(Febrero 2025)
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“Una buena pieza de prosa no sólo podría curar una depresión, podría despejar una jaqueca por sinusitis.”
John Cheever
La frase de Cheever (tomada de sus Diarios) siempre me causó gracia. Pero no es sólo un chiste, tiene un sentido profundo: leer puede descongestionar nuestro cuerpo. Me pregunto en qué medida, y de qué maneras, la literatura de Raymond Carver puede tener ese efecto de descongestión.
En Mecánica popular, uno de sus cuentos más cortos, una pareja pelea físicamente por un bebé; literalmente, buscan sacarse el bebé de las manos. “El bebé, congestionado, gritaba.” Tal vez este relato sea el más congestionado de todo Carver. Dos adultos literalmente tironeando por quedarse con su bebé. No puedo imaginar nada más dramático; el drama llevado a un extremo absurdo. Al final, algo se resuelve, pero no entendemos cómo. Con la frase final, el cuento cierra y abre a la vez: “Así, la cuestión quedó zanjada.” No es claro qué es lo que sucede, pero algo, afirma el narrador, se resuelve. Se cierra y, a la vez, se abre.
Tal vez esta sea una razón para leer a Carver: la experiencia de la apertura. Aun en una estructura tan apretada como el relato corto, algo abierto. De maneras diversas, y en diferentes medidas, los relatos de Carver producen algún tipo de apertura. Una grieta por donde entra la luz; si se quiere, la sugerencia de un posible renacimiento.

Cuando conocí a Carver tuve la impresión de que algo en mí volvía a nacer. Desde el primer relato que leí, La casa de Chef, sentí una suerte de hipnosis, una fascinación; y era un encanto que parecía responder a claves secretas, indescifrables. ¿Qué pasaba ahí? ¿Cómo operaba el arte carveriano en mí? ¿Por qué una prosa aparentemente tan desencantada me producía tal encanto? ¿Por qué una narrativa que parecía tan simple y libre de intenciones generaba en mí tal efecto poético? Al principio no entendía; en verdad, tampoco quería entender. Hoy no es que entienda, o que quiera entender, pero he descubierto, en mis lecturas y relecturas de los cuentos y poemas de Carver, algunas ideas posibles de por qué leerlo me resulta tan valioso —tan vital.
Una idea: en Carver hay una relación importante entre simpleza y complejidad. Carver, mediante una escritura formalmente muy sencilla, consigue exponernos a una gran complejidad. Digo que nos expone porque, en Carver, da la impresión de que la complejidad no es una construcción sino un descubrimiento. Por supuesto que se trata de una construcción, en el sentido de que los relatos son construcciones, tejidos de ideas, de imágenes, de palabras —y sabemos que Carver trabajaba la composición y la frase al nivel de la obsesión. Pero esa construcción se da de tal manera que la sensación de complejidad (sutileza, misterio) parece algo no que se logra sino que sobreviene, como un viento salvaje que se avecina —una inminencia.
¿Cómo es que una escritura tan trabajada da la impresión de no estar haciendo ningún esfuerzo? ¿Será que lo que llamamos habitualmente el contenido (la historia, los personajes, las situaciones) colabora con que la forma parezca simple? ¿De qué manera las historias de Carver (el tipo de mundos, el tipo de personajes y de acontecimientos) aportan a una sensación de fluidez sencilla que tenemos al leer esta literatura? Y ¿de qué manera esta sencillez (al menos, una sencillez aparente) en el plano de la forma genera la posibilidad de mucha complejidad —vibración, misterio?
Carver pasó 12 años reescribiendo su primer libro de cuentos. En su texto Escribir un cuento cita una idea de otro autor que decía algo así como que nada puede conmoverte más que un punto puesto en el lugar correcto. Hay un claro interés por la precisión de la forma del texto, pero, al leer a Carver, no se nos llama la atención sobre la forma del texto. Si Carver controla con gran precisión su objeto (el texto como una escultura), lo que no controla tanto es el sentido que se desprende de la lectura de su objeto-texto. Podríamos pensar que controlar mucho la forma es una manera de no controlar el sentido. Controlar la forma para no controlar el sentido. La de Carver es una narrativa filosa que sugiere sentidos posibles en la medida en que su autor retira sus intenciones de decir algo preciso. Los relatos de Carver no parecen querer decirnos nada, tanto como sus personajes no parecen querer lograr nada.
Podríamos generalizar y decir que en los relatos de Carver los personajes no suelen lograr nada; muchas veces ni siquiera quieren nada. Pero algo les es revelado —y la posibilidad de la revelación tal vez exista, justamente, gracias a esa aparente apatía o desinterés. Análogamente, es en la medida en que Carver no pretende decir una cosa específica que sus textos tienen la libertad de decirnos muchas cosas.
