Hoy me pregunto si puedo (si tiene sentido, si me alcanza) crear sin confirmaciones, sin feedback, sin señales de reconocimiento que puedan ser leídas como validación —digamos: sin público, sin lágrimas, sin aplauso, sin “tu película cambió mi vida”. No puedo dejar de pensar en la diferencia entre lo evidente del impacto del activismo macro-político de mi familia y lo invisible del impacto de mi activismo perceptivo nano-político. Si no reconozco la pregunta por la necesidad real de medir el impacto de las cosas, quedo atorado en la pregunta (superficial) de cuánto impacto con mis cosas. El entusiasmo que me mueve a crear se interrumpe cuando me pongo a esperar —contar corazones, medir impacto. Por momentos vivo la espera como un juego —investigo con soltura formas de llegar, maneras posibles de que “mis” obras (mis visiones) sean percibidas por qué-sé-yo-quién y para qué-sé-yo-qué. Por momentos, y el cambio sucede de modos bien imperceptibles, el juego deviene deber. Devenir deber. Algo debo estar haciendo mal. Hay una distancia notable entre el valor que doy a lo que hago y el movimiento (o la evidencia del movimiento) que lo que hago genera en el mundo. El problema tiene que ver no con el movimiento, sino con su evidencia. Lectura, signos, medición. Si no hay evidencia (perceptible), ¿significa que no hay movimiento? ¿Busco movimiento o evidencia de movimiento? ¿Busco transformación profunda o busco lágrimas? ¿Por qué busco? ¿De qué evoluciones planetarias necesito apropiarme? ¿De qué desplazamientos cósmicos necesito confirmarme parte? Vuelvo una y otra vez a la noción de que no podemos medir el valor de las cosas —al menos, no solamente por su impacto evidente en ese tablero de espejismos y derivaciones que llamamos: el mundo. Por momentos pienso que conectar es importante —es necesario participar de la escena social, el diálogo, el encuentro con lo otro, la danza del intercambio de ideas y sensibilidades, tocarnos. Por momentos pienso que la conexión es algo ya dado, algo que preexiste a cualquier intento, algo que no puede ser logrado, ni conquistado, ni confirmado. Supongo que las dos versiones de la realidad tienen algo de verdadero. Supongo que es a la vez cierto que estamos conectados y desconectados. Supongo que hay partes nuestras que todavía necesitan saberse cerca —confirmarse cerca, reconocerse cerca, nombrarse cerca. Pero también pienso que depender del contacto “concreto” para sentir el Contacto puede ser tramposo. Un filósofo norteamericano decía que a veces no hace falta tanto ser fuertes como sentirnos fuertes. Es un problema perceptivo, un asunto de lecturas y ficciones. No quiero sonar grandilocuente, pero tal vez todo esto tenga que ver con la gran paradoja del acontecer humano: la ficción: lo que nos desconecta es una ficción, pero la ficción tiene un poder real. Las fronteras políticas son una ficción social, pero tiramos bombas para defenderlas. La ficción, lo que nos priva de reconocernos ya conectados. Decir que “somos uno” está muy bien, pero ¿quién siente profundamente, con todas las fibras de su ser, aquella supuesta unidad? El artista ¿apunta a esa unidad? La palabra unidad es problemática. Es natural que el artista apunte a lo problemático, el artista es una figura más que problemática. Por no saber cómo medir el valor de sus obras, inventamos sistemas de validación social que, si los miramos dos segundos de más, reconocemos ficticios. Premios, entrevistas, noches de inauguración —no es que los firuletes sociales sean falsos, es sólo que son historias, relatos. No hablo de eliminar relatos, premios, famas, hablo de reconocerlos como lo que son —tecnologías sociales para organizar la circulación del valor. Hablo de la obsesión (o adicción) que desarrollamos con esos relatos (esas tecnologías) que nos aseguran que vamos hacia algún lado, que la cosa tiene