El arte nunca responde al deseo de hacerlo democrático; no es para todo el mundo; es sólo para quienes se disponen a asumir el esfuerzo necesario para comprenderlo.
Flannery O’Connor
Hay momentos en que ciertos conceptos entran en una zona de la consciencia en que ya pueden ser usados como herramientas. No importa si el concepto es robado, no importa no recordar de dónde viene, lo que importa es que se hace disponible. No importa tanto quién inventó el martillo, importa cómo lo usamos —ahora.
Las cosas para las que sirve (o suponemos que sirve) un martillo, son específicas. Por su parte, la herramienta poética tiene una particularidad: no viene con instrucciones de uso —no se entiende del todo para qué sirve. ¿Qué clavos clava la poesía? No hablo de la poesía como forma literaria (el verso), hablo de la poesía como gesto existencial. Ese gesto, ¿qué tipo de horizontes despliega?
Si hablo de poesía, hablo de libertad; pero si hablo de libertad, tengo que sentirme libre. Hablar de libertad y no sentirme libre es un desperdicio de saliva —o una hipocresía. Aunque tal vez se trate de una imposibilidad: hablo de libertad porque no puedo sentirme libre. Si no la siento, si no la uso, al menos puedo nombrarla. La libertad. En el fondo, hablo de libertad para sentirme libre —es decir: para, libre, sentirme.
(Ojalá todo esto no sea leído como un mero juego de palabras; ojalá se vislumbre la seriedad del juego de las palabras: poniendo en juego a las palabras, podemos realizar la torsión perceptiva que llamamos poesía).
Libertad es (libertad de) sentir. Sentir(me) en libertad.
Sentir (percibir, atender) es libertad.
Percibimos, reconocemos, la libertad de sentir.
El único encierro es la resistencia a percibir.
Y esa resistencia también puede ser sentida —percibida, atendida.
Uso la palabra libertad como un encantamiento. Hablar de la libertad como si fuera algo ausente, siempre ausente, para justificar mis encierros y mis maneras creativas de sufrir, sí, puede tener algún sentido; pero sólo si ese sentido es un camino que me conduce hacia los bordes del confinamiento. Sufrir para dejar de sufrir. Si el sufrimiento no es una invitación a (reconocer) la libertad (la libertad de no sufrir), ¿para qué sufrir?
Hablar de libertad tiene que ser como reconocer una picazón. Una picazón es una picardía. Picardía es hacer que pique. Cuando pica queremos rascarnos, pero rascarnos puede ser el intento de sacarnos de encima una percepción, como un intento por dejar de sentir. ¿Nos rascamos para no sentir?
Tengo la libertad de no rascarme.
Tengo la libertad de entrar en lo que no quiere ser sentido.
¿Tengo libertad?
El yo, ¿puede tener libertad?
¿Quién habla cuando digo soy libre?
Lo inconsciente (lo no atendido) pica —llama para ser vivido. Lo más normal, lo más cotidiano, lo social, es no escucharlo, rascarse, sacarse la molestia de encima y seguir adelante, produciendo
productos
y sosteniendo
vida social.
Creemos (y ese creer es un mecanismo cultural, necesario para la máquina social) que la libertad está lejos —en Alaska. Creemos (y ese creer es una manera de auto-limitarnos, con lo virtuoso y lo vicioso que tiene cualquier borde) que la liberación es un salto extremo —extraordinario, rebelde. Mistificamos la experiencia de la liberación, la pensamos como un trofeo épico, la vivimos como una historia de adrenalinas y de recompensas. Para liberarnos, decimos, creemos, tenemos que ser valientes y esforzarnos como nadie. Desplegamos narraciones de viaje, desparramamos épicas de transformación y catarsis.
Puede ser cierto que la libertad (que tal vez no sea más que un reconocimiento) pida un tipo de coraje; si pide esfuerzo, no lo sé. Creer que para encontrar la paz hay que librar grandes batallas suena a malentendido trágico —a mecanismo cultural de sometimiento.
Solemos pensar la libertad (entender el gesto de liberación) como un grito de rebeldía, una eyección radical que arranca al individuo de la masa adormecida. ¿Será por eso que las imágenes de la libertad suelen tener que ver con el vuelo, la cabalgata y el salto?
Las aves, los caballos, el abismo.
