Arte y adicción

(Agosto 2021)

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Diría que en la mayoría de las películas de ficción con lo que nos encontramos no es con la vida sino con una interpretación procesada de la vida. Pero ¿no es eso mismo la ficción?, podemos responder. ¿Cuándo nos encontramos con la vida sin mediación? En toda película (en toda organización/transmisión de signos) hay interpretación. Incluso, podemos decir que hasta nuestras percepciones cotidianas son algo así como películas —nuestro cerebro recorta como recortan el cuadro de la cámara y la narración. Y sí, entonces digamos esto: la mayoría de las películas de ficción no reconocen el carácter autoritario de toda transmisión de conocimientos —de toda narración. Sí, está bien, pero ¿qué sería reconocer el carácter autoritario de la narración? Definitivamente no se trata de dejar de narrar. Tal vez se trate de una disposición a la humildad. La hipótesis podría ser: tenemos narrativas muy arrogantes —o: toda narrativa es un despliegue de arrogancia.

La humana es la única especie arrogante del planeta, y la arrogancia solo es posible gracias al dispositivo narrativo. Es la narración la que nos permite creer que las cosas tienen un significado. Arrogancia es solo no dudar de que la selección de inclusiones y exclusiones es correcta. Narrar es discriminar y privilegiar un sendero de detalles —le decimos: hacer sentido. El recorte es necesario en tanto necesitamos, como tribu, alcanzar el alimento —hacer sentido es buscar un alimento. Contar con la tecnología necesaria para que un miembro de la tribu vuelva y narre el recorrido a la fuente de agua o alimento, es, o fue, digámoslo, una bendición. Seguir caminando ese mismo camino, una vez que la fuente se ha secado, más que inteligente es arrogante —digamos, hasta es estúpido. Los atajos son necesarios cuando son necesarios. Luego, son rutina, inercia, estupidez (insensibilidad). Dar sentido a la experiencia (¡es por allí, confiad en mi mapa!) sirve en tanto sirve —en tanto es realmente importante llegar a destino (al final de la historia, que es la finalidad del mapa). Si la historia es un camino, sirve en tanto nos lleva hasta el tesoro. Luego, la cartografía es anestesia. Y la anestesia puede ser resignificada como pista de baile. El arte puede ser una de las herramientas para esa re-significación.

Las experiencias significan en tanto sirve que signifiquen —en tanto sirve que nos lleven a un lugar (que los significados nos lleven a un lugar). Luego, es tiempo de relecturas o de sufrimientos. Si los animales humanos sufrimos es porque olvidamos re-leer —es decir, crear. Los surcos que tenemos que trazar en la tierra para llegar al alimento son tan profundos que, una vez aniquilada la fuente de alimento, nos cuesta no patinar el mismo atajo. Insistimos, como si todavía hubiera algo. A falta de olfato, tenemos atajos. Nos cuesta tanto dibujar esos senderos que para justificar el trabajo nos quedamos rascando el hueso seco. Los atajos se llaman: historias. Rascar el hueso seco se llama: inercia. La identidad es esa inercia que una vez fue fuerza para llegar al hueso con carne. Cuando el hueso está pelado, ¿para qué nos seguimos contando esas historias? La univocidad de sentido es funcional a la supervivencia. Después de la supervivencia, está la poesía. Si todavía creemos que una experiencia significa una sola cosa, es porque algo (todavía) está buscando sobrevivir. No es que las experiencias no signifiquen nada; lo que digo es que no significan una sola cosa.

Lo que el cine nos da, generalmente, es una sola cosa. Y nos da una sola cosa porque todavía hacemos de la experiencia artística un contexto para el consenso alimenticio. Nos alimentamos de consenso. Estar de acuerdo nos alimenta. ¿Por qué? La hipótesis es la de siempre: falta de amor —lo que equivale a decir: el mito de la falta de amor. La hipótesis es que nos contamos historias no ya para llegar a la carne sino para llegar a la carne —al contacto. Del alimento físico al alimento emocional. Sí, también somos mamíferos, también necesitamos el abrazo. Así, nos contamos historias para recordar que estamos en contacto. A la vez, la tecnología que usamos para recordar que estamos en contacto es lo que nos hace creer que no estamos ya en contacto. La fórmula es mística y muy antigua: quien busca, no encuentra. El puente, a la vez que conecta, confirma una separación.