sentido —meaning. El cineasta Donal Foreman escribió que el arte tal vez tenga a veces la función de liberarnos de la obsesiva necesidad que tenemos de hacer sentido —no del sentido, sino de la obsesiva necesidad. Cuando reconocemos que la fábula no es necesaria, ya no necesitamos liberarnos de la fábula —arte abstracto. La fábula nos sirve para organizarnos, para sobrevivir, pero sólo para eso. Después está el arte. El artista crea puentes que no llevan a un lugar. Antes, ese lugar se llamaba Dios. Hoy, para muchos, Dios es una mala palabra. Tenemos otras palabras para nombrar eso, aquello, lo innombrable, lo inexistente. Por ejemplo, tenemos la palabra Misterio. Pero ¿qué hacemos con la palabra misterio? Cosas terribles: entendemos el misterio como una incógnita que debe ser resuelta, al final de la historia, con inteligencia, al final del policial. Tratamos al océano como a un gran charco. Hemos leído muchos policiales, y el arte, ese puente sin respuestas, ese mar remoto, termina siendo usado como una tecnología más de ese aparato de certezas que llamamos Cultura. El poeta termina siendo un detective: abre las aguas, organiza el cruce, salva a un pueblo. La torsión estética, esa sacudida de espirales multidireccionales, termina siendo un puente que sólo nos lleva a la otra orilla, una única otra orilla. Supongo que así está bien, supongo que hacemos lo que podemos. Pero, ay, cómo me duele esa obsesión capitalista por extraer, de toda experiencia, un sentido cuantificable. Es el ego, la estructura perceptiva que necesita capitalizar —sí, lo entiendo, supervivencia, entiendo, pero duele. Supongo que lo que duele es creer que, para hacer contacto, tengo que sacrificar sutileza. Tal vez lo que duele sea darle tanto valor a la sutileza. ¿Será que me creo un defensor de la sutileza? ¿Por qué me molesta que a la gente le guste La ballena? Deja de molestarme cuando me vuelvo también crítico de mi posición de crítico. Si mirar críticamente es tomar distancia para ver más (como dice Steiner, alejarse para acercarse), hay un momento en que también se vuelve importante tomar distancia de esa distancia. Puedo tomar más distancia, puedo no quedarme atorado en mi rechazo a las prácticas estéticas de turno. Hay razones y misterios por los que La ballena gustó a tanta gente. No respetar, no dar lugar a esas posibilidades, inhibe mis posibilidades de pensar el fenómeno. Estudiar, observar, esas razones y misterios me devuelve a la distancia, la distancia de la distancia, el espacio en el cual cualquier fenómeno cultural, sensible, humano, puede (y casi diría que debe) ser valorado. Ahora, la distancia de la distancia, la crítica de la crítica, no elimina a la primera distancia crítica. También considero que es mi responsabilidad indicar modos viciosos y adormecedores de encontrarnos con el cine y con la vida. No se trata tanto de las películas, sino de cómo las miramos —en última instancia, las películas son un signo (una cristalización) de cómo miramos. No se trata tampoco de que yo tenga la verdad; se trata, más bien, del respeto por un entusiasmo incuestionable que me mueve a la docencia. Tal vez entonces no se trate tanto del dolor del artista, sino del dolor del docente. O tal vez se trate de que, al menos en mí, el docente y el artista están mezclados. Tal vez se trate de que el arte, más que transmitir un mensaje, o contar una historia (¡la fábula!), lo que hace es proponer posibilidades de sensibilización. El problema con La ballena, justamente, es que su propuesta de sensibilización está demasiado dirigida, orquestada, diría: pre-digerida. Todo está diagramado para que al final, sí o sí, sueltes la lágrima —la reconciliación mecánica de la que sí somos capaces. Por más desinteresado y distante que estuve durante toda la película, al final, lloré. Cine: llorar como un problema mecánico. Fue una mecánica