Contar la historia hasta reconocer que es una historia

(Abril 2021)

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A veces pienso en mí como un conglomerado de historias. Un día tuve un sueño y me desperté repitiendo esta frase, una y otra vez, para no olvidarla: Necesito contar esta historia, necesito recordar que es una historia. Pasé una mañana dándole vueltas a la frase. En uno de sus posibles pliegues, quedó así: Contar la historia hasta reconocer que es una historia.

El día del sueño le mandé un mensaje a un amigo que vive lejos y me encontré diciendo:

—No sé qué contarte, nunca sé qué contar.

A veces el impulso de relatar acontecimientos específicos sí llega y entonces el relato se despliega. Muchas veces, me encuentro en esta situación: quiero decir, pero no sé qué; quiero comunicar, pero no algo preciso.

Lo cierto es que yo le había escrito a mi amigo no para contarle algo, sino porque quería solamente hacer contacto. Me pregunté: ¿necesito contar algo (dar cuenta de algo) para hacer contacto? En inglés tienen esta expresión: hang out. Quiere decir algo así como: pasar un rato en compañía, sin hacer nada específico. En la versión argentina podría ser: ranchar. Nos juntamos a ver qué pasa, sin un objetivo preciso. A veces, esos espacios vacíos se llenan de automatismos. Nos encontramos, y, como no tenemos nada que nos organice, se activan los mecanismos de supervivencia más automatizados. También, esos espacios vacíos pueden ser invitaciones a la sorpresa y a la novedad.

Qué difícil estar juntxs sin saber. Qué difícil no saber qué decir y animarse a decir (habitar) ese no saber. A veces pienso que no le doy suficiente espacio a esa clase de aconteceres colectivos: el encuentro sin metas. Suelo organizar mis encuentros con las personas alrededor de objetivos, generalmente creativos. Crear, ¿tiene que ser crear algo? La creación ¿es un juego con objetivo?

Tal vez me asusta el encuentro sin metas porque me fastidia el automatismo. Soy un poco alérgico al piloto automático. Lo confieso, ¡puedo ser alérgico a las formas! ¡¡¡Es que me asusta quedar atrapado en ellas!!!

Las formas, cuando las vivo como campos de juego y exploración, son una tecnología perceptiva maravillosa. Agradezco entonces a la evolución cósmica que ha creado estos dispositivos que llamamos seres humanos, que tienen la extraña capacidad de percibir el mundo como un tejido de formas bastante cerradas y más o menos estables —el ser humano percibe la espiral de la vida en forma de círculo.

El de la estabilidad, para el dispositivo humano, es un gran tema. Diría que es EL tema humano. El animal humano, por percibirse forma estable, y por percibir formas estables, así, más o menos separadas y cerradas, circulares, tiene necesariamente, como parte de su complejo software, el programa, para nada sutil, del miedo a la muerte —que es el miedo a la inestabilidad —la inestabilidad de la espiral. Las historias nos sirven para no morir, tanto física como psíquicamente: las historias nos estabilizan. Nuestra forma, lo que percibimos como nuestra forma, digamos nuestra identidad, se sostiene a base de relatos. Si nos dejamos de contar, morimos. Morir sería dejar de contarnos. Para eso es que, en gran medida, narramos. Narramos para sobrevivir, narramos para ser lo que aprendimos a creer ser.

Hasta ahí, interesante y nutritivo. Soy este bicho que se percibe como una forma separada de un mundo hecho de formas separadas; tengo la tecnología de la moral para saber, de antemano, lo que me conviene cerca y lo que mejor mantener a distancia. ¿Qué es la moral? Herramienta que de momentánea pasa a ser fijación, la moral es el tejido de relatos (relaciones) que me recuerdan qué sí y qué no. Así, sobrevivo. Así, el programa del miedo a la muerte (a la amoralidad, al amor) cumple su función y sigue funcionando, porque se percibe necesario. Lo que sucede, luego, es que algo empieza a patinar.

Cuando patino, sospecho que el instinto de supervivencia y el miedo a la muerte no son lo mismo. Como sea, patino. Patinar quiere decir: hacer agua: pifiar. Error perceptivo. ¡Desafío perceptivo! Noto que hago agua cuando vuelvo a reaccionar, por centésima vez, de la misma manera.

