El amor es un lugar adonde ir (cuento)

Este cuento es parte del libro Todos queremos (relatos),
publicado en 2016 por Peces de Ciudad Ediciones

Se suponía que ayer iba a tener la noche libre pero el otro repartidor se enfermó y tuve que cubrirlo. Como estoy a prueba me pareció mejor decir que sí, además no quería quedarme en casa. En la pizzería no lo podían creer cuando me vieron llegar una hora temprano; Lorenza, la dueña, me agarró del cachete y dijo que le iba a poner mi nombre a una pizza.

Emi se fue hace dos semanas, todo por mensajito. Las palabras no fueron necesito tiempo, como suele ser, sino necesito espacio. Le hubiera dicho: espacio tenés, me lo decís como si yo te lo sacara. Fue hace dos semanas, creo, todavía está fresco. Leí ese mensaje como diez mil veces así que me lo acuerdo de memoria. Cada palabra. No es con vos, soy yo, necesito volver a mí. Me tomó desprevenido. Después pensé que no habíamos cogido en dos semanas, eso siempre significa algo; digo como si tuviera experiencia pero es así, te vas dando cuenta cuando del otro lado te vacían la pileta.

Quedé como en stand by, justo las dos semanas de prueba en la pizzería. Mezclé pedidos casi todas las noches, deben haber pensado que porque era nuevo. Esta semana es el veredicto así que quiero poner atención; mi cabeza está en otro lado, la verdad que sólo pienso en Emi revolcándose en el espacio que supuestamente liberé. No entiendo lo del espacio.

Venía bien pero ayer se me ocurrió escribir un mensaje. Volvía de hacer el primer pedido de la noche, cinco calabresas en una reunión de pibes de mi edad que chupaban vino y hablaban de las tetas de la profesora de Pensamiento Científico. Después de hacerme dar vueltas por la casa, me dieron cincuenta de propina y no sé si eso me levantó el ánimo o qué pero de pronto tuve la sensación, o la idea, de estar agradecido. Con todo, con Emi. Y quise escribir un mensaje; y no sé por qué, también quise mandarlo. Estoy agradecido con lo que vivimos, puse, con haberte conocido y saber que existís.

Puntos suspensivos y agregué: del otro lado de Nazca. La avenida Nazca es (o era) nuestro símbolo, la frontera entre mi barrio (Flores) y el barrio de Emi (Floresta). Si nos hubiéramos ido a vivir juntos, habríamos tenido que elegir de qué lado de la avenida quedarnos. Pero no llegamos. A veces las cosas se ponen demasiado simbólicas, tal vez es ahí que uno se separa.

Me senté a comer. Lorenza dice que hacen la mejor fainá de Caballito. Admito que estuve todo el rato viendo el celular, como cuando uno lo levanta apenas que parece que no importa; pero importa, cuando uno hace que no importa es cuando más importa. Y ese tiempo de esperar una respuesta y masticar fainá y el vaso de coca como que quería comerme el tiempo. Y se me hizo una bola en la panza, el garbanzo, la coca y la respuesta que no llegaba. 

Llegó cuando estaba en la moto. Iba bien lento para no congelarme la cara, la noche estaba helada. En avenida Gaona hay un convento, a unas cuadras de la plaza Irlanda. En estas dos semanas me descubrí varias veces desviándome para pasar por esa iglesia; no entendía por qué, hasta que recordé que de chico me llevaron una vez a almorzar y vi cómo una mujer tenía un ataque. La sacaban temblando en su silla, mientras alguien me explicaba que eso era epilepsia y que uno se puede tragar la lengua. ¿Cómo será tragarse la lengua?

Llevaba un paquete al de la calle Cucha Cucha, dos empanadas y una Seven up. Una locura hacer un envío por tan poco pero el hombre pide siempre, y siempre dos de carne y Seven up. Paré la moto cuando escuché el celular. El mensaje de Emi decía: No sé si es una enfermedad o una bendición, pero no siento ningún apego por vos. En lo más mínimo.

Lo primero fue que me dio asco la palabra bendición, lo segundo fue que me puse a llorar tanto que me tuve que esconder en la entrada de un edificio. Ahora lo cuento así pero ayer fue como una explosión. Ni diría llanto, tormenta. Y en la tormenta la moto se cayó, pero no me importó, y mientras apretaba el paquete de empanadas y hundía la cara en el portero eléctrico no sé por qué recordé que mi mamá me contó que de chica, cuando llegaba la cosecha y el papá se iba, ella se tiraba a llorar en el pasto y se imaginaba que con sus lágrimas atrapaba hormigas.