Hay trampa. La libertad está más cerca, demasiado cerca, y no se opone, como creemos, al confinamiento. Es más obvia, y por eso no se ve. Es por estar a la vista que lo obvio no se ve. La carta robada.
Queremos definir a la libertad como definimos al resto de las cosas, siempre en función de un opuesto; pero la libertad no se opone a nada, no excluye nada —se trata, más bien, de un movimiento de inclusión. El gesto, en lugar de como un rechazo heroico, en lugar de como un salto glorioso, puede ser visualizado como una torsión sutil, casi indiferente, casi apática —la torsión es como un giro sin giro, un salto sin salto, un discurso sin banderas.
Le llamaremos, ahora, torsión poética.
La torsión poética es un giro sin giro hacia lo que no quiere (o no puede) ser enfrentado —digamos, lo inconsciente, aquello otro, que intenta resguardarse en bambalinas, a oscuras, demasiado adentro, demasiado lejos o demasiado acá, demasiado afuera (de los mapas ficcionales de nuestra mente colectiva), moviendo los hilos del cuerpo de una vida semiconsciente y acaso adormecida.
Lo inconsciente sería lo que no quiere (lo que no debe) ser visto —capturado. El cuerpo-carne-flujo más allá del cuerpo-imagen-fijación. Los andamios que sostienen la realidad consensuada (los tendones y los cartílagos, que sostienen al escenario-cuerpo) no deben ser descubiertos. No queremos reconocer que el aislamiento es una recurrencia ficcional, un bucle de ideas encadenadas, una insistencia neuronal; no queremos reconocer que percibirnos en el encierro de un horizonte circular es sólo una ilusión óptica (psíquica), sólo funcional a la supervivencia de una forma de organización. Lo más inconsciente es el cuerpo —el cuerpo es la voz de lo inconsciente. El cuerpo es, en sí, un llamado de atención.
El cuerpo es un llamado de atención.
El brujo Don Juan le habla al aprendiz Castaneda sobre una pared de niebla que no quiere, o no puede, ser enfrentada. Se trata, digamos, de nuestra sombra, eso de nosotrxs que no queremos ni podemos asumir —un muro de niebla, imposible de enfrentar, siempre al costado, que gira cuando giramos. Los brujos le enseñan a Carlos un ejercicio para poder enfrentar esa pared que se escapa: el ejercicio es una especie de torsión, un giro sin giro que permite al guerrero enfrentar su pared personal: se trata de acumular energía para vencer la inercia de no poder mirarse, es como girar de una manera tal que la pared no reconoce el giro y, entonces, no gira.
Lo inconsciente se resiste, y la resistencia de lo inconsciente equivale a la inercia de nuestra sensibilidad. Hay que entrarle de costado, con actitud oblicua. Salirse del surco pide energía. Vencer una inercia pide mucha energía —si se quiere, mucho amor, o mucha poesía.
Poesía = complejizar el trazo.
Los brujos hablan de la voluntad para ahorrar la energía necesaria para poder dar esos saltos (más bien, giros) de consciencia. La vida social nos sirve para vivir a media máquina. Como la inercia cultural (repetir y reproducir) es grande, para torsionar se necesita acumular energía. El gesto poético pide energía porque implica salirse del surco perceptivo-sensible de la inercia colectiva. Pienso en la torsión como algo más sutil que un salto —si el salto implica trascendencia y rechazo, la torsión nos habla de una inmanencia inclusiva.
Me pregunto si el gesto es voluntario.
¿La poesía es un gesto voluntario?
¿Es un querer de la personalidad lo que nos lleva a liberarnos —a reconocernos libres, es decir, condicionadxs por todo? ¿Quién o qué se libera cuando nos liberamos —cuando nos reconocemos libres (=interdependientes)? ¿Puede la personalidad liberarse? ¿Puede un personaje darse cuenta? ¿Puede una prisión, en sí, liberarse? En tal caso, ¿de qué se libera una cárcel?
Se habla de agotar el sufrimiento; se dice, a veces, que las liberaciones psíquicas suceden de maneras más o menos espontáneas cuando el sistema agota sus deseos inconscientes de sufrir. Estallidos de la bomba de presión que es la personalidad.
Cansancio.
Rendición.
Un resorte que se vence.
Algo que ya no va a volver a funcionar.