En Carver la revelación llega más por destino que por mérito. Casi que llega por dejadez, por agotamiento, por un abrir la mirada más que por un fijarla en algo. Esto, quizás, podría ser leído como una opinión sobre la cultura norteamericana, tan afín a la idea de los méritos y la obtención de logros vía esfuerzo y trabajo duro —ver, sobre todo en el cine, la cantidad de veces en que algún personaje dice frases del tipo: quiero llegar a ser alguien, debes trabajar duro por tus sueños, quiero que mi vida importe, quiero dejar una marca, etc.
No tengo el recuerdo de que los personajes carverianos digan ese tipo de líneas. Si las dijeran, casi que ni creerían en sus propias palabras. Palabras gastadas, líneas repetidas de un guión arquetípico, fundacional y mítico. En Carver, los animales humanos parecen más bien haberse quedado sin líneas de texto, desconcertados, sin saber qué frases repetir, como poseídos por un pasmo existencial. Cuando en Recolectores el vendedor de aspiradoras fija la mirada en la alfombra, da la sensación de que hay algo más que una alfombra; cuando abre su maleta de artefactos, Carver escribe que “se quedó mirándolo todo con sorpresa.” Por el final de Todo pegado a la ropa, después de volcarse un plato encima, “el chico se miró, todo aquello pegado a su ropa interior…” Detenciones en que los personajes reparan en detalles de algo desencajado. Ropa mojada, gotas en el piso. Cuando al final de Conservación ella mira el charco de agua entre los pies de su marido, Carver pone: “Sabía que en la vida volvería a ver algo tan raro. Pero no sabía qué hacer.” Cuando al final de la larga discusión de Intimidad, los personajes salen a la calle, el narrador dice: “Miro hacia el exterior y veo, oh, Dios, una luna blanca suspendida en el cielo de la mañana. No creo haber visto jamás nada tan extraordinario. Pero me da miedo comentarlo. Sí, me da miedo. No sé lo que podría pasar.” Al final de Catedral, el narrador dice: “Es verdaderamente extraordinario.”
Muchos personajes carverianos están perdidos en la visión de algo que les desencaja, algo fuera de lo ordinario que les conecta con otra cosa, una otredad que les pasma o les desarma, que les descoloca y que les abre. Esa cualidad asombrada, esa suerte de atontamiento, que al principio podría leerse como devastación, depresión y dejadez, luego pasa a poder ser leída, también, como disponibilidad. Hipótesis: es gracias a que no esperan nada que pueden verlo todo. Si los personajes de Carver están deprimidos, al menos están descansando del intento de alcanzar la meta impuesta por un mandato cultural que ya parece haberse derrumbado. La depresión como un descanso. En ese descanso, en ese vaciamiento de intenciones, se nos permite a los lectores (y muchas veces también a los personajes) hacer contacto (íntimo) con el hecho simple, y a la vez complejo, de que estamos vivxs.
Estar vivxs es a la vez muy simple y muy complejo. Eso que llamamos naturaleza es a la vez lo más simple y lo más complejo. Nada más simple y más complejo que el entramado de nervaduras que alimentan a una hoja. Los cuentos de Carver tienen algo de esa cualidad natural, salvaje, tan salvaje que casi sobrenatural. Cuando nos acercamos a la hoja, cuando hacemos zoom en los filamentos, la naturaleza deviene sobrenatural. En Carver, la naturaleza está encendida, vibrante, como estallada, inflada de un sentido poético, misterioso, que no tiene palabras. No es que la neurosis (condición propiamente humana) no sea parte del tapiz, pero digamos que, en Carver, la neurosis está cansada. Una neurosis fatigada, casi sin energía para sostenerse en pie. Cuando el ego neurótico se cansa de luchar, el contacto con aquello que no piensa (o aquello que piensa diferente) deviene más posible: las plantas, la luna, los animales.
Son muchos los relatos de Carver en que la presencia animal funciona como cuerpo revelador. El animal como quien transporta la posibilidad de la revelación, de la epifanía. En algunos relatos, la presencia animal no llega a entrar a escena, permaneciendo en el ámbito de lo posible: sonidos en la noche que quitan el sueño, algo que quiere ser nombrado y no alcanza a ser tocado (Los patos; ¿Qué hay en Alaska?) En otros relatos, el animal entra a escena (aunque sea por la puerta de atrás) y el personaje, hechizado, hasta puede tocarlo (Si me necesitas, llámame; Veía hasta las cosas más minúsculas). Literalmente. Con el acercamiento físico del personaje al animal, los lectores hacemos contacto con una vida vibrante, casi imposible, poética. En Veía hasta las cosas más minúsculas ella se desvela y escucha un ruido afuera; al salir, encuentra a su vecino matando babosas que le comen las plantas. Conversan. Cuando vuelve a acostarse, ella dice: “Pensé durante un instante en el mundo exterior a mi casa, y luego ya no tuve más pensamientos…” Algo innombrable sucede en ese contacto con lo exterior, con lo ajeno, con lo otro; es algo misterioso (pero muy vecino) que nos despoja de la neurosis y detiene la circulación obsesiva de las historias.