¿Por qué reacciono igual ante situaciones diferentes?

Está bien, muchas situaciones se parecen. Pero se parecen, entre sí, menos de lo que se parecen, entre sí, las reacciones que se activan frente a ellas. ¿Se entiende? Las situaciones se parecen menos que mis reacciones ante ellas. Lo dije dos veces casi igual. Espero que se haya entendido. Es importante que se entienda. Es importante que nos entendamos. ¡Eso es! Para entendernos, reaccionamos, una y otra vez, de la misma manera. Porque, si no reaccionáramos, una y otra vez, de modos más o menos reconocibles, no nos entenderíamos, es decir, no seríamos reconocibles. No podríamos leernos, no sabríamos quiénes somos, quién es ese animal que tenemos enfrente, quién es este animal que se parece a lo que somos.

¿Quién es ese animal que se parece a lo que soy?

Lo que estaríamos diciendo es esto: nos repetimos para sostener un orden de cosas —una estabilidad. La repetición crea estabilidad —o, a lo sumo, impresión de estabilidad. ¡Que nadie nos quite nuestra preciada estabilidad! El punto es que la estabilidad es una ficción. Sí, es una ficción, un tejido de relatos, de mapeos de la realidad —realidad siempre inestable, siempre cambiante y fluida, siempre diferente a sí misma, siempre no identificable, siempre un poco ininteligible.

La identidad es una órbita de posibilidades que giran en torno a un centro. La ficción del centro es una ilusión, sí, pero la ilusión es real. ¿Podemos vivir sin ilusión? ¡Quién sabe! ¿Pueden nuestros cuerpos liberarse por completo de la programación que tuvieron que desarrollar para sobrevivir? ¡Quién sabe! Lo que podemos pensar, y ver, es que lo que sí se puede es vivir recordando, aunque lo olvidemos todo el tiempo, que la ilusión es una ilusión.

La ilusión nos ha servido, y vuelve a servirnos, parece, para sobrevivir. La ficción que es la personalidad nos ha servido, y acaso todavía nos sirve, para sobrevivir en tanto forma. Pareciera que para poder existir con nuestras frágiles y sensibles formas humanas, necesitamos legibilizar un poco este delirio que es la realidad. Para eso, recortamos percepciones —ese recorte/ordenamiento es lo que llamamos ficción, o ilusión. Dicen los científicos que recortamos ¡muchas! percepciones —acaso el 95% de la información que llega a nuestros cuerpos es descartada. Es bastante. Para hacerlo, echamos mano de eso que llamamos relatos —afirmaciones que recortan y organizan lo que se percibe como caos, en mapas que se perciben como orden. Para sostener el orden de nuestros mundos recortados, contamos, una y otra vez, las mismas historias. Reaccionamos, una y otra vez, de las mismas maneras. De hecho, podríamos decir que no somos nosotrxs quienes reaccionan, ¡son nuestras historias las que reaccionan!, y lo hacen a través de lo que podríamos llamar nuestros personajes. O: nuestros personajes son la expresión reactiva de las historias.

Pensemos al personaje (si se quiere, a la personalidad) como la organización psíquica que responde a la afirmación de esos relatos específicos sobre el mundo. Cuando reaccionamos, son los personajes los que reaccionan. Y lo hacen porque están programados para hacerlo, porque tienen que defender su historia. El personaje es una programación. El personaje es un programa de supervivencia, el personaje es la reacción. Reaccionar es defender una historia, el personaje es el defensor de un relato. Contar, muchas veces, tal vez casi siempre, es defender una historia.

Contar es defender una historia.

Pero también, a veces, cuando contamos, algo se descarrila —el círculo no alcanza a cerrarse y la locomotora descarrila, es decir, se abre de la autopista circular de la inercia del loop hacia la espiral de la variación y la novedad.

Y ahí volvemos a la frase: Contar la historia hasta reconocer que es una historia. Cuando la historia reconoce que es una historia, no puede no descarrilar. Aunque sea imperceptiblemente, al reconocerse lo ficcional de la ficción (lo circular del círculo), no puede no acontecer una apertura a la espiral.