Pienso en la disponibilidad. Más que voluntad, disponibilidad. En la metáfora del terreno y el campo (la propiedad del personaje y el campo sin dueño de la consciencia, el jardín ordenado del ego y lo salvaje desparejo), estar disponible sería caminar cerca del cerco, acercarse al alambrado, como seduciendo a ese mar mudo, exterior, que parece querer secuestrarnos. Caminar cerca del borde, seducir al campo de lo desparejo, para que nos lleve —o nos muestre: no lo no visto, sino lo que nunca estaremos preparadxs para ver.
El misterio no está más allá del borde, el misterio es el borde mismo. El cuerpo, la carne, la piel, ¿por qué? ¿Por qué la materia?, se pregunta, en el fondo, todo poeta. ¿Por qué los bordes? ¿Por qué las formas?
La pregunta, más que por qué los bordes, podría ser: ¿cómo nos acercamos al borde? Lo que equivale a decir: ¿cómo celebramos la limitación?
Roberto Juarroz propone que la poesía intenta hacernos preguntas sin respuesta para las cuales “sólo cabe hallar una presencia y colocarla en el lugar de la falta de respuesta.”
Los koan zen parecen ponernos al filo de respuestas imposibles, en un acantilado, no al borde de lo innombrable, sino en el final de nuestras ganas (o necesidades) de nombrar. El koan, más que lo innombrable, nos muestra el borde de nuestras necesidades (o posibilidades) de nombrar. Lo desconocido se hace presente cuando rendimos nuestra necesidad de transformarlo en conocido. La bestia se presenta cuando no intentamos atraparla. Como dice Charles Eisenstein, la perspectiva del castigo disuade el impulso a la confesión. Lo inconsciente no busca ser castigado, sino abrazado. La poesía se revela sólo cuando no busca ser capturada.
La poesía nos muestra que nombrar es siempre querer (pretender) nombrar. En la experiencia poética, casi llegamos a nombrar lo que nunca podría ser nombrado. Esa presencia intensa generada por la inminencia de una respuesta que no llega, y que tal vez (sospechamos) nunca llegue, porque tal vez no exista, ¿eso es la poesía?
Si la respuesta llega, lo hace en forma de abducción; es una sustracción, un vacío o un silencio. ¿Será la torsión poética la suspensión de las necesidades (culturales) de agarrar?
Platón, en un famoso gesto, propuso expulsar a los poetas de la polis. Platón, que al parecer entendía la poesía como imitación, como falsificación, como copia de la copia que era el universo material, expresó la posibilidad que tenemos los humanos de dividir el mundo en dos. Está lo falso y está lo real. Están las cosas, materiales e imperfectas; y están las ideas, puras e intocables. Así, trascender sería elevarse del mundo corrompido de la carne al espacio impoluto de las Ideas. El dualismo y la trascendencia son sustento filosófico, metafísico y por lo tanto ético (también moral) de la percepción/sociedad occidental. Según el crítico de cine Ray Carney, nuestra cultura es devota de un entendimiento de la experiencia basado en la dualidad superficie/profundidad. Cargamos con un ancestral desprecio por el cuerpo y la forma —lo así llamado, despectivamente, superficial. Por suerte, Paul Valèry nos recordó que lo más profundo que hay en el ser humano es la piel. Por desgracia, volvemos a olvidar. El paraíso nos queda siempre atorado en el más allá de la materia. Para compensar ese desequilibrio, nos polarizamos hacia el otro lado, construyendo sociedades hiper-materialistas que adoran el cuerpo —pero no el cuerpo en tanto flujo y devenir, sino el cuerpo en tanto imagen-fijación. Idealizamos el cuerpo para intentar transformar su impureza en imagen divina.
La imagen sería la fijación del movimiento (de la vida). Vemos y entendemos al cuerpo más como imagen que como vida. El cine podría ser una herramienta para devolvernos a ese dinamismo (ver las películas de John Cassavetes, ver Flesh de Paul Morrisey), pero en general el dispositivo de imágenes “en movimiento” usa el movimiento (la ilusión del movimiento) como forma de crear caminos unívocos e incuestionables que nos conducen narrativamente, de vuelta, hasta el mundo de las ideas —la revelación, final, es casi siempre una idea. Usamos el movimiento para aquietarnos, el arte como un péndulo para la hipnosis.