lo que exprimió mi lágrima. Y, debo decirlo, eso, más que sensibilización es inducción emocional extractivista. Está bien, puede que necesitemos la extracción. Como necesitamos del alcohol, como necesitamos del sábado a la noche, puede que también necesitemos de la narración-taladro, que te invita (por no decir: te fuerza) al atajo de la empatía express. Pero, ay, ¿cuánto lo necesitamos? O, mejor aún, ¿por qué lo necesitamos? La ballena es un claro ejemplo de arte entendido como proceso terapéutico inductivo. Es efectivo, es efectista. Llegas a llorar. La reconciliación, al menos en un nivel básico (mecánico, físico), acontece. El signo-lágrima, al menos, nos recuerda que somos sensibles —todavía. Recordar que somos sensibles no es poca cosa, pero tampoco es tanta cosa. Es, de hecho, una sola cosa. Y el arte está para más cosas. El arte, pienso, está para todas las cosas. El arte, voraz, busca todos los efectos. Si el arte es como un puente, es un puente que busca cruzarte a todos lados, a todas las orillas. ¿Es idealista? Es excesivo, sí, pero el arte ¿no es la búsqueda de un excederse? La ballena me llevó a una sola orilla, aunque, es cierto, también me llevó a reflexionar, a escribir estas ideas, a ejercer mi derecho a la distancia crítica trans-llanto. Pero es grande el esfuerzo, el gesto anti-inercia que debo realizar para poder transformar la propuesta terapéutico-inductiva de La ballena en un campo de posibilidad estética. Digamos que, como espectador inquieto, recuerdo mis ganas de aprender, y decido, contra mi voluntad mecánica de sólo juzgar, usar la experiencia-ballena para aprender algo. Es curioso, la ballena es el animal más grande, y la película es tan pequeña. Moby Dick, la novela de Melville, es tanto más que la historia de la obsesión del capitán Ahab (sí, la fábula es la de ese viejo marinero que busca encontrar a la ballena que se comió su pata, pero el libro supera tanto a su fábula de venganza); y es tantísimo menos lo que la película que usa a esa novela propone (una película completamente inhibida por su fábula), ¡tal la reducción del animal descomunal al reducido entendimiento humano! ¿Se entiende? La película La ballena usa la novela Moby Dick para validar la mirada honesta de una niña pequeña que se aburre con una lectura que claramente no es para niños. El padre valora el ensayo que su hija escribió porque lo considera “honesto.” Valorar la honestidad de un niño, ¿no es como valorar la humedad del agua? La película pareciera querer enseñarnos que la honestidad es valiosa y sanadora. Gracias, ¡no lo sabíamos! Más que arte, aula. Más que a pensar, la película nos obliga a completar una palabra. Eso no es enseñar. La ballena, como muchas otras películas, revelan una idea educativa bruta. Si volvemos a la idea de que el arte enseña, podemos preguntarnos qué es lo que enseña. Si tomamos La ballena como ejemplo, tenemos que concluir que el arte enseña una sola cosa: nos enseña que tenemos que ser honestos y perdonarnos, nos enseña a llorar; no importa, lo que sea, pero una cosa única, reconocible, nombrable. De nuevo, el puente es usado para cruzar a una única orilla. Si tomamos mi hipótesis de que el arte busca todas las orillas —incluso y, sobre todo, las orillas que no existen—, entonces tenemos que concluir que La ballena tiene más posibilidades morales que artísticas, y que lo que hace el arte no es enseñarnos una cosa, sino que, como decía Eugenio Barba, nos da la posibilidad de aprender a aprender. Con el arte, no aprendemos algo, aprendemos a aprender. El arte no nos hace sensibles a una cosa, nos hace sensibles. Punto. No nos abre a una cosa, nos abre. Punto. ¿Por qué necesitamos poner un objeto después del verbo aprender? ¿Por qué no cerramos la oración y punto? ¡Punto! ¡Por Dios, punto!
4 de abril 2023
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