Junio 2025
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Muchas veces decimos que lo importante es el viaje, el proceso, más que el puerto, el resultado. Tal vez sea cierto, pero también puede ser exagerado. Como sea, la idea nos sirve, en principio, para contrarrestar la obsesión que tenemos con llegar. En general, los humanos estamos más entrenados para valorar los resultados que para valorar el aprendizaje; y es importante que recuperemos la valoración del aprendizaje —del proceso.
A la vez, retomando la idea de exageración, podemos polarizarnos para el lado del aprendizaje, o la idea del aprendizaje, y así pasar a creer que los resultados no importan. Especfícamante hablando del campo del arte, es interesante ver cómo en los últimos años, tal vez en las últimas décadas (¿algo muy del siglo XX?), la noción de work-in-progress fue ganando protagonismo; empezamos a dar más valor (explícito) a los procesos creativos, al punto de generar experiencias de exhibición de esos mismos procesos. Los detrás de escena, los ensayos abiertos, los diarios de artistas, la publicación de trabajos “inconclusos” son manifestaciones de esta re-valorización del proceso.
((Un diario de rodaje puede ser más interesante que la película en sí.))
El punto es éste: al publicarse un diario, o un trabajo supuestamente inconcluso, por el solo hecho de ser publicado, ese trabajo adquiere un estatuto de completado. Porque… ¿Qué significa que un trabajo está completado?
En ese famoso gesto inaugural de lo que se conoce como los ready-made (objetos encontrados, o arte encontrado), Marcel Duchamp firmó un urinario y lo ubicó en una tarima de museo. Con esto la pregunta: ¿qué es el arte?
¿Qué es el arte?
¿Qué es una obra de arte?
¿Qué significa que una obra de arte esté acabada? ¿Qué significa que un trabajo artístico haya sido terminado?
En principio, significa que puede ser leído. Leído como terminado —porque también se puede leer un trabajo en proceso; pero es diferente: pedimos diferentes cosas a obras en proceso (que se nombran “en proceso”) que a obras terminadas (que se perciben “terminadas”).
Que un trabajo esté terminado no significa que no pueda volver a ser editado. Borges revisitaba sus textos después de años. En el cine hay muchísimos casos de películas que se re-editaron; por ejemplo, hay directores que, después de un tiempo de estrenadas sus películas, vuelven a ellas para hacer lo que se llama corte del director. Esto sobre todo en producciones grandes, en las que los estudios y los productores toman decisiones con las que los directores no están de acuerdo —y por eso después vuelven a hacer su versión.
En La cueva de los sueños olvidados, la película de Werner Herzog sobre las pinturas milenarias de una cueva de Francia, se cuenta que entre unos trazos del dibujo de los caballos sobre la roca y otros trazos, pasaron miles de años. Después de miles de años, otro dibujante volvió a retocar, o complejizar, la obra. Es tal vez una de las partes más conmovedoras de la película, el momento en que se descubre que ese dibujo en la roca se hizo a lo largo de miles de años, y por varias manos diferentes.
Una obra no está nunca del todo cerrada. No sabemos si en unos cuantos miles de años alguien no se encontrará con nuestro poema y le cambiará (o sumará) algún verso. En unos miles de años, o mañana. De hecho, es inevitable que eso suceda, de una u otra manera; en algún punto, las traducciones son variaciones del material.
Leer es, en sí, modificar el material.
En uno de sus libros sobre cine, el filósofo Jacques Rancière confiesa haber inventado en su memoria un plano de una película que, al revisitarla, descubrió que no existía. Como espectadores, vivimos modificando las obras, conscientemente o no. Maurice Blanchot propone que lo que más daña o amenaza la lectura es el intento del lector de seguir siendo el mismo —es decir, de no cambiar. Con tal de no cambiar, somos capaces de cegarnos a lo evidente. Los hábitos de lectura, personales y colectivos, definen las posibilidades creativas del encuentro con la obra.
Después de siglos, y ni siquiera tanto, después de unos años, o también, moviéndonos de un lugar del mundo a otro, una misma obra es leída de manera muy diferente. Eso, en algún punto, la cambia. Porque la obra es, también, lo que se hace con ella.
Entonces me pregunto: ¿será eso lo que nos aterra de terminar una obra? ¿Qué harán con nuestra obra?
Si terminar una obra es darle la posibilidad de ser leída, ser leída implica la posibilidad de ser resignificada.