¿Leemos a Carver? Club de lectura!
A la vez que trabaja mucho con lo visual (ver la cantidad de momentos en que los personajes miran cosas), Carver nos conduce a lo táctil. Su narrativa es sumamente sensible, en el sentido más básico del término. En La calma, el narrador se corta el pelo. Al final dice: “Hoy he estado pensando en la calma que sentí cuando cerré los ojos y dejé que los dedos del barbero se deslizaran por mi pelo, en la dulzura de aquellos dedos en mi pelo, que empezaba ya a crecer de nuevo.” Como en Catedral, cerrar los ojos, no ver, será una condición para entrar en contacto.
La atención en el detalle corporal es notable. Los gestos, los movimientos de los cuerpos, las miradas arman un tejido físico que produce una experiencia de lectura curiosa, háptica. Pienso que es en parte por esta cualidad tan sensible y táctil que la narrativa de Carver es tan accesible. Una buena puerta de entrada a la ficción, especial para quien no tiene el habíto de leer cuentos o novelas. Podríamos decir, sin miedo a generalizar, que la narrativa de Carver nos invita a hacer contacto con las cosas, con la vida. En ese sentido, nos invita a detener. Detener la narrativa mental.
En general, leer ficción demanda una detención temporal, la suspensión de una carrera. Tal vez sea sólo gracias a esa suspensión que podemos hacer contacto con la otredad; no siempre tenemos disponibilidad para tamaña entrega. ¿Por qué leer ficción? A diferencia de la ficción audiovisual, la ficción literaria demanda un uso más exquisito de la imaginación. A la vez que nos acompaña, nos pide. No que el cine no nos pida atención o imaginación, pero, en general, suele ser más fácil de leer que la lectura en sí. Si no más fácil, diferente. Leer palabras encadenadas es un ejercicio diferente al de ver imágenes y escuchar sonidos. La forma de redactar de Carver, su manera de construir la prosa, hace que ese trabajo, al menos en un primer nivel, no sea tan difícil o costoso. En algún punto, Carver es fácil de leer (todo entre comillas). Hasta podría parecer que es demasiado fácil, o demasiado nada. He escuchado a unas cuantas personas decir algo así como que en Carver no pasa nada —ni en el nivel narrativo, ni en el poético. Es cierto que no suelen narrarse grandes sucesos, pero, justamente, tal vez se trate de una literatura que nos invita a valorar la minucia —la ficción como lupa.
Puede parecer que la escritura de Carver es demasiado plana. Su forma de redactar es llana, casi árida. Oraciones cortas, descripción de acciones y diálogos, imágenes y escenas, no tanto espacio para el pensamiento y las ideas, mucho menos para las metáforas y los firuletes poéticos del lenguaje. Mi idea es que tal vez sea justamente gracias a ese decir simple y seco, digamos retirado, que se logra ese tejido de sutilezas que llamo complejidad. La voz narrativa en Carver pareciera en gran medida retirarse, hacerse un lado, dejar que las cosas hablen. Así, se produce una baja de lo que suelen padecer muchas narraciones: la simplificación. Carver opina poco, y así, la simplificación que viene con toda opinión pierde poder; al retirarse la simplificación, como una nube que pasa, emerge lo que llamamos complejidad. De nuevo, la complejidad no como algo que se produce sino como algo que se permite, que se despeja, más por negación y limpieza que por adición y saturación de signos. En Carver, la voz que narra, salvo que coincida con la voz de un personaje, no suele opinar. Eso nos genera a lxs lectores la sensación de que estamos frente a un mundo no tan opinado, como sin mapas ante lo otro. La ficción carveriana como un mundo en que la actividad mental ha perdido importancia. Mapas imposibles.
En los relatos en tercera persona es más notable: se nos entrega poca información en cuanto a qué es lo que motiva, profundamente, a los personajes. No sabemos bien qué le pasa a Carl en ¿Qué hay en Alaska? Pero sí percibimos que algo le pasa. Se compró unos zapatos nuevos, se siente atacado cuando la esposa le hace un comentario; carga con una cualidad, que es recurrente sobre todo en los personajes masculinos de Carver, que es una suerte de estado como ido. Ya sea por causa del alcohol o el desempleo, ya sea por causas más misteriosas, muchos de los varones carverianos están como perdidos; podemos imaginarlos con la mirada ida, como viendo algo que ya no está, algo que nunca estuvo, un sueño prometido que fue destrozado incluso antes de que comenzara su edificación. Carl espera el correo, noticias de algún empleo, mira por la ventana. Pero lo que llega es otra cosa, un encuentro extraño, decepcionante pero revelador. En Carver, decepción y revelación van de la mano. Casi podríamos decir que no hay revelación sin decepción. Entre los destrozos del sueño americano, hay algo más.
