Funes, el contagioso

(Relato)

*

A dos semanas de comenzada la cuarentena, mi amigo Funes manda un mensaje que dice panic atac. Hablamos por zoom y me cuenta que está solo, padeciendo una angustia sorpresiva. Habla de su perra, que murió hace poco; no puede entender cómo es que el bicho murió justo antes del encierro. En chiste le digo que si quiere le mando un gato de compañía —tengo dos. Se queda pensando, serio, y no dice nada. Lo observo en la pantalla con su voz rota y un cuerpo barrido por una mala señal de internet. La novia está detenida en un hotel porque recién vuelve de viaje; Funes no puede visitarla y dice que la extraña.

—Extraño contagiarle cosas —dice—, quiero contagiarle muchas cosas locas.

Y por fin se ríe, y eso podría hacerme pensar que entonces no está al borde del suicidio, ni de la epilepsia; creo que de niño Funes tenía ataques de epilepsia, aunque tal vez me confundo con otro. Mis amigos son sensibles y sagaces y bastante budistas y uno nunca sabe quién les mueve la lengua cuando hablan y si acaso están todo el tiempo al borde de atragantarse con sus propias ideas libertarias.

Dos días después escribe para decirme que siente que la cabeza va a estallar. Estuvo leyendo todo lo que pudo y viendo todos los videos que encontró en las redes. Dice que ahora ni sabe si el virus existe y dice que si no existe el virus hasta es posible que tampoco exista Santa Clós. Funes hace una cosa de pronunciar todo literal, como si los bordes del mundo tuvieran necesidad de ser leídos de modo literal, por alguien o por él, como si él tuviera la responsabilidad de decir las cosas como son. En su caso, los juegos de palabras y la presencia de los chistes no garantizan un retorno a la salud o a algún tipo de equilibrio. Está nervioso, se nota, más allá de sus juegos se siente asustado y confundido. Intento decirle algo, pero borro mis palabras antes de enviar y a él no le gusta ver que eliminé un mensaje.

—Me da miedo —dice.

—¿Qué te asusta?

—No querer volver.

—¿Adónde?

—A todo lo que me había construido.

—¿Qué te habías construido? —le pregunto, realmente interesado, pero no responde. Pasan unas horas y me escribe diciendo que se siente distraído, dice que su identidad le distrae, que lo social le distrae y que no va a salir nunca más. Le pregunto si sabe algo de la novia, parece que ella está feliz mirando películas en el hotel. No me imagino cómo serán esos hoteles y qué tipo de películas le gustarán a ella.

—Hay tanta información que no puedo pensar —me dice después—, pensar es olvidar cosas, borrar información.

Algo atrás suena conocido, creo que es una licuadora, algún tipo de máquina; Funes dice que no queda polvo para hornear en ningún lado, quiere hacer una torta, pero no recuerda cómo.

Empiezo a sentirme incómodo, cansado o insensible; le digo que voy a apagar el celular.

—¿Para qué me avisás? —responde.

No digo nada más y me duermo. Escucho el aleteo de cuando el gato atrapó un gorrión. Me levanto de un salto para cerrar la puerta antes de que el león entre con el trofeo moribundo. Es tarde, el gato ya está en el baño y el pájaro logró escapar y acomodarse encima del espejo. Sangra y chorrea plumas, el gato lo mira. Hoy no tengo ganas de intervenir así que los encierro en el baño y vuelvo a dormir.

Creo que dos días más tarde Funes me escribe diciendo que está desesperado; quiere salir, es de noche y decidió dar una vuelta. Le digo que lo van a multar o arrestar o golpear.

—¿A quién voy a contagiar? —dice.

—A la noche.

Dice que necesita ir al parque y caminar entre los árboles, no puede más. Después de unos minutos me pide que lo acompañe. Mi casa está lejos del parque, pero siento ganas. Tengo la bici desinflada y hace frío. Pienso que si voy por las calles de adentro tal vez no me cruzo con ninguna patrulla.

—Tengo las ruedas desinfladas —escribo.

Después de unos minutos Funes me manda un audio desde la bicicleta, se escucha su risa y el traqueteo.

—Si se me cae el teléfono es tu culpa —dice—, te veo en el cruce de la vía.

No le dije que iría, pero ya siento una fuerza en el cuerpo y creo que no voy a poder evitarlo. Pienso en todas las personas que escuché hacer comentarios acerca de la gente que sale porque sí, sin necesidades esenciales bajo el brazo. Me siento un idiota, pero aun así agarro una bolsa, como si fuera a comprar algo a las 11 de la noche. Ato la bolsa al canasto de la bici. En las primeras cuadras pienso en la Argentina y sus alergias a la autoridad y su fascinación con los líderes y eso me lleva a pensar en el deber y en mi familia y en los mandatos y en las morales y en los imaginarios revolucionarios y en el sueño de un mundo mejor y la astrología. Cada vez que paso por el círculo de luz de un farol, siento miradas como picotazos en la piel, pero no hay nadie; nunca hay nadie.