No sé por qué ese recuerdo ahí, como inyectado. Cuando paré de llorar me di cuenta de que estaba en la puerta del edificio de Cucha Cucha. Apreté el botón y en seguida la voz del señor dijo subí. En estas dos semanas ya le llevé a este hombre como seis veces. Hace tres noches me dijo que tenía una propuesta para hacerme pero le sonó el teléfono. Siempre pide dos de carne y una Seven up y siempre me hace subir, y siempre se apoya en el marco de la puerta del departamento para buscar el cambio en un monederito que parece chino pero más de mujer; y siempre me saca conversación y yo siempre digo que estoy apurado porque tengo la moto abajo y otros pedidos que entregar. Su casa parece un loft, aunque no sé si es un loft porque abre la puerta a medias y sólo veo una barra con copas de cristal y un ventanal por el que se llega a ver la estatua iluminada del Cid Campeador. Ayer me atendió en una bata azul como de nene, notó que yo estaba con los ojos rojos y me dijo estuviste llorando o fumando. Le dije que fumando, creo, y no sé cómo nos pusimos a hablar y en un momento tuve ganas de abrazarlo, pero de repente me estaba contando que tiene una revista porno on line y que si quería salir en unas fotos. 

No sé qué dije, creo que me reí y él abrió el paquete de empanadas y ya se estaba comiendo una. Me dijo que me pagaba mil pesos por foto. Le pregunté qué tenía que hacer y me dijo que sólo tenía que ponerme un sombrero y sacarme la ropa; le iba a preguntar pero me interrumpió y dijo claro, que mil era con erección y que quién quiere ver un pito muerto.

Salí a la calle y ahí noté que el edificio tenía la calefacción al máximo. El frío me raspó los ojos y la voz del tipo en el portero me asustó: pensálo. Me subí a la moto y quise acelerar y chocarme contra un árbol, o contra el edificio del señor del porno, o si el subte hubiera estado abierto meterme por la escalera y saltar a las vías hasta entrar en un vagón. Parece que fue hace mil años pero fue ayer, la idea de matarme hoy parece una joda pero en ese momento podría haberlo hecho. 

Aceleré. El llanto volvió a explotar pero no era llanto, era otra cosa, tal vez el dolor más grande que tuve. De repente el frío como que me excitó y pensé que si iba bien rápido se me pasaría todo; aceleré pero enseguida tuve que parar porque casi me caigo. Me pregunté si aprovechar la oportunidad, mil pesos por foto no estaba mal; en seguida vi a mi madre navegando por internet y encontrando a su hijo con la pija parada y pensé que no era buena idea. Ahí me llegó mensaje de Juan Cruz, que no se sabe si es el marido o el amante o el hermano de Lorenza, que adónde estaba, que había un pedido esperando. 

Si hicieran una votación para decidir si me quedo con el trabajo, Juan Cruz votaría en contra. Fija, debe estar celoso porque Lorenza se encariñó, ella es una persona triste y se encariña fácil. ¿Por qué una pija parada es tanta cosa? Me subí a la moto pensando en eso, en cómo harán los actores porno con sus padres.

Cuando llegué ni me dejaron pasar al baño. Juan Cruz estaba en la puerta con un gesto preparado y tenía las pizzas en la mano. Me las tiró encima y me hizo una cara como de padre desilusionado. Detrás de la barra estaba Lorenza, de espaldas, como si hubiera elegido darse vuelta para no ver la escena de Juan Cruz retándome. Él me dijo no podés repartir con esa cara, nos vas a fundir, y salí disparado. Entregué las pizzas a una mujer pelada que me dijo que se notaba que yo era nuevo. Lo nuevo, dijo, tiene sus pro y sus contra.

No sé adónde aprendí a andar en moto pero volví como un torpedo; al llegar recordé el mensaje de Emi, el del apego y la bendición. Parecía que había pasado un siglo y yo no había respondido. Corrí al baño y mientras meaba Juan Cruz entró también a mear; parado al lado me preguntó si le había pasado algo a la moto, si se me había caído o qué. 

