mal. ¿Será por eso que hacemos tantas cosas malas? Todos los desafíos que enfrenta hoy la humanidad son síntomas de una cosmovisión claramente limitante. Meditar es reconocer la limitación de nuestra cosmovisión. Meditar es reconocer la arrogancia con la que pretendemos entender las cosas. Terrence Mckenna lo dijo así: no sabemos lo suficiente como para preocuparnos. Los seres humanos vivimos terriblemente preocupadxs —casi por todo, casi todo el tiempo. ¿Por qué? Porque tenemos la arrogancia suficiente como para creer, firmemente, que las cosas deberían ser como pensamos que deberían ser.

Y no nos confundamos, esa arrogancia no es un problema moral, no es estupidez ni maldad. Es una necesidad constitutiva del aparato humano. Creer es arrogante —porque creer es dar a un pensamiento, que es sólo una propuesta del cerebro, el estatuto de realidad. Afirmar que una idea es realidad es arrogante. Eso es creer. El ser humano necesita (necesitó) creer para sobrevivir. Sólo creyendo el ser humano pudo compartir historias que le permitieron cooperar y salir adelante (Harari). Si la arrogancia es constitutiva y necesaria, tal vez sea hora de observarla. No es cómodo, porque implica poner en jaque nuestras construcciones identitarias más queridas. ¿Quién soy si reconozco que lo que creo es un mito, es decir, una historia naturalizada? ¿Quién soy sin mi arrogancia?

Pienso que la guerra es producto de una decisión inconsciente de no indagar en los fundamentos —en el temor más profundo. Somos una especie asustada. Reaccionamos porque nuestros sistemas nerviosos están traumatizados por un viejo susto —el susto producido por haber tenido que creer que estábamos separadxs de la vida y que, por lo tanto, teníamos que morir. El temor a la muerte es una confusión. Lo que nos confunde es la idea de que somos eso que va a tener que cambiar demasiado. Morir es cambiar demasiado, pero ¿quién inventó la palabra demasiado?

Lo que llamamos muerte es sólo un cambio de forma. Nos identificamos tanto con la forma que la muerte se transforma en un final. ¿Dónde hay finales más que en la experiencia humana? El ser humano inventó los finales. La vida, más allá de la percepción humana, no sabe de finales. Los seres humanos se cuentan historias porque creen necesitar finales. Los finales son las finalidades con las que los humanos dan sentido a las formas que temen perder.

Para no perder su forma, el personaje humano lucha —es decir, narra. Narrar es intentar recuperar un orden que se cree perdido. El orden es entendido como relato. El arte narrativo es expresión del condicionamiento narrativo de la especie. Las películas (sobre todo cuando funcionan en ese modo mítico que llamamos Hollywood) muestran personajes totalmente identificados con sus circunstancias —como están tan identificados con sus mapas del mundo, los personajes intentan resolver las cosas. Para sobrevivir tenemos que pertenecer a la sociedad. La membresía se obtiene mediante la identificación con ese código formal que aquí llamamos cultura. Pienso la cultura como un mapa de prescripciones perceptivas: así es como debemos interpretar la realidad. Los personajes de la mayoría de las películas son animales profundamente condicionados por el código cultural de supervivencia. Para sobrevivir, el personaje humano se fuerza a creer que lo que piensa es igual a la realidad. El personaje, por definición, no admite incertidumbres. Para ser alguien y pertenecer, necesitamos sellar certezas. Nadie se anima a cuestionar los fundamentos, porque cuestionar los fundamentos implica reconocer el nivel ficcional de toda circunstancia. ¿Por qué necesito esto? ¿Por qué creo necesitar esto? El drama (la narración) es el despliegue de una necesidad no cuestionada. ¿Qué pasa cuando un personaje (una persona) cuestiona la realidad de sus necesidades?

Uso la palabra empatía para nombrar esa capacidad de reconocer el carácter ficticio de nuestros mapas de necesidad. Claro que tenemos necesidades básicas, digamos animales, pero también tenemos, gran creatividad mediante, muchas necesidades míticas —ficticias, simbólicas, abstractas. La identificación cultural es el proceso por el cual la narrativa social integra al individuo nuevo. Las historias son tecnologías de inclusión exclusiva. Para pertenecer a una tribu, necesitamos entender sus bordes. Eres de aquí porque no eres de allí. Esto es el adentro, aquello el imposible afuera. Si la identificación es el proceso por el cual la película encierra al espectador en la perspectiva única del personaje central, la empatía es el movimiento por el cual el espectador, emancipado, reconoce los bordes de esa perspectiva. La tribu necesita héroes que centralicen la percepción en la aventura mítica que define la moral del colectivo. El héroe es sólo un punto de enfoque. El héroe sólo necesita cumplir la misión en la medida en que cree firmemente en su importancia. Identificarse con el héroe (enfocar) es necesario para la supervivencia de la forma psíquica social. Vemos películas para seguir perteneciendo. Empatizar con el héroe, en cambio, es reconocer que no es un héroe —es decir, que esa figura singular no es el centro de nada. Es sólo una excusa ficcional para organizar la percepción tribal.

La empatía (el arte) es un gesto peligroso para la identidad cartográfica cultural. Escuchar a alguien no es identificarse con su lucha narrativa personal. Escuchar realmente a alguien es comprender el nivel ficcional de su campo de batalla. Escuchar a alguien no es patinar por sus relatos identitarios hacia el final que da sentido a su causa, escuchar es reconocer los bordes de su cauce —escuchar es reconocer el nivel arbitrario de la necesidad de caminar, así, ese camino específico.

El arte (la experiencia estética) es un contexto donde las necesidades de manutención y sostenimiento de las estructuras identitarias de supervivencia pueden ponerse en stand by. El arte es un espacio donde la fijación es revelada como tal, donde la reacción es descubierta como tal, donde la lucha es desenmascarada en tanto drama y el miedo es abrazado con ternura.

La experiencia estética (el amor) es ese temblor de la forma que nos recuerda que nada está realmente fijo. Amar es reconocer la paradoja del movimiento y la fijación. Amar es abrazar la necesidad que tenemos (que creemos tener) de sostener mitologías personales y nacionales. Amar es agradecer profundamente a nuestro cerebro y su increíble e incondicional servicio. Amar es reconocer que el mal es sólo un invento necesario que nos sirve para no escuchar aquello que creemos no estar todavía preparadxs para escuchar. Amar es reconocer que hay mucho espacio para jugar con lo que somos —con lo que creemos ser. Amar es empatizar con nuestra necesidad de identificarnos —con la tribu, con ideales, con lo que sea. El arte puede ser pensado como una tecnología para amar —siendo que amar es sensibilizarnos, estetizar, escuchar. Hacer micro-política es amar el proceso meditativo, doloroso y necesario, en que el ser humano, como un experimento extremo, va aprendiendo a vivir.

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