En mi trabajo como mentor y acompañante de artistas, encuentro en las personas una gran dificultad para completar proyectos. Para mí completar obras es natural, tanto que necesito que me lo recuerden: Jada, sos una máquina de completar. Es cierto, he hecho muchas cosas. Tal vez mi difultad esté más en otros lados (obtener recursos, difundir), pero no encuentro tanta dificultad en terminar mis trabajos artísticos. Por supuesto, no todo proyecto se termina, y me parece bien que así sea; la calidad de un artista también se define, como decía Brahms, por la cantidad de material que descarta. Como sea, lo cierto es que termino muchos trabajos artísticos —y me pregunto por qué.
Una cosa que descubrí hace poco es que, en gran medida, terminar trabajos me resulta fácil porque tengo una gran flexibilidad para adaptarme a los cambios de planes planteados por el proceso creativo. Ningún proceso creativo es una línea recta. Crear, por definición, implica encontrarse con problemas. Crear es tropezar. Ante las dificultades y los obstáculos, no me obsesiono (no tanto, al menos) con que las cosas sean como yo las soñé —tengo una gran cintura para reformular y avanzar, para no quedarme atorado en la frustración de lo que no pudo ser. Tarde o temprano (y esto es una habilidad que he ganado con el tiempo), reconozco que la frustración es una invitación a escuchar algo nuevo. Lo que ahora también estoy descubriendo es que parte de mi facilidad para completar obras también tiene que ver con que tampoco me obsesiono con el sentido de mis obras. No sólo no me obsesiono con mis planes (hacia dónde quería ir), tampoco me obsesiono con el sentido (qué quería que significara).
Cuando creamos con la idea de que la obra transmita un mensaje concreto y preciso, sacarla al mundo implica arriesgarse al éxito o al fracaso: si el texto es leído como queremos, interpretamos éxito; si no, fracaso. En mi caso, soy un fan de la apertura. Amo que la gente lea de manera equivocada, digamos nueva, imprevista. ¡El malentendido! No pretendo que mis obras generen determinadas ideas o emociones en el lector/espectador, y tal vez eso, lo estoy descubriendo ahora, aligere mi relación con el despliegue de la obra. Me gusta la idea de que la obra es más inteligente que el autor, me gusta dejarla ser, dejarme guiar por ella, seguirla, como en un viaje de exploración.
Otra cosa que me ayuda a completar mis obras de arte es que no pienso al arte como expresión. No considero que mis obras me expresen a mí. Sí sé que soy parte de ellas, y que en gran medida lo que hago es personal, pero a la vez sé que lo personal, en mi arte, es solo una parte. Mis obras no tratan de mí, y tampoco busco en ellas un vehículo para decir cosas que necesito decir. Tal vez en alguna medida mis obras sí funcionen como vehículo para decir cosas, para plantear ideas, o hipótesis, sobre la vida, sobre el ser humano, sobre el arte y la estética, pero de ninguna manera las pienso como un puro vehículo para transmitir mis mensajes. Eso hace que las obras no tengan la presión de decirme, de ser fieles a lo que se supone que soy, de traducirme con veracidad y sin ruido, etc. La última película que hice, recientemente terminada, fue una experiencia clara en este sentido: un día, reconociendo el estrés y la preocupación que tenía antes del rodaje, me di cuenta de que, secretamente, me estaba diciendo a mí mismo: ésta tiene que ser una gran obra. Entonces, en un veloz giro de alquimia perceptiva, pensé: ah, no es mi responsabilidad que la película esté buena o no. La película va a ser lo que tenga que ser. Y si no está tan buena, eso no significará, aunque en algún momento de debilidad lo olvide, que yo soy un ser humano errado.
El que la calidad de la obra no dependa tanto de mí, por supuesto, no implica descuido ni dejadez; no implica hacer cualquier cosa. No implica quitarme la responsabilidad de dar lo mejor. Implica obsesionarme, pero de manera saludable. ¿Qué significa, como artistas, obsesionarnos de modo saludable? Obsesionarnos con el objeto y no con su sentido. Trabajar con precisión la forma, pero no lo que la forma dice o significa.
Esa es, creo, la misión del poeta: construir una pista de baile concreta, precisa, afilada, para que, sobre ella, y gracias a esa precisión, y a esos bordes, y a que las maderas están bien clavadas y los fundamentos sólidos, lxs espectadores puedan hacer su danza. Una obra abierta no es una pista de baile enclenque, imprecisa, de tornillos desajustados; una obra abierta (y toda obra es en el fondo abierta) es una pista muy bien ensamblada que no fuerza a sus visitantes a bailar de un único modo.
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Un recuerdo en relación a todo esto: para terminar la carrera de dirección de cine, nos fuimos a una isla del Tigre a filmar un cortometraje —la tesis. Pasamos casi una semana rodando, éramos un grupo de entre 10 y 15 personas. En una de las escenas, mi amiga y colega Liza Casullo, que en la ficción era una suerte de detective que investigaba la desaparición de una tal Marita, desplegaba en voz alta, para los otros personajes, la lista de pistas que había encontrado. La película era una suerte de policial desparejo y absurdo y la lista de pistas era una lista ridícula, desopilante, borgeana[1]; uno de los items era:
—Un botoncito así.