Cuando cambio de barrio el frío se transforma en adrenalina y las ruedas desinfladas en la posibilidad de ejercitar de manera despareja unos músculos atrofiados por el encierro. Llego al parque y tengo que dar unas vueltas porque hay rejas y en el fondo de la calle una patrulla estacionada. Funes está sentado sobre las barras de metal del cruce de las vías. Dentro del parque se siente como si hiciera varios grados menos y el frío parece recortar los bordes del cuerpo de mi amigo cuando lo veo saltar y acercarse con los brazos abiertos y en el pecho la pregunta:

—¿Nos abrazamos?

Asiento sin pensar y nos estrellamos. Nos apretamos con las manos en la espalda, como para intentar acercarnos más, como si hubieran pasado eras y las células necesitaran intensidad y reconocimiento y contagio.

Funes me aleja agarrándome de los hombros y después me agita; se le arma esa sonrisa que es un estallido de luz y a la vez un intento de controlar un grito que es el grito del entusiasmo feroz que siempre tiene cuando nos vemos.

—Gracias —me dice, y sé que es lo más lindo que me dijeron en mucho tiempo.

Caminamos bordeando las vías y arrastrando nuestras bicicletas como si fueran perros ciegos. La sombra de los árboles nos protege. Pasan unos minutos y me sorprende que ninguno dice nada; estar en silencio con Funes es extraño. Es un regalo, pienso, y en ese momento él me mira y le brillan los ojos y asiente como si me quisiera decir que sabe lo que estoy pensando; y que está de acuerdo.

—Estuve muy loco estos días —dice—, pero ya estoy mejor. Hablar con vos me hizo bien.

Asiento. Caminamos unos metros más y después no sé si nos frenamos o si es que él se pone a hablar y es lo mismo, porque entra en una curva del lenguaje y parece que el tiempo se detiene. Lo primero que me cuenta es que lo último de lo último es que se dio cuenta de que no le importa nada: no me importa nada, dice, y a la vez todo es lo más. Estuve respirando, dice, estuve respirando mucho y descubrí un método de un hombre que se mete en el hielo y me estoy dando duchas de agua fría, me siento muy bien, me siento mejor que nunca, pero a la vez mi mente se retuerce y hay momentos en que no puedo parar de pensar porque no entiendo qué es verdad. No entiendo qué es verdad, ¿entendés? Entonces me pongo a respirar y me doy cuenta de que no importa, y hoy te juro que un colibrí bajó al patiecito de atrás de mi cocina solo para decirme basta, viste cómo suenan las alas de los colibríes, que te hacen algo en el cerebro y el cerebro frena. Me siento muy bien, pero desorientado, como un gusano molesto que no sabe para dónde ir. Siento que no puedo pensar porque no entiendo. Hay demasiada información y de repente pienso que eso es bueno porque tal vez sea el final del pensamiento. Ay, tal vez todo se trate de eso, tal vez estemos acumulando información para saturarnos y llegar por fin al fin del pensamiento, pero a la vez seguimos pensando, y si ahora nos encuentran nos arrestan, o nos cagan a patadas, o nos sacan plata y nos confiscan las bicicletas, es cierto, parecen perros ciegos. Extraño a mi perra, qué suerte que vivís con esos gatos, ¿qué pasó con el pajarito? Una amiga me dijo que vio unos cóndores en su barrio, me encantaría ver un elefante cruzando la calle y que todo se ponga así de lento como con los elefantes. Quisiera algo lento. El problema es que seguimos pensando mucho y vivimos en esta ciudad que es como el mapa de nuestra mente, y hay unos tipos más asustados que la mierda tomando decisiones desequilibradas, ay, no sé si están equivocados, pero no puedo asegurar que saben lo que hacen, y son las decisiones que nos mueven, como unas olas de pensamiento que nos mueven, que inundan nuestras vidas y no dejan lugar para la poesía, porque son olas políticas que no están muy hechas de poesía. Extraño escribir, por eso te llamé también el otro día, quería tu ayuda, quiero escribir y olvidarme del mundo, pero necesito primero olvidarme del mundo. Colgaría un cartel en la puerta de la habitación de mi vida. I´m sorry, I´m writting, diría el cartel. ¿Sabés cuál es el problema de la política? Fuck, tuve un insight, una fucking revelación. El problema de la política es que piensa a futuro.

