(Mayo 2023)
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1
Hace poco fui a la inauguración de la tremenda muestra de pintura de Lula Mari en el Centro Cultural Rojas. Casi nunca tomo alcohol, por lo que una inesperada media copa de vino me forzó a sentarme en la escalera; temí caer sobre las pinturas. Me dediqué a observar a la gente, con sus copas de vino en la mano, relacionándose con soltura frente a los cuadros; de pronto, tuve un insight: aunque sea algo obvio, vi, como por primera vez, el encastre perfecto que se da entre el alcohol y lo social. Claro, me dije, ¿cómo no vamos a tomar alcohol para encontrarnos? Al día siguiente compartí mi revelación con D y su respuesta fue: “Me pasó lo mismo hace unos meses cuando volví a tomar; me dije: ¡así cualquiera!” Me pregunto si salgo poco porque no me gusta beber, o si no bebo para salir poco. Si bebiera, ¿saldría más? El encuentro me genera vértigo, el alcohol sirve para tratar ese vértigo —la pregunta es si la bebida apunta a la raíz de nuestros miedos profundos al encuentro, o si más bien funciona como tapa-síntomas. ¿Quién no es un poco más extrovertidx con una copa de vino? El alcohol es una tecnología de ablande que nos permite soltar algo las riendas —o creer que las soltamos, quién sabe. Por momentos me pregunto si no bebo porque me aterra perder el control, entregarme al océano de los otros. Cada una de las últimas veces que tomé llegué a la misma conclusión: no me gusta ese efecto en mi cuerpo, en mi atención; o, mejor, me gusta parcialmente, me gusta con contradicción. Hay algo delicioso, o encantador, en ese modo en que el alcohol te pone a patinar por una realidad que de pronto se percibe más babosa; pero, por otro lado, hay algo que se siente forzado, como si embriagarse fuera un intento torpe de hacer tropezar a nuestra identidad, desfigurar los bordes de la imagen del yo. Por supuesto, hay grados: graduaciones de alcohol, cantidad de copas, sensibilidad de cada cuerpo. También hay motivos diferentes. ¿Para qué tomamos? Y está el problema de la adicción, que nunca se sabe bien adónde empieza.
2
Hoy me debato entre publicar o no publicar un artículo que escribí sobre El amor después del amor, la serie sobre la vida de Fito Páez que se estrenó en Netflix la semana pasada. Como me ocurrió muchas veces en mi vida, vuelvo a verme como un agua-fiestas. La serie, y el fenómeno cultural colectivo generado alrededor de la serie, son una gran celebración. La serie combina una historia personal dramática con una estética de ensueño e identificación emocional que invita a la emoción fácil, una fiesta fácil. Si bien pienso que tiene un valor social (por algo existe), me interesa llamar la atención sobre lo embriagadora que es la estética narrativa de El amor después del amor. Pero, ante la alegría colectiva alrededor del estreno, vuelvo a encontrarme atorado en el rol (la idea del rol) del pincha-globos. Hace un tiempo, conversando sobre esto en un contexto terapéutico, me vi en una escena en la que entraba en un bar y me acercaba a unos borrachos para decirles que no necesitaban beber para divertirse. Qué absurdo entrar a un bar a decir “no bebáis”, ¿verdad? La escena me reveló lo absurdo de la posición en que me veo ahora de nuevo acomodado. Digo “acomodado” porque, en algún nivel, es cómodo ubicarme en ese rol, creer que tengo esa función polarizadora y juiciosa sobre la fiesta de otros, creer que estoy afuera y que, de afuera, como de otro mundo, vengo a traicionar a la tribu que celebra. Lo que intento plantear en el texto sobre la serie es que mi invitación no es a que dejemos de celebrar, sino a que observemos las formas en que celebramos. Es fuerte cuestionarle a alguien la emoción, me dijo D. La emoción por la historia de Fito, el valor de esa música y de esas vidas, son intocables. Lo que pienso que sí podemos tocar es el modo en que esa emoción es generada, las formas en que el espectáculo se organiza para afectarnos, cómo nos organizamos para emocionarnos juntxs —no porque crea que debemos dejar de hacerlo. Si bien el propósito del texto me es claro y valioso, aun así, se activa en mí el miedo. Tengo miedo de que me vean como un aguafiestas, tengo miedo de ser un aguafiestas, tengo miedo de que piensen que soy un idiota, tengo miedo de que piensen (¿descubran?) que en el fondo siento envidia porque no participé de esa creación colectiva, o porque nunca me dieron la posibilidad de filmar con dinero, o por alguna otra razón. Tengo miedo de seguir sintiéndome solo por no poder celebrar con la tribu —como si esto no fuera también celebrar, como si indagar en los modos de celebrar no fuera parte de la misma celebración. Cuando el año pasado me enteré que estaban haciendo la serie, que un viejo amigo era uno de los directores, que dos amigxs iban a actuar, sentí algo de envidia —digamos, una confusión que quise llamar envidia. Hoy al ver el resultado de la serie confirmo que es adecuado que yo no haya sido parte. ¿No soy parte? Eso es lo que me inquieta, me inquieta verme como alguien que viene de afuera a arruinar una fiesta estética. Pero no estoy afuera. Pensar y escribir estas ideas, aunque sean una tontería, es parte del complejo fenómeno colectivo. Si alguien lee el texto y reacciona, eso será parte del fenómeno colectivo. Decirlo es fácil, el vértigo sigue ahí. Porque igual, de nuevo, es fuerte cuestionar una emoción. Una forma de emocionarnos. De movernos juntxs. ¿Es eso lo que estoy haciendo? ¿Qué estoy haciendo? Tal vez estoy invitando a un discernimiento. Una cosa son los satélites con los que transmitimos ideas de amor, otra cosa es ofrecer el corazón.