Cuando lo que importa es saciar un hambre, la curiosidad no tiene mucho lugar. Lo que importa es llegar. Para llegar, el mapa se nos entrega ya trazado. La sociedad es una cartografía de experiencias procesadas. Nos asociamos, primero que nada, para sobrevivir (Harari). Si la sociedad es un atajo, ¿qué pasa con el atajo cuando ya sobrevivimos? Los órganos no sirven para una sola cosa, las protuberancias creadas para absorber más calor se transforman en alas, la boca que come deviene boca que besa (Harari). Ahí, entonces, aparece el arte, como un juego posterior a la supervivencia. Pero el arte, tal vez como todo lo que participa del engranaje que llamamos sociedad, pasa a participar de la misma empresa de seguridad. La sociedad es como una empresa de seguridad. Las historias, decía Charles Eisenstein, son sistemas de máxima seguridad. Al final, usamos el arte para percibir y sentir seguridad. ¡El arte! ¡Justo la tecnología diseñada para desestabilizarnos!

Las experiencias nos llegan pasteurizadas —incluso dentro de marcos diseñados, acaso, para des-pasteurizarnos, como podría ser el contexto llamado arte. El proceso de pasteurización de la leche supuestamente mata microorganismos nocivos —el punto es que, también, mata las enzimas que hacen que la leche sea digerible (más o menos digerible) por nuestro cuerpo. Esto, digamos, suponiendo que tomar leche es valioso. Pero no hablemos de la leche, hablemos del arte de la ficción. Si suponemos que el arte de la ficción tiene algún valor en nuestras vidas, podemos, así como lo estamos haciendo con los alimentos, preguntarnos por las maneras en que estamos creando, procesando, distribuyendo y consumiendo ficción. ¿Estamos produciendo y consumiendo ficciones demasiado procesadas? ¿Cómo sería volver a lo orgánico (o lo sustentable o lo ecológico) también en el campo del arte? ¿Cómo sería desarrollar un pensamiento ecológico también en el campo de la experiencia estética? Porque, digámoslo, la mayoría de nuestras experiencias artísticas no son muy ecológicas.

Tanto en literatura como en teatro y cine (tal vez, más que nada en el cine), se hace evidente el síntoma de una mentalidad acostumbrada a identificar interpretación con realidad. Tal vez no haya nada menos ecológico que la ingenuidad de olvidar que el mapa es solo un mapa. Cuando vemos una película, en general, recibimos más que nada ideas —generalizaciones, afirmaciones conceptuales sobre la experiencia. Recibimos más mapa que territorio —más afirmación que hipótesis. Este hecho es comprobado por la facilidad con que podemos acordar acerca del significado de las obras. ¿Cómo es que salimos de la película con las mismas interpretaciones de lo que pasó? (¿Por qué decimos entrar al cine y no salir al cine?) ¿Cómo es que volvemos de viaje y volvemos todxs del mismo viaje? Es cierto, también en la vida nos vamos de una fiesta y estamos rápidamente de acuerdo en nuestra opinión sobre tal persona. La pregunta es por qué estamos de acuerdo. Probablemente, nuestro filtro ya haya sido empatado de antemano. Normalizamos las maneras de ver las cosas, por eso creamos cosas (películas, encuentros) tan fáciles de interpretar. Así, en general, usamos fiestas y películas para confirmar lo que ya sabemos.

Si estar de acuerdo nos alimenta, ¿a qué parte nuestra alimenta? Estar de acuerdo nos encanta —literalmente, nos encanta. Ponernos de acuerdo es como un encantamiento. Contar una historia es como lanzar un conjuro. Para ponernos de acuerdo, conjuramos (adormecemos) disensos. Sacrificar singularidad en nombre del consenso implica anestesiarnos. Para sobrevivir, parece necesario. Para crear, no tanto. El desacuerdo es doloroso, insoportablemente doloroso, y nos aterra —nos quita tierra. ¿Dónde nos paramos si no hay mapas consensuados? ¿Cómo nos organizamos si no tenemos un enemigo común? ¿Quiénes somos sin fraternidad? Nadie dice que no tengamos que crear fraternidad, lo que decimos es que podemos reconocer que las historias que la sostienen son ficción.

Hemos visto innumerables películas que representan, o intentan representar, el mundo excesivamente competitivo de las fraternidades escolares y universitarias de los norteamericanos. Hemos, seguramente, simpatizado más con una que otra de las casas en que se dividían los alumnxs de magia en Harry Potter. No hemos dicho mucho acerca del hecho de que, para crear comunidad, necesitamos definir enemistades. Qué sí y qué no (quién es amigo y quién enemigo) es la definición básica de toda mentalidad tribal —digamos, de toda identidad, ya sea individual o colectiva. Se nos enseña que hay que elegir, no se cuestiona la idea de que hay que elegir. ¿Por qué hay que elegir?