Le dije que no, que por qué lo preguntaba. 

Mientras se sacudía, me miró con desconfianza.

Cuando se lavaba las manos me dio la impresión de que estaba triste, pero tal vez era yo; Juan Cruz es un tipo triste.

Qué te pasa, me preguntó Victoria, que no sé todavía si es la hija de Lorenza pero Lorenza la trata como si fuera. Estaba con la calculadora porque es la encargada de los números, la más prolija, la única que no tiene las manos llenas de aceite. Es colorada pero no tiene pecas, su pelo es tan brillante que uno no puede verle bien la cara. Y siempre se viste de negro y se cuelga una cruz dorada. Es un poco fantasma y su voz, con el tele y los cocineros atrás, casi ni se escucha.

Pero escuché cuando me preguntó qué te pasa, como si eso me devolviera a algún lugar del que me había ido.

Salté en una banqueta y me desplomé sobre la barra. De pronto sentí sus dedos entre mis pelos; apretó las yemas sobre mi cabeza y tuve una electricidad y el impulso de saltar. Pero en seguida pensé que era un masaje. Hizo círculos y me olvidé de todo. Después me dio dolor en la mandíbula, como si hubiera estado por horas desgarrando la carne de la pata de un caballo. Tuve un escalofrío en todo el cuerpo y creí que me desmayaba. Le dije todo bien pero sonó estúpido; ahí tuve la impresión de que ella era como una bruja y estuve a punto de contarle todo. Justo salió un pedido. 

Me detuve en la esquina de la plaza Irlanda, el frío la había vaciado. No había respondido al mensaje de Emi, el del apego, el de la bendición. La concha de tu madre, escribí, y por suerte alejé el pulgar del aparato; ese pulgar veloz que ya me dejó pagando, el pulgar del enviar. Miré la frase: la concha de tu madre. Tenía una bola en el estómago, debía ser la suma de garbanzos y coca. Amaría seguir viéndonos, escribí. ¿Se puede usar el verbo amar así? Amaría, me repetí, y pensé en fumar, pensé en emborracharme y pensé que decir la concha de tu madre era como decir: naciste. Y me reí y no sé por qué vi la imagen de Emi abriendo una puerta de madera; alguien disparaba y Emi caía sobre la puerta como un prócer, o como la amante de un prócer que es descubierta en medio de la noche. ¿No hubo uno que acribillaron contra la puerta de su casa? Dorrego o Lavalle, ¿quién había matado a quién?

Abrió un señor de unos cincuenta o sesenta. No sé si yo estaba tiritando o qué pero dijo Buenos Aires es una noche de invierno. Estaba oscuro y casi no lo pude ver. Le entregué el paquete, dos docenas de empanadas, el hombre metió la mano en su bolsillo y dijo que entraba a buscar la plata. Iba a cerrar y se detuvo. Vení, me dijo, entrá que te vas a congelar.

Cuando cerró la puerta y olí su perfume me arrepentí. No soy bueno para decir que no, me invitan y entro; tengo que cambiar eso porque ni me doy cuenta y aparezco en lugares con olor a viejo. El hombre se perdió en el fondo del pasillo y llegué a ver que las paredes estaban cubiertas de portarretratos ovalados; no se veían las fotos, eran como agujeros negros. Miré el celular, no sé si para ver si había mensaje de Emi o si para iluminar el pasillo. Desde una puerta en el fondo el hombre me dijo que entrara, tenían que buscar la plata. Y sin darme cuenta (otra vez) aparecí en un living con las paredes cubiertas de machimbre y todo lleno de adornos. El paquete de empanadas estaba sobre la mesa y al lado había un televisor gigante con una banderita de Alemania. Ahí creo que escuché voces y noté que estaba inquieto, quería que me dieran el dinero y salir. 

Alguien me miraba desde un sillón. Me asusté. Unos ojos oscuros, un brazo doblado, piernas cruzadas, una sonrisa y un hola. Ropa negra. Hola, dije, y desde el fondo la voz del señor dijo ahí vamos.

Creo que nos pusimos a hablar, de pronto yo estaba sentado y el hombre llegó con unos billetes y los puso debajo del paquete de empanadas. Me dijo que era la mitad, que lo disculpara, que ahora traía el resto. Y le preguntó al chico del sillón (¿o era una chica?) si tenía algo de plata. Pero no. El señor se fue, yo no sabía si la persona del sillón era un hombre o una mujer. Piel blanca, pelo planchado, cuerpo flaco. Edad, diecisiete o ahí, seguro más joven que yo, podía ser un elfo.