Eso es lo que critica Carney del modo Hollywood de percibir. Las películas en modo Hollywood (y no son sólo las de Hollywood propiamente dicho) proponen una lectura del mundo en que cuerpo y mente (materia y espíritu) son dos zonas fatalmente separadas —ante la separación (como en la dualidad forma-contenido), la jerarquía se hace inevitable: si separamos, es para dar más valor a un lado y menos valor al otro —polarización. Así, en general, la forma (el cuerpo) pasa a ser un portador (esclavo) de las ideas —grandes, maravillosas, importantes, solemnes y comprometidas.
Al hablar de Raymond Carney, se me hace inevitable hablar de Raymond Carver. Los nombres suenan demasiado parecidos como para no confiar en los caminos del sonido. Cuando, como Carver, me dejo llevar por el detalle sonoro (por el sonido del detalle, radiante), el significado se revela, como querría Carney, físico, palpable, inmanente, complejo, no traducible al lenguaje conceptual y simplificador de las ideas. La epifanía, en los relatos de Carver, no señala un más allá, un universo misterioso de ideas trascendentes. El graznido de los patos que echan a volar, las babosas de la noche, los charcos producidos por la comida descongelada, los caballos en la niebla en una noche de dificultades matrimoniales, las flores tiradas en el piso en el final de la vida de un escritor ruso, y los campos imposibles vistos a través de la ventana de una cocina en la que se pretende demasiado entender qué es el amor, todas esas imágenes, digamos, no son índices de una divinidad despojada de materia en flujo. El sentido, en Carver, es, más que un significado conceptual, una potencia, algo inestable, pero posible, que no termina de declararse.
Una vibración de la materia que, al agitarse, revela su propia otredad. La otredad no es algo ajeno, sino propio, demasiado propio.
Incluso Tarkovsky, que se supone un cineasta tan espiritual, o poético, es un maestro en el arte de hacer contacto con la densidad de la materia. Si el cine de Tarkovsky es enormemente poético, se deba a que es, también, densamente material. Sus películas son puro cuerpo. Carver es profundamente poético porque es básica y concretamente material. En Carver, la materia vibra a una velocidad imposible de aprehender. Lo inconsciente se manifiesta como una sensación de sentido, latente, circundante, amenazante.
Amenazante porque vital.
En Carver, el mundo está, si se quiere, demasiado vivo.
Tan vivo que los nombres caen, como caen nuestros intentos de agarrar lo que se mueve a gran velocidad.
La poesía como el mundo a gran velocidad,
la poesía como la imposibilidad de nombrar.
La poesía como la revelación (la revolución) carnal de un cuerpo que ha sido necesariamente insensibilizado por la ficción. La ficción (aquí, ahora, no en tanto dispositivo sociocultural de formateo y adiestramiento, sino en tanto torsión poética) sería la revelación de un misterio sanguíneo, un misterio sucio, extremada y terriblemente no-ideal.
Susan Sontag decía que la ficción nos sirve para recuperar el derecho a la intensidad. ¿Qué es la intensidad? Carney, refiriéndose al cine no-fácil de ver de Cassavetes, habla del camino de mayor resistencia. Los meandros narrativos y expresivos de los personajes de Cassavetes, propone Ray, eligen siempre la línea de mayor resistencia. ¿Será que la experiencia estética (el momento estético) pide trabajo —ser trabajados?
Podemos pensar en contradecir unas cuantas ideas planteadas más arriba y volvernos sobre la cita del inicio de Flannery O’Connor: “El arte nunca responde al deseo de hacerlo democrático; no es para todo el mundo; es sólo para quienes se disponen a asumir el esfuerzo necesario para comprenderlo.” Pienso que los norteamericanos usan las ideas de esfuerzo, trabajo y deber con una liviandad imposible de concebir para una sensibilidad latina, más ligada al sacrificio entendido en términos católicos. Los protestantes del norte tienen otra manera de relacionarse con el trabajo que los católicos del sur. Tal vez no sería tan exagerado decir que, para los protestantes, el trabajo es un medio de llegar a Dios, y para los católicos, un castigo. De hecho, la palabra work no tiene las connotaciones que tiene la palabra trabajo, que viene del latín y nombra (o nombraba) los palos que tenían que cargar los esclavos cuando se los castigaba. Etimológicamente, en latino, el trabajo es castigo. Cuando escucho a lxs norteamericanxs hablar de esfuerzo y trabajo en sus películas (¡sucede en casi todas sus películas!), percibo en mí una reacción. El esfuerzo es malo, pienso de manera ingenua; pero después considero que, en términos protestantes, el trabajo (work) es siempre un gesto espiritual. Dios está en la tierra. Por eso, la frase de O’Connor puede generar en mí lecturas contradictorias.