Desde hace un tiempo también que me da vueltas, como una mosca intolerable, esta idea: una historia es el tiempo que nos toma reconocer que era una historia.

Hay un cuento muy hermoso de John Cheever en que una familia, cuando se reúne, cada verano, encuentra, cada verano, la oportunidad de juntarse en la terraza a narrar, colectivamente, ese día de otro verano, pasado, en que un cerdo se cayó en un pozo. Cada miembro de la familia tiene su momento, sabe lo que le toca relatar; así, entre todos, reconstruyen, teatralmente, una y otra vez, el acontecimiento que les da identidad. Pero los años pasan, y con ellos, los cuerpos se van agotando (por distancia, por enfermedad, por muerte) de su misión de sostener el relato familiar. Detrás de unas montañas, en el horizonte, se percibe la posibilidad de otros mundos. Aun así, el mecanismo de la identidad insiste con sostener la forma en pie. Tal vez esto sea lo que sucede dentro de cada quien: tal vez nuestras psiquis sean como teatros familiares, cada uno de los personajes con su rol y su misión particular dentro del engranaje colectivo. ¿Por qué cuando volvemos al hogar familiar tendemos a caer de nuevo en esas formas de funcionar antiguas y conocidas? La familia quiere lo familiar, esa es su función: su función es sostener la forma. La familia es la forma conocida. Su función es la supervivencia. Sobrevivir es sostener una identidad que necesita percibirse recortada de lo otro, lo diferente. Las reacciones son respuestas a lo diferente, a lo que amenaza la familiaridad de la forma; también, son portales para el descubrimiento de lo que hay más allá de esas montañas.

Ante la percepción de la repetición parece haber dos opciones: negarla o reconocerla. Negar la repetición nos lleva a funcionar en loop. La repetición en loop del funcionamiento de la forma-personaje no es sustentable: la moral no es ecológica: como vemos en el relato de Cheever, los mecanismos de auto-afirmación se desgastan. La forma que no se deforma (que no se actualiza) tiene que, tarde o temprano, quebrarse. Vieja sabiduría oriental: el bambú que no se flexibiliza, se rompe. A veces, lo mejor que nos puede pasar es rompernos. Chocar, accidentarnos, quebrarnos una pierna, morir. Tal vez, de hecho, la flexibilidad no sea más que una muerte muy sutil y microscópica, o, más bien, un estado de muerte/transformación constante. Flexionarse es quebrarse todo el tiempo.

Cuando reconocemos la repetición, cuando nos descubrimos reaccionando igual que el verano pasado, cuando asumimos que la situación actual es diferente, al menos un poco diferente, y que no tendríamos por qué responder a ella de la misma manera, de la manera en que ya sabemos, cuando nos animamos a no saber cómo reaccionar, o cuando, al menos, nos reconocemos reaccionando como ya sabemos, algo sucede: el ciclo vicioso del loop se abre, o se airea, al menos un poco. El circuito, en vez de empalmar en un círculo adictivo, en lugar de sostener su forma cerrada y estable, se abre, generando la posibilidad de la espiral.

¡La espiral como posibilidad!

Aunque sea mínimamente, el reconocimiento de la reacción, y mucho más la dilación o la suspensión de la reacción, permiten que el ciclo se abra y la línea se aleje del centro —el centro de organización y significación de nuestra mitología personal y cultural: el centro de la identidad. Volvemos a contar la misma historia, volvemos a reaccionar de la misma manera para defender esa historia, pero, ahora, lo notamos, al menos lo notamos, y, con suerte, si tenemos la energía suficiente, tal vez hasta podemos retrasar la reacción, o incluso modificarla. Cuando esto sucede, es el milagro de la creación. Cuando esto sucede, es la novedad. Cuando esto sucede, es frescura y, más que liberación, el reconocimiento de una libertad que, aunque sea a cuenta gotas, se asume aprovechable.

¿Cuántas veces tendremos que contar la misma historia hasta reconocer que es una historia? Tal vez no importe, serán las veces necesarias; tal vez lo importante no sea no repetirnos, sino asumir que nos estamos repitiendo —y que la repetición (la forma) tiene su razón de ser.