3
Por la razón que sea (por el misterio que sea), tiendo a interesarme por las estéticas más sobrias. De la película Todo en todas partes al mismo tiempo pude ver sólo los primeros quince minutos. Me cuestan las propuestas muy veloces con niveles altos de estímulo visual y sonoro. También me cuestan las grandes fantasías, y, sobre todo, me cuestan las obras que (interpreto que, o percibo que) quieren lograr en mí efectos precisos. Creo que lo que más rechazo me da no es el espectáculo en sí, sino su efectismo. El espectáculo tiende a ser efectista, pero a veces logra ser sutil. Nop!, de Jordan Peele, tiene algo muy espectacular, y a la vez tiene algo muy sutil, curioso, singular. La corona, por ejemplo, es una serie que me generó ese rechazo por el efectismo, pero a la vez me conmovió —sobre todo, las tres primeras temporadas. Creo que en gran medida me asocié a la serie porque me gustaron mucho las tres actrices que hacen de la reina; también, yendo más profundo, porque tocó una fibra del inconsciente colectivo que en mí está particularmente activa y presente, que es la tensión entre deseo personal y deber social. Cuando Alan y Elie ven a los braquiosaurios por primera vez en Jurassic Park, y suena la música de John Williams, lloro, cada vez. Supongo que es una combinación compleja de factores lo que hace que algunas obras muy espectaculares me conmuevan. Supongo que hay días, hay momentos, pero, en general, me reconozco poco resonante con el cine más espectacular, más entretenido. Cuando me quieren entretener, me aburro. Cada vez necesito más que las películas me den espacio para aburrirme. Cada vez estoy más a favor del aburrimiento. Eso, por momentos, me hace sentir solo. Porque la fiesta social apunta a la joda, al alcohol, a la emoción fácil. ¿Quién quiere ver una de Pedro Costa de 3 horas? Todavía estoy procesando En el cuarto de Vanda, la vi hace poco en la sala Lugones, Costa la presentó, dijo algo así como que la película, más que para ver, era una película para habitar, para acompañar. En el cuarto de Vanda es una película de 3 horas que no hace nada para forzar (apurar) la identificación del espectador con los personajes. Sólo nos da tiempo para estar ahí, cerca de ellos. Los vemos conversar, vender lechuga, pelear, caminar, drogarse. Pasamos tiempo con ellos y algo, de a poco, empieza a suceder. Pero sucede sin atajo, sin resumen, sin identificación. El problema de la identificación no es la empatía, sino el apuro de la empatía, la simplificación a la que los otros son sometidos para que el espectador pueda reconocerlos. El cine aprendió a meternos dentro del sueño, esa burbuja de fantasía en la que generamos, con los personajes, esa suerte de magia tan valorada que llamamos identificación. La identificación es como una embriaguez, una fascinación, un encantamiento. Identificarnos con un otro no es empatizar con un otro, sino con una idea de ese otro. El otro, al ser identificado, se transforma en un personaje, una ficción, una forma reconocible y controlable. Me gustan los cines que no apuran la identificación, que no hacen del otro una idea. Son cines que suelen generar (o habilitar) emociones más sutiles, menos contundentes, menos masivas. Son cines que no suelen generar tanto fanatismo.
4
Francis Scott Fitzgerald tuvo problemas con el alcohol. En su última novela, inconclusa, narra la inundación de un estudio de Hollywood. Hollywood ya es una inundación. Como dicen, una fábrica de sueños. En algún nivel, vivimos inundadxs por la fantasía. ¿Qué es una sociedad sino un tejido de fantasías colectivas? No digo que tengamos que dejar de narrar, de contarnos historias; digo que, si queremos, tenemos la posibilidad de reconocer que las historias son historias, y que tienen, junto con su poder aglutinante, un poder adormecedor. No por nada a lxs niñxs les contamos cuentos para dormir. Si bien lxs adultxs seguimos necesitando de la tecnología narrativa (para organizar supervivencias), la tecnología narrativa apunta a nuestra parte más infantil. Esa parte que se fascina con los mapas. Los cuentos nos unen, pero también nos duermen. El alcohol nos ablanda, pero también nos insensibiliza.
5
No me interesa pinchar globos, sino observarlos. Burbujas necesitaremos siempre. Al menos, mientras seamos esta cosa rara que llamamos ser humano. El ser humano necesita fantasía, imagen, virtualidad. En el documental A pervert’s guide to cinema, Zizek afirma que, para permitir la circulación de la libido (digamos, de la energía vital), el ser humano necesita de la fantasía, de las historias, de la virtualidad. Supongo que, por ahora al menos, es cierto. Pero eso no quita que podamos observar y estudiar los modos en que generamos obsesión y adicción a la tecnología narrativa, a la fantasía, al ensueño cinematográfico, al entretenimiento. Por mi parte, el desafío personal que tengo es doble: por un lado, está la idea insistente de que necesito pertenecer a una supuesta tribu que me pide participar del ritual embriagador de la fantasía colectiva (reconocimiento, afecto, etc.); por el otro, está una especie de dogmatismo encubierto que surge del terror que me genera entregarme al encuentro con el otro. Como siempre, la trampa de la polarización.
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