Por un lado, pienso que la poesía sucede porque sí, porque tiene que suceder —a lo sumo, porque el sistema sensible se hace, como decíamos más arriba, disponible. Por otro lado, percibo una atracción hacia la noción de esfuerzo y trabajo. La pregunta sería: ¿qué tipo de esfuerzo/trabajo pide la experiencia poética?
Seguro no se trata del mismo esfuerzo/trabajo que pide la producción de productos y valores sociales. Cuando entendemos el arte en términos resultadistas, meritocráticos, hacemos de la posibilidad estética una más de las experiencias capitalistas de logro y premio con las que se articula la dinámica social. Ver una película no puede ser tan fácil, pero tampoco tiene que ser difícil.
¿Hay algo más allá de la dicotomía?
Como trabajamos tanto por sostener esa productividad que llamamos nuestra vida, cuando llega la hora de ver una película estamos con un nivel tan bajo de energía y disponibilidad que sólo tenemos espacio para que nos entretengan —que nos suspendan con suspenso, que nos hechicen con promesas narrativas, que nos hagan caer en el pozo de identificaciones que llamamos personaje central, para que alguien mire el mundo por nosotros. El pop corn y otras sustancias excitantes y azucaradas nos ayudan a sostener un mínimo indispensable de atención para poder seguir a ese guía turístico que llamamos narrador. Las narraciones audiovisuales suelen estar muy simplificadas y orientadas, teledirigidas, en gran medida debido a la poca disponibilidad energética y sensible con la que contamos a la hora de ponernos a ver una película. El arte es eso que dejamos para la noche —o el fin de semana. Lo acompañamos de azúcar y de alcohol. ¿Por qué?
Volviendo a Don Juan, la torsión (poética) pide, a la vez, voluntad y quietud. Necesitamos acumular energía (atención) para no dormirnos con propuestas estéticas no tan estratégicamente orientadas a capturar nuestro interés. La sospecha pide energía. Mirar a través de las fibras de la apariencia pide disponibilidad. Mirar de frente a los ojos del misterio pide entereza.
La intensidad prescrita por las narraciones espectaculares o dramáticas es, en algún nivel, de fácil acceso. Las películas son violentamente emocionales porque el adormecimiento de nuestra sensibilidad es estructural. Necesitamos que nos sacudan. Una vez sacudidxs, quedamos con resaca.
Identificarnos con lo otro es fácil, pero costoso. La vida cotidiana está hecha de movimientos de identificación —hacemos identidad en lo que hacemos, en lo que soñamos, en lo que logramos y en nuestros atesorados fracasos. Creemos que somos lo que nos pasa. Por creer que somos lo que nos pasa, lo que nos pasa no termina de pasar —se queda, atorado, en ese depósito que llamamos identidad.
Damos más valor a las situaciones de nuestras vidas que al hecho de estar viviendo. Cuando escuchamos a alguien, damos más valor a sus historias que al hecho de que está viviendo. Identificarnos con el otro es creer en las películas del otro. Empatizar con el otro, en cambio, es reconocer sus películas y, por sobre sus películas, valorar el hecho de que el otro existe —vive. Por presión social, practicamos más la identificación que la empatía. Identificarnos es más fácil. Creer es más fácil, más veloz, garantiza un mínimo de supuesta conexión. La sociedad, para pertenecer, nos pide esa mínima conexión. Garantías.
Dejarnos llevar por una idea es más fácil que reconocer la utilidad (momentánea) de la idea a la vez que su arbitrariedad. Rechazar es más fácil que comprender. Identificarse es decir: te entiendo. Empatizar es decir: te escucho. Preferimos entendernos que escucharnos. Porque entender estabiliza y escuchar transforma. Pienso en la torsión poética como un acontecimiento de des-identificación o de complejización de las proyecciones identificatorias, un movimiento de apertura a la empatía con lo otro, a la escucha de lo múltiple del otro. El refinado estético del trazo de la sensibilidad pide, más que esfuerzo, disponibilidad.
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