Ante la percepción de lo repetitivo de nuestras estructuras y de nuestros comportamientos, lo que tendemos a hacer es a generar desprecio. El desprecio sirve a la repetición, porque lo que despreciamos no queremos verlo. Y la repetición (la forma, el personaje), para sostenerse, necesita oscuridad. Hace falta cierta inconsciencia, decía Ciorán, para permanecer dentro de la historia. La consciencia sería el amor —el amar. Ante la tendencia reactiva de despreciar la forma, con su aparato de reacciones, la alternativa es amar. Amar la forma. Para amar la forma, pareciera necesario echarle luz, verla y narrarla.

Entonces aparece un segundo pliegue de la frase. De contar la historia HASTA reconocer que es una historia muta en contar la historia PARA reconocer que es una historia: ahora, aunque sea inconscientemente, aunque sea una artimaña del destino, se narra PARA que la repetición, tarde o temprano, sea reconocida. Y tal vez, entonces, esa sea la historia: el tiempo que nos tome reconocer que es una historia. Las vueltas que nos toque dar hasta ver lo que hay que ver.

Narramos y narramos para agotarnos de la historia y ver lo que ella oculta —lo que hay debajo de ese tejido de estabilidad aparente.

Lo que ahora me pregunto es esto: si debajo de la estabilidad ficticia con que pretendemos organizar y dar sentido a nuestras vidas hay una inestabilidad inevitable y finalmente incuestionable, ¿será que debajo de ella hay una otra cosa más? ¿Acaso una segunda estabilidad, ésta no dependiente de las historias? ¿Será que por debajo de la dualidad cambio-permanencia hay algo más? Porque cuando hablamos de transformación todavía estamos hablando de las formas. Para hablar de transformación tenemos que hablar de forma. Decir que la realidad es puro cambio es también decir que es pura forma. ¿No hay nada más allá de la percepción del mundo como forma? ¿Será que hay una dimensión de la realidad que no entra en el esquema formal estabilidad-inestabilidad? ¿Será que la naturaleza se da cuenta de que está cambiando todo el tiempo? ¿Será que, como está cambiando todo el tiempo, en el fondo ni siquiera está cambiando?

Dejo de escribir y una mosca llama mi atención. La veo deambular por la superficie del pasto, pero fue su sonido lo que llegó primero. El zumbido de la mosca, me digo, y después veo qué pasa con lo que dije, y reconozco que hice un movimiento. La mosca ya no está, no dentro de mi campo visual. ¿Quién soy para creer que soy alguien que escucha una mosca? ¿Quién soy para creer en la realidad de eso que llamo mosca? El colchón de moscardones (o de avispas) que suena desde las hortensias es un hecho. Me digo que es un hecho, después me digo que no lo sé. Percibo una distancia entre el sonido de los moscardones y lo que entiendo es la zona del mundo que llamo mi cuerpo. Cuando estoy sopesando la realidad de esa distancia pasa un pájaro. Su vuelo es incuestionable. Eso es lo que pienso. Su sonido y su vuelo fueron incuestionables, pienso. Pero no lo sé, pienso. Y cuando pienso no lo sé aparece este impulso de escribir. Tal vez escribo para agarrarme de algo, porque dudar de los sonidos podría matarme. Pongo punto a esa oración y un viento me dice que aquí estoy. Pero tal vez el viento miente cuando dice chocarse con las cosas. Otro pájaro, o el mismo, ahora, confirman la posibilidad del sonido. Pero cuando escribo esa idea me doy cuenta de que es solo una idea. Sí, puedo dudar del viento y también puedo dudar del sonido de los pájaros. Pongo mi mirada en las hortensias como forma de sacarla de la duda, que también quiere hacerme existir de manera incuestionable. ¡La duda me quiere hacer existir!, pero el colchón de avispas ya no suena. Siempre suena algo, pero, pero… ahora las hortensias no suenan a nada y verlas mudas me parece tonto. Flores, enmudecidas por algo que se fue. No sé qué estoy haciendo. Escribo para no morir, pienso, pero, a la vez, escribo para poder seguir muriendo. Narro para no cambiar, pero, a la vez, narro para dejar de seguir narrando.

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