Se murió mi abuelo, está en el pasillo.

No pude saber si la voz era de hombre o de mujer, una belleza como de otro mundo. Creo que hicimos silencio y después una voz de otro señor, que vi pasar detrás de una puerta, dijo que el viejo tenía sus ahorros en el placard.

Tuve ganas de ir al baño. El hombre que me abrió la puerta ahora estaba sentado a la mesa. Había abierto las empanadas y miraba los dibujos de los repulgues con el ceño fruncido. Me preguntó cuál era la capresse y le mostré. Cuando me dijo gracias me sonrió y me dio ganas de abrazarlo. Fui al baño. En el medio del pasillo, saliendo de la puerta de una habitación, estaba el cuerpo del hombre muerto. Creo que me detuve un segundo para mirarlo, nunca había visto una persona muerta; la parte de arriba de su cuerpo salía al pasillo, la nuca sobre la baldosa, tenía los brazos cruzados como apretados contra el pecho y los ojos creo que cerrados. Había un bastón y la alfombra debajo se había doblado. Sus pies daban hacia la cama. Sobre la cama había pilas de billetes y bolsas de plástico, y el otro hombre, el que había visto pasar, contaba dinero. Me miró, me dijo ahí te damos y seguí.

Cuando intento recordar el baño de esa casa, sólo puedo verme en el baño de la tintorería de mamá. No sé por qué, tal vez por el vapor. Había vapor como si alguien se hubiese duchado recién; recuerdo preguntarme cómo podía ser si nadie tenía el pelo mojado. El hombre debía haber muerto hacía unas horas y esos señores debían ser los hijos. La persona del sillón debía ser el hijo, o la hija, de uno de ellos. Fue ayer pero parece que pasaron siglos; me acuerdo del busto del hombre muerto asomando por la puerta a mitad del pasillo y en el fondo la persona de negro; cuando me vio pasar por al lado del abuelo tirado me hizo un gesto de compasión, como si fuera yo el que había perdido a alguien y no ella. O él.

El tío (en algún momento supe que era el tío) le dijo a la persona del sillón algo de ir a apurar al otro hombre así me daban la plata y yo me podía ir. No habían pasado más de cinco minutos pero parecían horas. El tipo me miró con cara de asco y me dijo que la capresse tenía jamón. Por qué le ponen jamón a la capresse, dijo, por qué cuando uno pide sin carne le ofrecen jamón. Tal vez dije perdón, podemos cambiarla, o una cosa de esas. Como si el jamón fuera un helecho, agregó. Ahí no supe adónde meterme y pensé quién me manda a trabajar en una pizzería. No sé cómo tomé la decisión de trabajar acá, no sé qué hago acá; la verdad que no sé cómo tomo las decisiones o quién las toma por mí y por qué mierda aparezco donde aparezco.

Estaba de nuevo sentado, quería que me dieran el dinero para irme pero también quería quedarme. La persona de negro me daba tranquilidad pero me inquietaba no saber si era un hombre o una mujer. No sabía si sentirme atraído. Entonces se me ocurrió preguntar el nombre; no resultó porque él (o ella) dijo que se hacía llamar Jota. Pregunté cuál era el nombre real y la respuesta fue que ningún nombre es real. Pregunté si Jota era la inicial, y Jota puso cara de misterio.

Ahí el tío levantó los ojos como si de pronto hubiese recordado un sueño. Me miró y empezó a hablar. El viejo tenía una fábrica de heladeras, dijo y se puso a sacar con las uñas el jamón de la capresse. Cuando éramos chicos no nos dejaban ir a la fábrica, decían que era peligroso. Pero yo un día me hice la rata y fui, y lo encontré al viejo con la secretaria. Pensé que era la secretaria, agregó mientras hacía una pilita con los restos de jamón, pero con los años empecé a pensar que era un obrero.

