(Octubre 2023)
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En la mentalidad de «bien contra mal», cualquier explicación que no sea el mal (o una palabra clave para designarlo) desbarata la narrativa que facilita saber qué hacer, a quién matar y quiénes somos «nosotros».
Charles Eisenstein
No sé si esto funciona para todxs igual, pero a mí me parece que lo mejor que puedo hacer para ayudar es, en principio, preguntarme qué es, profundamente, lo que se está prendiendo fuego. Por supuesto, si puedo agarrar un balde de agua y echarlo a las llamas, lo hago; pero rara vez es tan simple como eso: el paisaje humano-terrestre es complejo, los peligros físicos están muy entrelazados con los ficticios, discernir entre el instinto de supervivencia y el terror ancestral a la muerte no es sencillo.
Cuando hay espacio (digamos, cuando no tengo que correr a sacar unas papas del fuego), me interesa preguntarme: ¿cuál es el Problema detrás del problema? No digo que no sea necesario y urgente apagar el fuego, no digo que no sea importante bajar la fiebre cuando sobrepasa un umbral, lo que digo es que la fiebre no es el verdadero problema. Si apagar el incendio es importante, también es muy importante preguntarnos qué lo genera. Qué, más que quién. El quién nos deja muchas veces atoradxs en la culpabilización, difícil de trascender. Rara vez nos animamos a preguntarnos qué mueve profundamente a ese quién. Rara vez enfrentamos las causas últimas. Me pregunto si, en algún nivel, el repudio no nos priva, muchas veces, de ir hacia ese fondo. Nos quedamos en la urgencia.
Ojalá que la urgencia del repudio no sea una forma de evitar investigarnos, pienso. Además del repudio, muchas veces necesario e importante, a mí personalmente me interesa preguntarme qué hay en el fondo de la atrocidad, de la represión, de la bomba. La pregunta tiene una doble dirección: hacia el “otro” (si acaso hay posibilidad de diálogo) y hacia “mí mismo” (¡y tampoco es que siempre tenga disponibilidad para dialogar conmigo mismo!). Cuando me animo a mirar al espejo más profundo, descubro una zona de mí (sea donde sea que comienza y termina eso que percibo como mi individualidad), digo, hay una zona de lo mío que, a su modo y en su nivel, también reprime, también arroja granadas, también desparrama miedos y frustraciones en el tablero de la vida.
Claro que hay una diferencia enorme entre quien expresa sus frustraciones y miedos tirando bombas afuera, y quien no. Pero: no expresar violentamente el enojo, la angustia y el terror no implica que no estemos enojadxs, angustiadxs, asustadxs. A veces tiramos la basura hacia adentro, a veces dejamos que sea otro quien la tira afuera.
El problema no es la guerra, el problema es que rara vez miramos de frente a nuestra necesidad de pelear. Muchas veces, alguien más expresa esa necesidad por nosotrxs. Tenemos que hacernos cargo de que, aunque sea en un grado ínfimo, la guerra también está dentro nuestro. Tenemos que buscar los por-qués de más abajo.
Y no, buscar esos por-qués no significa eso que tanto tememos: justificarnos. Por temor a justificar el horror, no nos animamos a investigarlo. Y nos quedamos rebotando entre la ferocidad guerrera y la esperanza tímida.
¿Cómo vamos a encontrar paz haciendo la guerra? Más que pelear, necesitamos atender, escuchar. Más que esperanza, necesitamos interés. Interés en ver qué hay del otro lado del peligro; interés en ver qué hay, más allá de la ficción.
La guerra es el despliegue ciego de una identificación muy grande con una ficción, con un relato del mundo, una distribución de posiciones que creemos deber defender. La guerra es un intento de defender una ficción, la narración de un orden de cosas, una imagen. Lo más nocivo no es que reaccionemos y peleemos, sino que pretendamos que esa etapa de nuestro desarrollo sensible esté ya superada. Lo más nocivo (digamos, lo más desafiante) son nuestros idealismos, nuestras fantasías pacifistas que no nos permiten hacer contacto profundo con nuestra “oscuridad”. Tenemos que interesarnos por nuestro lado B, por nuestros mecanismos de supervivencia, y nuestras viejas inercias, nuestro proceso (¿lento?) de desmagnetización de la inteligencia arquetípica, y nuestro acceso (¿torpe?) a niveles más profundos de complejidad vincular.
El milagro que necesitamos es sólo una pausa antes de la devolución del golpe. En esa pausa están todas nuestras posibilidades de recrearnos. La guerra es un ping-pong de reacciones repetitivas. Vencer la inercia pide energía y atención. Cuando prestamos atención, la identificación se suelta sola —el terror se desactiva.
Las sensibilidades más aterradas son las que más se identifican con los órdenes de la ficción. El proceso de des-identificarnos equivale al proceso de sensibilizarnos al hecho de que no estamos tan en peligro como nos dice la ficción. Como no prestamos atención (porque nos obsesionamos con la ficción —con el mapa), nos creemos mucho más en peligro de lo que en verdad estamos. El otro nunca es el enemigo que creo que es —es sólo que no le estoy escuchando. El enemigo es enemigo sólo porque no le escucho. La ficción es un círculo imaginario que define los peligros viejos de la tribu. Una tribu se define por su enemigo —su otro. Levantamos fronteras de hierro porque nos aterra esa otredad; pero, también, seguimos aterradxs porque las fronteras siguen ahí. Si no bajamos al menos un poco la guardia, no tenemos la oportunidad de reconocer que no la necesitamos tan alta. Cuando el soldado se distrae y no pasa nada, descubrimos que la milicia no es tan necesaria.
Por supuesto, desmantelar una frontera (una armadura) cuando todavía estamos sintiendo terror, es un absurdo. El proceso es gradual. Nos vamos abriendo, de a poco, a una velocidad en que podemos ir confirmando que no hay (tanto) peligro. Los niveles de reactividad (ojo por ojo) van decreciendo en la medida en que vamos reconociendo que no estamos tan en peligro.
Ejercicio sencillo a la mano de todxs: poner atención a cuántas veces durante un día interpretamos que estamos en peligro, cuando en realidad no lo estamos. Respiración, pausa, asombro. Generamos espacios pequeños de suspensión que van, muy gradualmente, desconfigurando la inercia del binomio terror-batalla. Peleamos porque estamos aterradxs, pero estamos aterradxs porque peleamos. El animal humano es el que puede ver ese cortocircuito; el animal humano es el que puede decidir observar, retrasar y hasta pausar la reacción.
Más allá de las macro-políticas en las que podamos participar (¡bienvenido!), necesitamos entregarnos a la deliciosa práctica micro-política de detectar (¡y abrazar!) la reactividad profunda con que hemos sido programadxs, tanto en el nivel de lo individual (llamamos individual al nivel vincular más próximo, ese tejido de relaciones que percibimos muy cerca) como en el nivel de lo vincular no tan cercano pero cercano —digamos, las personas con las que vivimos, la familia, lxs amigxs, las personas con que trabajamos, lxs vecinxs, las redes afectivas, etc. El trabajo de pacificación de la especie humana es social, pero sobre todo es psíquico. Especialmente en los momentos más oscuros, tenemos que sostener la fe en la humanidad.
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