Funes se agarra la cabeza y los ojos le estallan. Me gustaría que en este momento pase el tren y nos silencie con su bocina desquiciada. Respiro profundo un aire de parque que me recuerda algo que no puedo agarrar. La sensación de recordar me hace pensar que ese aire vino de otros lados y también de otros tiempos. Funes me mira y vuelve a sonreír con brillo, como si de nuevo supiera.

—Recién cuando respiré pensé que…

—Ya sé —me interrumpe.

Lo observo, con los ojos muy abiertos. Quiero estallar, pero todavía no.

—Si me decís lo que estaba pensando… —le digo.

—¿Qué?

—No sé… Ni sé…

Se me queda mirando, como conteniendo el aire.

—¿Puede ser que pensaste algo del aire que respirabas que yo había exhalado?

—Ah —se me escapa un grito.

—¿Sí? —se le escapa el grito a él, y me agarra de los hombros.

—No, casi, pero sí, estaba pensando que cuando respiré estaba inhalando algo que alguien exhaló en otro lado y que todo está en todos lados.

—¡Eso! —grita Funes, y se pone a dar saltos como un pájaro destartalado, y le da un ataque de risa y entonces se apoya en un árbol y a mí me duele la mandíbula de sostener la tensión de una especie de sonrisa que creo que es lo más saludable o divino que hizo mi cuerpo en mucho tiempo.

Nos tranquilizamos. Miramos el cielo, hay unas nubes misteriosas y blancas que avanzan como ovejas. Entonces Funes se pone a dar vueltas alrededor del tronco de un árbol, como estudiándolo y buscando información. Cuando lo pierdo de vista escucho sus zapatillas en la corteza. Me acerco a la vía y lo veo trepando. Se detiene y me mira, feliz. Da un manotazo a una rama y se impulsa. Ahora está arriba, en cuclillas, como retorcido en un espacio donde el árbol se divide. Funes mira a lo lejos y yo miro cerca para ver si hay algún policía. Cuando estoy por decirle que tal vez mejor si baja, él vuelve a hablar de la política: el problema de la política es que piensa en el futuro y toma decisiones para el futuro, dice, algo así, ¿puede haber una política que no se apoye en la ficción? O que al menos reconozca que el tejido de percepciones, acuerdos y decisiones que la constituyen es un tejido ficcional, en tanto las historias que lo tejen son organizaciones racionales, o conscientes, de flujos de vida que exceden lo consciente, lo nombrable, o sea material inconsciente. El problema de la política es que no da lugar al inconsciente. El problema de la política es el problema de la mente humana, ¿entendés? La mente humana todavía sigue reaccionando a un viejo susto, todavía sigue escapando de una imagen de la muerte, o de una sombra confusa en una cueva, una sombra que tal vez era su propia sombra en una noche de fuego. El problema de la política es que todavía intenta ser un parche colectivo para una herida psíquica olvidada y muy profunda. El problema de la política es que no se da cuenta de que su pensamiento es la resaca de un horror no digerido, el problema de la política es que no tiene cuerpo y es puras ideas y no sabe lo que es la eternidad que sostiene los detalles del ahora. Se puede ver en los cuerpos de las personas que llamamos los políticos. No son cuerpos sanos, son cuerpos estresados, traumatizados por la presión que les genera creer que tienen la responsabilidad de salvar al mundo, más bien su mundo, más bien el futuro de su mundo. ¿Qué hacemos mañana?, se preguntan, ¿qué haremos mañana?, y miran la agenda, y hacen caras y morisquetas y dicen palabras para ponerse de acuerdo, pero son animales inconscientes, mamíferos idiotizados alrededor de una mesa redonda. Los políticos son personas que hacen campaña para el futuro y ni siquiera saben estar presentes.

Cuando nos despedimos, Funes me pide disculpas por haber hablado tanto. Le digo que no voy a poder disculparlo; él mira el pasto y se queda pensando, no dice nada, no se ríe. Asiente, meditabundo. Después sonríe y me mira y tengo la sensación de que por un momento nos observamos y nos medimos, o nos consultamos, como si no se supiera quién es el hermano mayor y quién el menor, como si tuviéramos que saber, como si necesitáramos algo que nos organice.

—Si no te ponés a escribir, voy a usar tus ideas —le digo.

—Adelante —responde, y se sube a la bicicleta.

Cruzamos las vías y nuestros cuerpos entienden algo. El tren no pasa, las nubes se destejen en el horizonte de una ciudad sitiada por los elefantes y Funes, mi amigo poeta, se aleja planeando en su playera, también desinflada.

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Este texto forma parte del libro Ya estábamos en cuarentena. Para descargar el libro completo, click aquí.

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