Esa es otra razón para leer a Carver: su escritura tiene el poder de conectarnos con un fenómeno psíquico singular que no es privativo de la experiencia norteamericana, pero que la experiencia norteamericana llevó a un extremo: el fenómeno del soñar y el decepcionarse. Los seres humanos tenemos esa extraña capacidad de soñar futuros posibles y sostener imágenes mentales en el frente de nuestro cerebro. Tenemos la capacidad de trabajar por esas imágenes, tenemos la capacidad de obsesionarnos. Los relatos de Carver nos conectan con la belleza tierna, y la ternura bella, que suceden al desmantelamiento de esas imágenes —la caída de las obsesiones y las arrogancias. La heladera se ha roto, pero las salchichas que se descongelan sobre la mesa de la cocina gotean y en el charco que se va armando entre los pies de un personaje quieto hay, también, algo hermoso.
En Carver, la belleza es algo extraño, o el extrañamiento es condición para poder acceder a lo bello.
Hay algo hermoso en ese charco extraño. Hay algo bello en sentirnos extraño. Hay algo hermoso en haber perdido todo. Carver parece sugerir (y no sería un facilismo analítico conectar esta cualidad con el viaje de su propia vida personal) que la pérdida y el desgarro pueden disponernos a la posibilidad de un renacer. Tal vez los personajes de Carver no alcancen a renacer, pero se ubican en el umbral, un espacio de apertura desde el cual el renacimiento se vuelve posible. En el poema Milagro, un matrimonio viaja en avión y pelea. Ella lo golpea a él hasta que se cansa. Sólo cuando se cansa, deja de golpear. Sólo exhaustos, pueden volver a tocarse, “los dos tan quietos y pálidos que / podrían estar muertos. Pero no lo están, y eso es parte del / milagro.”
Ese es el milagro carveriano, un resto de vida que sobrevive a la devastación.
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El tren está dedicado a John Cheever. El relato comienza con una escena violenta en que una mujer armada ataca a un hombre para defenderse. Después de hacer lo que tenía que hacer, la mujer se va a esperar un tren y observa a una pareja de personajes curiosos. Luego, los tres se suben al tren y el relato abre su atención a los demás pasajeros y, si se quiere, a la humanidad. El punto de vista pasa de la protagonista al de los pasajeros del tren, que “miraban por la ventanilla y sentían curiosidad” e imaginaban a las familias en las casas de la colina, detrás de la estación. La mujer y la pareja entran juntos al tren y ese trío, que no es tal, despierta la curiosidad de los pasajeros, que, por un momento, se distraen de sus propias preocupaciones. Se podría pensar el movimiento del relato como uno de apertura. Pasamos de una situación muy congestionada (la protagonista apretando el cañón de una pistola en la cara de un hombre) a una percepción de lo abierto (el tren, las casas en la colina, el campo, un momento en que la mirada se abre a un macro del mundo, como en muchos momentos de la narrativa de Cheever). Tomándolo a éste como un ejemplo claro, podríamos pensar en el movimiento narrativo de Carver como uno de apertura; si se quiere, de descongestión. No siempre es tan lineal; a veces es sólo una visión fugaz a medio camino, como el paisaje a través de la ventana de Principiantes (qué curioso que ese momento, esa aparente digresión, haya sido editada en la versión final llamada ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?). Al final de Catedral el contacto con el otro disipa el prejuicio del narrador (ver video sobre el cuento Catedral). En general esos momentos llegan al final, como una epifanía.
Epifanía es un término que viene de la religión. La epifanía es la aparición de algo de orden sagrado. Más que trabajar por la revelación, los personajes de Carver acceden a ella por desgaste; si se quiere, por rendición. Ni siquiera es una rendición consciente, articulada de modo intelectual. Se trata de un momento, tal vez un instante, en que algo de la personalidad se rinde, y agrieta, dejando entrar la luz. Tal vez Carver escuchó el consejo de Rumi: “Deja que tu corazón roto se abra a la belleza que se esconde debajo de las grietas.” Un corazón roto es un corazón abierto.
En MARZO guiaré un TALLER DE LECTURA de 4 encuentros en el que nos sumergiremos en la narrativa de Carver. Carver es ideal tanto para quienes no tienen mucha práctica en la lectura de ficción, como para quienes sí. Como sus cuentos sostienen grandes niveles de ambigüedad y ambivalencia, es un autor muy dador de la conversación.
Más info:
PRESENCIAL en Café Artigas, CABA (los miércoles de 18,30 a 20,30 desde el miércoles 12.06)
GRUPO VIRTUAL (martes, varios horarios a elegir)
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