Liberar el grito

(Noviembre 2021)

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¿Queremos vivir en un mundo en que las decisiones colectivas se toman en base a conocimientos que no pueden no ser interpretaciones sesgadas de lo real —mapas que no pueden no representar a las miradas que los crean? ¿En base a qué mapas se toman las decisiones políticas? ¿Cuáles son los niveles de creatividad de nuestras maneras de pensar y vivir lo político?

Si lo que nos une en sociedad son acuerdos acerca de cómo mapeamos el mundo, si lo que nos une son relatos, ficciones, razones, ¿qué lugar hay para lo intuitivo en el despliegue de decisiones que hacen a la vida colectiva? ¿Cómo es que un grupo pequeño toma decisiones por millones de personas que viven a miles de kilómetros de distancia y en situaciones tan diversas?

Según nos cuentan, el animal humano aprendió a organizarse en colectivos cada vez más grandes gracias a la capacidad de crear ficciones. La palabra nos sirvió, parece, para definir tribus y naciones; hoy, la aldea global. Hoy, los seres humanos nos sentimos o nos creemos conectados a nivel planetario, pero lo que nos une (y también lo que nos separa) son palabras, historias, relatos, ficciones, acuerdos semánticos, mapas trazados con la tinta de la información. Lo que circula es información, materia magnetizada, la realidad codificada con unos y ceros. Los códigos son diagramas culturales, fractales del pensamiento cultural, recuerdos en forma de relato con los que intentamos dar sentido al presente, acaso para construir algún futuro.

La cultura planetaria es tan compleja que no estamos todxs de acuerdo con todo —ni mucho menos. Ni siquiera hay consenso acerca de la existencia o la inexistencia del virus de turno, de la realidad del alunizaje del 69, de la forma de la Tierra. Los instrumentos con que la ciencia mide al mundo son creados por una mente cultural que se apoya en ciertos mapas de lo posible. Hoy, casi que todo parece posible. Hay científicos que afirman una cosa y científicos que afirman otra. El virus existe y no existe, la gente está muriendo por el virus o (y) por otras causas. Las vacunas sirven y (o) no sirven, las máscaras ayudan o complican, los respiradores salvan y matan. ¿A quién le creemos? ¿A quién decidimos creer? ¿A quién deciden creer los gobiernos? ¿Qué palabras y qué gráficos suenan más convincentes —más convenientes? El médico que visitamos cada tanto, ¿es un dios omnipotente? Si nos muestra resultados con números que no entendemos y nos dice que estamos complicadxs, ¿nos tomamos su medicamento?

Ay, seres humanos, cómo nos la hemos complicado. Tantos números, tantos gráficos, tantos mapas y tantos cuentos. Tantas razones y tan flacas nuestras intuiciones.

Si como decía Burroughs la palabra es un virus, podemos jugar a pensar que la cultura es una especie de epidemia. La pandemia es, también, un problema cultural, es decir, un problema de sensibilidad. Estamos enfermos de ficción; nos cuesta escuchar los vientos que se deslizan más allá y por debajo de nuestros entendimientos. Estamos enfermos de pertenencia y de lealtad al relato de la razón. Si pensamos diferente, la diferencia es normalizada o expulsada. Sabemos ser sumisos o rebeldes, sí, pero la intuición no es rebeldía.

Rebeldía es dejar de creer en algo que se cree, para generalmente pasar a creer otra cosa. Libertad, en cambio, no es negar verdades (con sus realidades), sino asumir que toda mirada del mundo es una mirada SOBRE el mundo, toda creencia es mapa. Libertad es reconocernos jugadores. Libertad no es NO creer, es reconocer que la creencia es una herramienta y no una cárcel.

La política actual funciona en gran medida como parche: piensa y se piensa como paliativo. Su creatividad está condicionada por las ficciones que no se asumen como tales —los mitos culturales.

El despliegue narrativo de una cultura (sobre lo que se apoyan todas sus posibilidades de crear y de decidir), es decir, el pasado de una cultura, su historia, es algo así como el dilatamiento de su herida inicial. Hay un trauma que no sabemos mirar. Es un dolor antiguo que no supo ser gritado. Como no supo ser gritado, se desplegó, en el tiempo, con forma de drama. El drama es el despliegue de una historia que consiste en el intento de huir del dolor. Una cadena de reacciones e interpretaciones para no sentir ese primer dolor.