Para elegir, para más bien sostener la idea de que hay que elegir (básicamente, estás con nosotrxs o estás en nuestra contra), el arte narrativo despliega dispositivos refinados para la inoculación de subjetividad. El cine ha encontrado una manera muy poderosa de inocular subjetividad —digamos, de vender posturas y posiciones fijas. Habiendo sido creado como un dispositivo de investigación científica, el cinematógrafo fue capturado por la mentalidad narrativa aristotélica. La articulación del montaje, aproximadamente a partir de 1915, dio lugar a la creación de un lenguaje. Ese lenguaje está, hoy, profundamente interiorizado. Así, con el tejido coreográficamente armonizado de dos o tres estrategias efectistas, el aparato nos hace sentir de una manera, nos hace ver de una manera, nos hace adoptar una determinada perspectiva, nos hace aceptar la ficción como si fuera una realidad indiscutible.

El cine se ha vuelto una tecnología para ejercer el poder demiúrgico sobre las masas. El cine no nos muestra tanto una serie de mundos como una manera específica de mirar. Lo primero que dice una obra, escribió Eco, lo dice por la forma en que está hecha. Como ciertas sustancias, el cine nos “acerca” de un sopapo al cuerpo de una u otra realidad. Es cierto que, a veces, nos toma tiempo encariñarnos con los personajes (de ahí uno de los poderes de las series, que nos dan ese tiempo —toma tiempo hacer del estereotipo un ser humano, dijo Lorrie Moore, como nos toma tiempo superar esos primeros rechazos con que en la vida nos defendemos de la otredad del otro); pero, en general, el cine narrativo sabe, porque ha estudiado los mecanismos de identificación, cómo generar esa supuesta intimidad con bastante velocidad. Olvidamos que en la vida rara vez vemos las cosas tan de cerca, y entonces aceptamos esa cercanía como si fuera un hecho natural. ¿Cuántos primeros planos vemos por día?, podríamos preguntarnos. No tantos, la verdad. La articulación del montaje (los tamaños de los planos, la ilusión de cercanía, la ilusión de continuidad entre un plano y otro, el sistema de correspondencias entre la mirada y lo mirado, la sumisión del movimiento a la lógica causal, los mecanismos para generar identificación) nos permite transmitir subjetividades como si fueran objetividades. Con el cine, la hipótesis se vuelve un hecho; el sueño se vuelve realidad. Eso, a la vez que maravilloso, puede ser tramposo. Olvidar que el mapa es mapa, como decíamos antes, puede ser nuestra ingenuidad más antiecológica. Como dice David del Rosario, el problema no es usar imágenes mentales, el problema es olvidar que son imágenes mentales.

De la relación del cine y la psicología de la hipnosis se ocupó Adam Curtis en su serie documental El siglo del individualismo (The century of Self), en el que traza una historia de relaciones entre los conocimientos del psicoanálisis y la maquinaria publicitaria que dio posibilidad a la sociedad de consumo del siglo XX. El dispositivo cinematográfico, lo sabemos, tiene un poder de hipnosis importante. Fácilmente, nos hace creer que las cosas son así. No importa qué cosas, no importan tanto las cosas, importa que aceptemos el así. Pero ese poder de (auto)hipnosis no es privativo del cine, ni mucho menos. Digamos que el cine expresa, con potente claridad, un mecanismo muy humano. En el fondo, toda narración nos adormece. La narración nos hace creer que nos acerca a algo —mientras tanto, nos aleja de todo lo demás. La narrativa es una intimidad exclusiva. Cuando lo que nos acerca es un relato, el amor se vuelve vip. Lo que se nos vende, más allá de los productos, más allá de las historias específicas, es una noción de acuerdo —una credencial de pertenencia. Pertenecer a una sociedad implica percibir como la sociedad prescribe. El cine, junto a tantas otras tecnologías, sirve a la estructura social para definir y normalizar esos modos de percibir. En este sentido, toda sociedad es sociedad secreta —el secreto, el infaltable, es el que hace de las reglas artificiales un supuesto mapa de naturalezas.

Una sociedad es una organización de cercanías y distancias. Asociamos cercanía con verdad y entendemos (toleramos) la distancia solo como juicio. Sobrevaloramos la cercanía y despreciamos la distancia. Juzgar es lo que hacemos para acercarnos (supuestamente) al misterio de lo otro. Pero juzgar (narrar), lo sabemos, no nos acerca —no profundamente. Juzgar/narrar (creer) solo nos acerca en el plano de la ficción. Somos hermanxs, mientras creamos en lo mismo. Juzgar es definir bienes y males, pero también es definir sentidos. Para no acercarnos a lo otro del otro (a lo ilegible del mundo), le juzgamos —narramos nuestra versión y la imprimimos sobre su insoportable otredad. Te permito ser parte de mi mundo, a condición de que adaptes tu singularidad a mis esquemas. Sellar el sentido de una experiencia es una manera de juzgar. Para contar una historia tenemos que dejar muchas percepciones afuera. ¿Cómo te fue con X?, nos preguntan, y entonces contamos una historia —y toda historia, por más detalles que contenga, es un resumen. Nadie vive historias. Las historias son maneras económicas de organizar la experiencia —las historias son atajos, mapas para tolerar el indescifrable territorio de lo real. Pero lo real no está detrás. No hay un detrás. El mundo es una gran máscara mutante.