Apareció el otro tipo. ¿Por qué nunca me contaste eso?, dijo; los dos hombres se quedaron mirando, como haciendo cálculos. Le pregunté a Jota a qué se dedicaba. Estoy terminando la secundaria y doy clases de kung fu. Miré su cuerpo desgarbado y no entendí que un cuerpo así pudiera ser maestro de kung fu. Creo que por un momento me olvidé que estaba esperando la plata. Ahora pienso qué raro que nadie estaba triste, que estaba el viejo muerto ahí en el piso y era todo una tristeza. Debían estar esperando a la ambulancia o al coche fúnebre.

Quiero achinarme los ojos, dijo Jota, y yo seguía queriendo sacar si la voz era de varón o de mujer. Hay una operación que te hacen unos tajos y te bajan los párpados. Unos milímetros nomás, pero suficiente. 

Dije que claro, que si hay gente que se hace cambio de sexo cómo no va a haber operación de ojos. Eso no lo haría, dijo Jota, pero quiero mis ojos chinos. Y entonces vi que tenía una panza, que su cuerpo todo flaco tenía una panza, como inyectada, y me pregunté quiénes eran esas personas, quiénes eran esos dos hermanos y ese hombre muerto.

El tío entró a la pieza pasando por arriba del cuerpo de su padre como si fuera un mueble. Volvió con la plata. La guardé en el bolsillo pero no me paré. Él me dijo que muchas gracias y no me pude mover, quería quedarme ahí sentado para siempre. 

Pasaron unos segundos, o tal vez minutos, y Jota contó que su sueño era viajar a China, a la ciudad donde nació el kung fu. ¿Vos tenés un lugar adonde quieras ir? No sé, dije, y el tío aprovechó para decir que es bueno tener algo para lo que uno va ahorrando; poner el chanchito mirando al norte, dijo.

Después la salida se me mezcla. En algún momento dije que sentía lo del abuelo. En algún momento Jota dijo que el abuelo estaba muy lúcido y que unos días atrás se había animado a ir solo al cine, que había visto la de los agujeros negros y se había emocionado. En algún momento el tío me preguntó si lo mío era el delivery y dije sí, el delivery es lo mío. Y en seguida aclaré, no, estudio ciencia de la comunicación. Lo del emisor y el receptor, dijo el tío, no creo mucho en eso. 

No sé qué quiso decir. Ya estábamos en el pasillo.

Tengo la idea de que Jota me acompañó hasta la puerta y me dijo algo que no me puedo acordar. La puerta se cerró y miré la esquina, el farol, una bicicleta atada a un poste; tuve la sensación de que el frío se había secado, como si se hubieran chupado la humedad de la calle. Creo que me sentí aterrado y la ciudad me pareció una gran heladera; ahí (ya había pasado un rato) volví a pensar en Emi. 

Ahora miro por la ventana y pienso qué pasaría si hubiera un terremoto, para qué lado caerían las cosas. Todavía no respondí el mensaje, el del apego y la puta bendición; estoy desde ayer queriendo decir algo que no sé qué es. Cuando llegué Lorenza me preguntó si me pasaba algo, que me veía pálido. Después un amigo del CBC me escribió si quería ir a un retiro de meditación de diez días y le puse dale. Al rato me arrepentí, obvio, tenés que estar sentado todo el día y no podés hablar ni mirar a nadie a los ojos. Cómo sería no volver a hablar, pienso, o no volver a mirar a los ojos.

Hace un rato le llevé al hombre de Cucha Cucha sus dos de carne y Seven up. Me preguntó si había pensado en su oferta y le dije que podía ser. Pero no sé si hacerlo. Si lo hiciera, le mandaría a Emi el link de la foto con una nota al pie: no me di cuenta lo que estaba haciendo, diría, no me di cuenta. Y entre oración y oración sería imposible no llevar la mirada a mi pija parada. No puedo entender que no quieras estar más conmigo, no puedo creer estar viviendo esta novela; y otra vez el sexo en pie, como un héroe o como un prócer, inevitable. Me ilusioné, no me di cuenta, diría la nota después, pensé que eras vos quien iba a tener que llorar.

Todavía no encontré qué poner en el mensaje. Recién Victoria me preguntó qué hacía y dije que esperaba un pedido. Le conté que cuando volvía de lo del señor de Cucha Cucha me perdí, que agarré una diagonal y terminé en un bowling y después salí al Cid Campeador y tuve la sensación de que me habían dado vuelta el mapa del barrio. No le conté que después fui hasta Nazca y me quedé mirando la mano de enfrente, pensando que Nazca debería ser una de esas avenidas que le cambian el nombre a las calles. Volvé un rato de este lado, diría también la nota, dejáme hacerte teatro.