Cuando ensayábamos la escena, Liza acompañaba la mención del botoncito así con un gesto de su mano, un gesto de los dedos que indicaban (explicaban) el tamaño del botón encontrado. Discutimos. Yo insistía con que su cuerpo no tenía que explicar lo que decían sus palabras; el gesto, para mí, redundaba y, por lo tanto, sobraba. Pero ella estaba convencida de que tenía que hacerlo. No había forma de ponernos de acuerdo. No es que yo supiera, profundamente, más allá de la idea de la redundancia entre el gesto y la palabra, por qué no quería ese gesto de la mano; pero sí tenía una certeza, digamos, formal, musical, plástica (¿poética?) y la defendía. Liza, por su lado, defendía la suya, su propia certeza poética. ¿Alguien tenía razón? Éramos dos artistas colaborando y cruzando, o intentando cruzar, ideas que parecían contraponerse. ¿Con gesto o sin gesto? Pasado un rato, sin habernos puesto de acuerdo, y viendo que la discusión podía llevarnos directamente a la noche, es decir, a la oscuridad, decidimos hacer la toma. Entonces sucedió el milagro. Como tensionado por las dos fuerzas (hacer el gesto vs no hacer el gesto), el cuerpo de Liza, en el momento de mencionar el botoncito así, se contorsionó en un impulso reprimido que quería, al parecer, complacer a las dos voluntades en juego. Lo que resultó de esa batalla de obsesiones, arbitrarias, profundamente creativas, fue una danza indescriptible, impredecible, imposible de guionar —una tercera cosa, nacida del conflicto, de un diálogo imposible.
Vuelvo sobre ese recuerdo y me conmuevo al reconocer lo absurdamente valioso que es para nosotros, animales humanos, darnos la posibilidad de tan desfachatada y gratuita idiotez —una idiotez sagrada, indescriptiblemente valiosa, que hace del gesto artístico uno de los movimientos más importantes del vivir en la Tierra.
Aclaro: no estoy valorando la neurosis. No se trata de enredarnos en discusiones inconducentes y obsesivas (viciosamente obsesivas), sino de, justamente, valorar lo que podríamos llamar la obsesión sana del artista. El artista es, por definición, o por naturaleza (¿cuál es, en el arte, la diferencia entre definiciones y naturalezas?), un obsesivo del detalle. Qué hermoso pasarnos horas intentando descubrir un acorde, un color, un ademán. Mientras el mundo se cae a pedazos, mientras lo rompemos en pedazos, mientras todas las carreras por la supervivencia compiten por la primera plana, los artistas tenemos la responsabilidad idiota y cósmica de obsesionarnos con ese botoncito así.
Por supuesto, es importante, también, estar al acecho para reconocer cuándo esas obsesiones se vuelven armas defensivas contra el avance del proceso creativo. Valorar el detalle no significa atorarnos en el detalle. Todo tiene su revés. No hay fórmulas. Así como es importante obsesionarnos, también es importante saber cuándo dejar pasar. Lo que diferencia una obsesión fértil de una traba es que en una se siente movimiento, y en la otra, parálisis. Publicar es dejar de corregir.
Como director, me reconozco bien obsesivo, pero también reconozco que no puedo con todo, que no toda obra puede darme todo, que hay un momento para decir hasta acá, hora de estrenar. Como decía no sé quién, los cuadros no se terminan sino que se abandonan.
Otra cosa que descubro importante para terminar obras es no tener nunca un solo proyecto a la vez. Esto es personal. Hay artistas que necesitan trabajar en una sola obra por vez. No soy de esos, y el tener varios proyectos abiertos todo el tiempo me salva de creer que el valor de mi vida depende de un solo proyecto en particular (ojo: tampoco es que el valor de mi vida dependa de mis proyectos, aunque sean varios). Roberto Bolaño decía: no escribas un cuento, escribe nueve. El valor de mi vida no depende de mis 9 cuentos, de mis tantas películas, de mis pequeñas o grandes obras; eso es importante recordarlo, porque cuando lo hacemos, las obras se liberan de la presión de darnos valor (reconocimiento, dinero, etc.) y pueden avanzar con mayor liviandad. No somos lo que hacemos.