La sociedad es una máscara que se pretende natural. Para parecer natural, la máscara social define qué es artificial. Para generar adherencia, el bien necesita definir al mal. Para funcionar, el relato social debe parecer natural, pero su artificio no oculta nada —porque el mal no es más que lo que se deja afuera, que es lo que revela (o podría revelar) las fijaciones de la máscara. La clave no está en la diferencia entre lo ficticio y lo real, sino entre la fijación y el movimiento. Ficción no es falsedad, ficción es fijación. Lo que la identidad hace es estabilizar un sistema de coordenadas que alguna vez fueran útiles para alcanzar el alimento. Lo importante para sobrevivir es reconocer caminos. La sociedad es un trazado de caminos, un tejido de historias reconocibles y transitables. El cine las va actualizando. Pero las historias no importan, lo que importa es sostener el modo de percibir. Tenemos un modo temporal —épico— de percibir. Todo lo pensamos como un viaje. Cuando podíamos viajar, amábamos volver. Volver no es realmente terminar el viaje, es decidir creer que el viaje se ha terminado. Volver es comenzar a narrar. La decisión de empezar a volver tiene la forma de un relato. Para volver, hay que narrar. Aunque sea, a unx mismx.

La sociedad del espectáculo es más bien la sociedad del relato. La sociedad es una obligación de narrar, que es una obligación de mirar —y mirar es siempre mirar así. Cuando volvemos de viaje, se nos pide lo importante. La cosecha. Mentalidad tribal pide alimento a lo que sea —todo tiene que hacer sentido, cualquier excursión tiene que valer dinero y definir sus méritos. Si papá paga viaje a hijo, hijo debe volver y devolver —lo que devuelve, su tributo, es un valor narrativo. El dinero es, primero que nada, una historia compartida. Y el arte, en general, es pensado con mentalidad tribal —quien sale de la ficción social al campo de la ficción artística tiene que poder contar. Dar cuenta, hacer sinopsis trascendente, forzar (traducir) la experiencia para que la experiencia logre su propia trascendencia. Narrar es la forma en que hacemos de la experiencia un objeto trascendente. Nos alimentamos de trascendencia —promesas de más comida. Narramos para dar sentido y dar sentido es hacer de la jungla un camino. Está bien: el animal humano, a falta de olfato, necesita caminos. De nuevo, no hablamos de no contar historias, hablamos de recordar que son historias.

El tiempo humano es narrativo (Ricoeur). Crear caminos es crear tiempo. El tiempo es narrar. El tiempo es el camino de una forma. La forma camina en la tensión entre la supervivencia y la creatividad. No que no haya valor (necesidad) en nuestra condición narrativa. Por algo tenemos tantas películas épicas. El viaje nos sigue siendo necesario. Tenemos las ficciones que nos merecemos. Hollywood no es culpable de nada. La inyección narrativa es diseñada a pedido. La pregunta podría ser por la naturaleza del pedido. ¿Qué fuerza nos hace llamar al delivery? ¿Cuándo es entusiasmo y cuándo es obsesión? ¿Hay un límite claro entre el entusiasmo y la obsesión? ¿El cine se ha vuelto una sustancia adictiva más? ¿Por qué nos embriagamos tanto con las películas? Pienso que las sustancias no son en sí importantes. Las adicciones son reemplazables, lo que se sostiene es el comportamiento adictivo —más que un comportamiento, la adicción es un seteo perceptivo, una combinación de fijaciones mentales con químicas corporales: el circo de las necesidades: el drama de la identidad. Toda identidad es de por sí un sistema adictivo. La mayoría de las películas vienen de (y van hacia) esa estructura viciosa —el ser humano es un animal dramático. El cine nos muestra las películas que nos hacemos —más que las historias que nos contamos, la necesidad que tenemos (o creemos tener) de contarnos tantas historias. El arte, más allá de su funcionamiento dentro del engranaje social, puede pensarse, producirse y leerse de otras maneras. Pienso en el arte como un dispositivo (una práctica) para reconocer nuestra adicción a la idea de que necesitamos cosas.

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