Fabio Morabito, en su texto Gregorio Samsa, dice algo así como que Gregorio, el personaje de La metamorfosis de Kafka, al despertar y descubrirse transformado en un bicho, reprime el grito; en lugar de gritar, Gregorio razona, y así nace su historia. Si hubiera simplemente gritado, tal vez no habría habido relato. Así nace todo relato, por una reacción reprimida. ¿Reprimida cómo? Con otra reacción.

¿Será que la historia humana es el despliegue de esa represión? ¿Será que la historia humana es un dominó de reacciones apiladas que intentan no dejarnos ver? ¿Qué es lo que no queremos ver? ¿De qué dolor antiguo seguimos intentando escapar?

Nuestra creatividad, la individual y la política, está necesariamente condicionada por esa incapacidad de enfrentar ese primer susto. Enfrentar no es pelear, pelear es fácil; acá hablamos de enfrentar como mirar, comprender y abrazar. Uno de los grandes equívocos de la sensibilidad/inteligencia humana es la confusión generada por la idea del enfrentamiento. Creemos que enfrentar los problemas es luchar contra ellos, más que escucharlos. Somos un animal guerrero por un déficit de escucha, es decir, de sensibilidad. Nos es más fácil interpretar la idea de enfrentamiento como guerra que como escucha.

Podemos imaginar un momento en el tiempo, muy remoto, en que un primer humano o proto-humano tomó consciencia de la mortalidad de su forma. Oh, soy un bicho mortal, dijo ese primer Gregorio. Podemos imaginar ese primer susto, generador de la primera historia. Podemos imaginar que así nació la humanidad, en el momento exacto en que las palabras de ese primer humano cerraron el círculo de la ficción, que le hizo percibirse como una forma separada del resto del mundo. Podemos ver a ese animal cerrando su primer círculo de generalizaciones, cerrando su primera ficción conceptual, cerrando su primer cerco perceptivo, percibiéndose aparte (fatalmente aparte) por primera vez. Si soy una forma cerrada, habrá pensado, significa que puedo morir. Tirando del hilo de esta hipótesis, podemos leer La metamorfosis como el relato del nacimiento del homo sapiens ficcional: Gregorio, un ser humano tomado por la ficción de su vida cotidiana, con sus valores familiares y sociales, con sus creencias, con sus funciones, de pronto, una mañana, reconoce que es sólo un bicho. De pronto, recordó.

La hipótesis es que la muerte nace con la ficción. Sólo una forma que se percibe separada puede temer morir. Si fue para sobrevivir que tuvimos que inventar la ficción, podemos decir, que para sobrevivir, tuvimos que inventar la muerte. La vida no conoce la muerte. La vida es muerte, es decir, pura transformación, pura metamorfosis. ¿En qué momento lo olvidamos? ¿En qué momento separamos a la vida de la muerte? La idea es: cuando creamos la percepción ficticia. Podemos imaginar que ese salto psíquico, perceptivo, produjo un susto tal que ni el grito pudo ser gritado. Y aquí estamos, miles de miles de años después, aun no pudiendo gritar, intentando organizarnos para seguir escapando de lo que ni siquiera somos —una forma cerrada destinada a abrirse, un cuerpo separado destinado a morir.

Mientras seguimos escapando de una muerte que no existe, nuestra intuición (nuestra creatividad) sigue atrofiada. La creatividad está limitada por la relación que tenemos con ese invento que llamamos muerte. Para sobrevivir, tuvimos que insensibilizarnos tanto al afuera que el afuera pasó a ser lo Otro peligroso, mortal y negativo. Entonces, claro, insensibles, solo podemos escuchar a los especialistas y tomar decisiones razonables que responden a la coherencia narrativa del drama humano.

Todo drama es el intento de sostener una mirada del mundo, un mapa SOBRE el mundo. Todo drama es el intento de no gritar. Gritar es sentir el dolor y sentir el dolor es deshacer la historia. Toda historia oculta una necesidad de sentir un dolor. Un buen grito podría destrozar la historia humana —sus mapas, sus entendimientos, sus arrogancias.

Tal vez necesitamos confundirnos, asumir la confusión, celebrar el misterio, gritar. Gritar como quien salta al agua y no puede evitarlo. Dejar escapar al grito, ¿por qué seguir evitándolo? ¿Por qué seguir embotellando nuestros gritos? ¿Por qué hay que alejarse a la montaña para sentir? ¿Por qué no sentir? ¿Por qué no gritar?

Tenemos el grito, animal, encerrado en una jaula de ficciones. Una jaula mítica construida para no sentir ese viejo dolor. Propongo que duela. Propongo que abramos la jaula y que salgamos a gritar.

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