De las cosas más difíciles para un actor, proponía Julio Chávez en una entrevista, es no identificarse con lo que hace, sus personajes, sus obras. Claro, el actor pinta sobre su propio cuerpo; es difícil, para quienes actuamos, separarnos, distanciarnos, de eso que actuamos, porque al actuar, ponemos el cuerpo, la mente, la emoción, el sudor, la voz, los órganos, la piel. No por nada, en la historia de la actuación, la cercanía de eso que podemos llamar locura, esa dificultad para diferenciar realidad y ficción. No por nada tantas parejas reales nacidas como parejas de ficción. Es difícil separar. Pero qué importante —qué importante recordar, con todo el cuerpo, que no somos lo que hacemos.
Cuando nos identificamos mucho con lo que hacemos, damos a nuestras obras un peso que les complica el avance. Cuando la obra tiene la responsabilidad de expresarnos, de representarnos, queda atorada, limitada, confinada.
Tampoco es que yo nunca caiga en la trampa de creer que mis obras van a salvarme, a decirme quién soy, a darme aplauso y oro. Pero soy bastante rápido para recordar que esa idea no me sive, ni le sirve a mis obras.
¿Por qué nos ponemos tantas excusas para no avanzar? Avanzar y completar implica transformarnos. ¿Nos asusta transformarnos? Terminar también implica el dolor de dejar a la obra partir, dejarla tener su propia vida, su propia inteligencia. La metáfora del hijo: ¿le dejamos desarrollar su singularidad, más allá de nuestras proyecciones? ¿Nos cuesta «soltar»? ¿Es un problema de control?
Terminar implica que la obra pueda ser leída y por lo tanto resignificada. ¿Nos asusta la posibilidad de que la obra sea leída de maneras «erradas»?
Es importante terminar, porque terminar es habilitar la lectura. Tal vez sea solo eso. Terminar una obra tal vez solo sea decir: ahora se puede leer. Dar a leer la obra implica que sea resignificada, que deje de ser «nuestra»…
En la escalada valoramos llegar a la cima, al top. Es cierto que a veces nos obsesionamos con llegar al top, y entonces tenemos que recordarnos celebrar cada paso. Pero el top también es importante, porque sella un aprendizaje, una modificación del cuerpo y del cerebro: pudimos algo que antes no podíamos; y, además, ahora podemos pasar a un nuevo desafío.
Ese es uno de los grandes valores de terminar algo: podemos pasar a lo siguiente. Hacemos lugar para lo que viene. Nuevos interrogantes, nuevos desafíos. Llegar a destino abre espacio, y genera la plataforma, para nuevos destinos.
Terminar obras también sirve para terminarlas. Publicar sirve para terminar y terminar sirve para pulir y profundizar. Pulir es profundizar. Cuando era niño y mi padre nos pedía que ordenáramos la casa para recibir visitas, yo lo entendía como una actitud falsa; creía que él nos pedía pretender un orden que no era real, que solo se formateaba para la mirada de los otros. Después comprendí que “arreglarse” para salir no necesariamente es un gesto superficial, o que, en todo caso, las superficies no son menos profundas que la profundidad de los adentros —ese supuesto fondo de las supuestas verdades. Lo más profundo que tenemos, decía Paul Valéry, es la piel.
En el trabajo de acabado de una obra se gana una profundidad última que, de no terminarse la obra, tal vez nunca existiría. En gran medida, publico para escribir. Más que escribir para publicar, publico para escribir. Con mi libro de cine El espectador inquieto fue claro: el deadline me sirvió para terminar el trabajo, la obligación auto-impuesta me llevó a hilar fino y el material se profundizó; descubrí cosas valiosas gracias a que me puse a trabajar el material para publicarlo.
También podemos terminar obras y no publicarlas. Esa sería otra pregunta; tal vez publicar no sea la única señal de acabado. No publicar no significa necesariamente que la obra no esté terminada. Pero la idea tiene su revés, porque cuando terminamos una obra, cuando decimos “ya está”, ¿no es, en alguna medida, como si la publicáramos, en principio, para nosotrxs mismxs?
Decir “ya está” es afirmar: la cocción terminó. Ahora se puede comer. No es que se deba comer, o que solo si se come la cocción habrá tenido sentido —es que se puede comer. En esta época de redes sociales y circulación desmedida de información online, dice Boris Groys, para los artistas que publican su obra en internet tal vez se trata, más que de ser leídos, de poder ser leídos. El valor de que la obra esté disponible, más allá de si se lee o no. Tal vez el terminar sea un acto simbólico que disponibiliza experiencias de lectura y apertura.
Seguiría trabajando este texto por días y días, pero voy a decir ya está.
[1] Ver el texto de Borges El idioma analítico de John Wilkins, en el que se presenta una clasificación de animales sin criterio, como si cada ítem perteneciera en verdad a una lista diferente.
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