Victoria se sentó enfrente y dejó su calculadora llena de stickers sobre la mesa; se acomdó el pelo detrás de la oreja y vi que en su oreja sí tiene pecas. Entonces me animé a decirle que estaba en una, sólo le dije así, que estaba en una. Y me dijo ya sé. Para escaparme de su mirada, que parecía estar resolviendo ecuaciones adentro mío, abrí un mensaje viejo de Emi y me dio asco. Odio tu cortesía, escribí, y lo borré. Y levanté la vista y vi a Lorenza y a Juan Cruz detrás de la barra, con los brazos entrelazados, dándose pedazos de queso fundido en la boca. Me pareció que él me miraba de reojo y temí que le estuviera hablando a ella de la marca que le hice ayer a la moto. Victoria se había distraído, hacía cuentas y reía.

Afuera la calle está azul y parece que el azul detuvo todo; hasta parece que fuera a nevar. Cuando llegué a la pizzería vi una de esas avenidas de hormigas transportando hojas y me pareció que estaban quietas, como en pausa. Hoy a la tarde fui a la tintorería de mi madre a pedirle un abrazo. Con todo ese vapor me pareció que ella también estaba en pausa. Cuando volvía del señor de Cucha Cucha pasé por la puerta de la casa de Jota, terminó siendo que está a la vuelta del convento. Ya deben haberse llevado el cuerpo del abuelo, ya lo deben haber quemado, o enterrado, o quién sabe qué; Jota ya debe estar en su casa o en al avión a China. O contando la plata para su cirugía.

No me duele que no más besos, me escuché decirle a Victoria, lo que me duele es que del otro lado no duela. Del otro lado de qué, me pregunté en seguida, pero ella hizo sí con la cabeza y me dio una sensación de descanso; y en seguida me dio fastidio, ¿por qué Victoria entendía todo? ¿Por qué lo que yo le contaba no le sorprendía? Soy un corazón roto más, dije, qué asco. Hoy estuve todo el día al sol y me pareció bien porque hay que estar al sol cuando todo se derrumba. Qué aburrido, le dije a Victoria, soy uno más. Y se entró a reír.

Recién busqué en internet y dice que a Dorrego lo mataron en un lago, no frente a la puerta de su casa. Pero estoy seguro de que a alguien le dispararon en la puerta de su casa. Tal vez fue Camila, la que se escapó con el cura. Pero no, recuerdo la película, Susú Pecoraro contra un paredón, no contra una puerta, fusilados por amorales, porque hay que dar el ejemplo; qué raro que a Camila le haya quedado la cara de Susú, qué raro que a las personas reales les queden caras de ficción. Me pregunto qué cara querría para mí si hicieran la película de mi fusilamiento. La gente come muchas empanadas, le digo a Victoria como si supiera de qué estoy hablando. El destino no tiene delivery, responde.

Tal vez después de entregar estas pizzas paso por la casa de Jota, a ver si alguien me dispara y me hace prócer contra la puerta de madera. ¿Te puedo preguntar algo?, me dice Victoria, que está de pie junto a la mesa. Dispará, le respondo, y me pregunta si estoy contento con la carrera que elegí. Me quedo mirándola y ella hace una sonrisa orgullosa como si hubiera dado en el blanco; deja la calculadora sobre la mesa y me dan ganas de matarla. Después te cuento de mi doctorado en toma de decisiones, le digo. Ella vuelve a acomodarse el pelo detrás de su oreja pecosa y me mira al fondo de los ojos. Entonces siento una especie de tranquilidad, como si su mirada me reflejara la alegría que me espera del otro lado de todo esto.

Qué escribís, me pregunta después, y digo nada. Y hago el gesto idiota de cerrar el cuaderno en el que estaba escribiendo. Y ella dice: la pregunta no sería qué escribís, sino a quién. Y para seguir enterrándome en la idiotez respondo: no le escribo a nadie. Y como ella parece ser una sagaz detective de las emociones ajenas, seguro puede ver en el temblor de mis palabras nada y nadie el miedo (o la vergüenza) de admitir que no sé quién soy (o cómo me llamo) ahora que fui expulsado del amor, que según Victoria (lo dirá más tarde) es sólo un lugar adonde ir.

*

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