«Bulla», la imposibilidad de lo cotidiano

(Texto de 2018 sobre la obra de teatro Bulla)

*

Una fuerza abstracta ataca a los cuerpos. La vida cotidiana se vuelve imposible. Nada parece poder estabilizarse. Teatro.

El jueves pasado fui a ver la obra Bulla, dirigida por Sofía Martínez, y me excitó al punto de querer escribir.

Una experiencia me hace escribir. Escribir de ella, sobre ella, en ella. Como cuando te pasa algo y lo querés contar. Vuelvo excitado de un viaje que me excitó. Vibro para escribir, el entusiasmo es una señal.

A los pocos minutos de comenzada la obra, ya tengo el cuaderno abierto. Reseñar (la vida). Leer subrayando, vivir como si cada cosa fuera a ser reseñada. Vivir como si todo fuera a ser contado. Narrar lo que vale, o narrar para que valga. El cuaderno de notas para entrenar una atención digna de quien tiene la misión de informar a un grupo de extraterrestres acerca de lo que pasa en el teatro de la Tierra.

Cuerpos vibrantes

Aquí en la tierra Bulla, 5 cuerpos, curiosamente excitados, encendidos, vibrantes. Cinco cuerpos intentando organizar una celebración que no llega a ser. Una promesa de festejo.

En principio está el placer de ver seres humanxs divirtiéndose. Aunque por momentos rozan una textura que me tienta entender como burla, creo que no se entregan a la burla, esa manera que usamos para distanciarnos, para ponernos por encima de lo que creemos entender —entender como forma de estar a salvo. Entonces, el placer de percibir un humor que no es usado para escaparle a lo que se quiere tocar. Un humor que me invita a entrar en resonancias complejas —vibrar con.

Después, está el placer de entregarme a una lógica singular. De alguna manera la obra conseguía venderme (o regalarme) su lógica. Un contexto narrativo muy simple (unxs amigxs reunidxs para celebrar un cumpleaños) funcionaba, para mi percepción, como una contención, un marco, el perímetro del campo de juego. Dentro de ese territorio, otras cosas. Lo profundamente importante: las contorsiones. Tonos diversos. Esa lógica (¿ese verosímil?) me permitía saber que podía pasar cualquier cosa, pero, a la vez, no parecía que me estaban vendiendo cualquier cosa. Una vida precisa en su manera singular de descarrilar. Cuerpos vivos antes de narrar.

También, el placer de sentirme ubicado en un punto intermedio entre lo que mi mente quería entender como teatro, o como danza, o como poesía. Un equilibrio delicioso entre lo dramático, lo físico-expresivo y lo poético.

Luego: un diálogo o una dinámica entre lo figurativo y lo abstracto. Yo sabía que se me estaba contando la supuesta historia de cinco amigxs reunidxs para celebrar un cumpleaños. Sabía que estaban en una especie de quinta o campito. Podía ir entendiendo el nombre de los vínculos que les unían; quién era hermano de quién, quién pareja de quién, quién la prima. Todo eso, y algunas cosas más, era lo que mi mente podía organizar fácilmente. Después, estaba la deformidad. La abstracción, las fuerzas, una potencia vital.

El cotidiano poetizado desquiciado

Desde el minuto cero, me sentí muy interesadx. Los cuerpos me atraían. Me gustaba mucho verles, escuchar esas palabras, la precisión de los textos, la tensión que no era tan tensa, el juego. Algo de ese pequeño y simple relato, parece, dejó tranquila a mi mente, y me pude entregar a las marginalidades de ese cotidiano deformado, alterado, toqueteado, desquiciado, ¿poetizado?

Ya sé que no puedo echarle la culpa a la obra por mi interés (ver Me interesa Vs me intereso), y no digo que no me gustaría poder hacerlo; sí, me gustaría que fuera así de simple, que unx pudiera simplemente responsabilizar a los acontecimientos y a las obras (y a las personas) por sus propios estados de ánimo. Digamos que algo pasó que me mantuvo muy entusiasmadx de principio a fin; y más allá del fin: pasó una semana y todavía estoy escribiendo. Procesando.

Disculpen lo personal que me pongo al intentar reseñar algo —disculpen, o disfruten. No sé si puedo hacerlo de otra manera. Me parece ingenuo pretender hablar de algo como si mi mirada no configurara lo que miro. Así que confirmo: no sé si puedo hacer una reseña de la cosa sin reseñar mi experiencia particular con la cosa. Como marco de esa experiencia, el marco y las expectativas. Llegué al teatro sin expectativas. Ni para un lado ni para el otro. No tenía mucha idea de qué iba a ver. La postal no dice nada. Hay una imagen que no se termina de entender. Recién a la salida me di cuenta de que era la trompa de un cerdo. O algo así. Ese cerdo que cocinan y cocinan y nunca llega. El cerdo, lo cerdo, lo chancho como una excusa. Esperan la comida y mientras tanto, la espera como un escenario para desplegar las delicias del mientras tanto.

La espera, campo de juego

En esa espera sucede todo. La trompa del cerdo, en la postal, está arrugada. En la obra, los detalles más simples se desarrugan —se despliegan. Zoom en el detalle, dijo alguien con quien fui al teatro. Inmersión en lo pequeño. Inmersión en la lechuga que vibra y seduce. La obra logró —o logramos juntas— excitar tanto mi cuerpo como mi intelecto. Uno a través del otro, los dos a la vez. Me quedé contento, satisfecha, y a la vez con ganas de crear. Es decir, atar cabos. Me fui procesando. Una semana después, sigo jugando con el material. De alguna manera, ese equilibrio entre la fuerza figurativa y la fuerza abstracta me dejó caliente, con ganas de mover las piezas del tablero.

¿Qué elige destacar cada espectador? ¿Qué elementos elijo destacar? ¿Qué relato me armo? Claro, pensaba a la vuelta del teatro, hay cosas que llamaron más mi atención; si armo un tejido con esas cosas, tengo un relato posible de la obra. Mi relato acerca del relato de la obra.

Mi mente no puede no intentar crear sentidos. Así que intenta. Por un lado, hay un cerdo que se cocina (o se dice que se cocina) y nunca llega. Bueno, lo importante es todo esto, dice Rita, la cumpleañera. ¿A qué se refiere con todo esto? ¿Qué es lo importante? Qué manera de atragantarnos, dice después. Algo no llega a suceder, algo está atragantado, ese cerdo, esa comida, esa celebración, la palabra feliz que no llega a poder decirse, una fiesta que no termina de ser, un vaso de vino pinchado, una lechuga que hipnotiza por su vibración, un estanque luminoso, un vacío, un baile que genera caídas, un juego que se distrae y no alcanza a ser jugado, una mentira que es celebrada, la pregunta por el para qué.

¿Para qué?

Para qué vinimos, se pregunta Ana, por qué. No hay respuesta. Sexualidad sobre la mesa, un pasto que es como una pasarela, ¿por qué se tratan así?

Esa es una pregunta que me inquietaba. ¿Por qué estas personas se tratan así? Me pareció atractivo que no me contaran por qué, por qué ese nivel de agresividad en los vínculos. ¿No pueden o no quieren celebrar? ¿Son seres humanxs atacadxs por la fuerza abstracta de la poesía? Se quieren, se molestan, se provocan, se contienen, no se entiende qué les pasa. Pero pasan cosas. ¿Se sienten vacíxs? Si estuviera sola, dice Rita, no lo podría nombrar. ¿Será que se juntan para poder nombrar? ¿Será que un cumpleaños es una excusa para poner los chanchos sobre la mesa? Nombrar. ¿Nombrar qué? Me rasco la sensación, dice, pero no desaparece.

¿Qué es lo que no desaparece? ¿Una sensación?

Te invito a ver la obra y sacar tus propias conclusiones. O más bien, sacar tus propias preguntas. Por mi parte, me doy cuenta de que no puedo sacar conclusiones. Aunque me resulta tentador, no puedo —o no quiero. Prefiero dejar las preguntas abiertas, prefiero dejar el cuerpo (el cuaderno) vibrando.

Creo que Bulla tiene la capacidad de generar múltiples lecturas —como un cuadro que es abstracto y no tanto, como un cuento un poco enloquecido. Toda obra tiene, como dice Eco, esa capacidad de ser leída de cualquier manera. Sí, pero algunas, tal vez, hacen de esa capacidad una herramienta consciente. ¿Consciente? Jugar, digamos, con esa ambigüedad de lo poético, con ese saber que todo puede ser interpretado de muchas maneras.

Un experimento posible: todos los relatos que los distintos espectadores se hacen sobre la obra, o más que sobre, a partir de la obra. Bulla, ese murmullo, ese ruido, esas voces que generan voces, lecturas, balbuceos. Que me ofrezcan un paisaje preciso y filoso y a la vez abierto y posible, me resulta un placer enorme. Me da agradecimiento, y ganas de conversar.

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