¿Por qué leer ficción?

(Febrero 2025)

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«…el momento político del arte supone la impugnación del orden simbólico establecido, una discrepancia con el sistema de la representación. Por tanto, supone el obstinado intento de cruzar los límites de la escena y enfrentar aquellos múltiples mundos, que esperan afuera, intentando descifrarlos, refutarlos o reinventarlos.»

Ticio Escobar

Cuando leo ficción me pasa algo diferente a lo que me pasa cuando leo ensayo o poesía. En verdad, depende qué poesía. Hay poemas narrativos que tienen un efecto similar al que puede tener un cuento en prosa. Las crónicas y los diarios, aunque narren hechos supuestamente reales, también construyen ese tejido de selecciones y descartes que llamamos ficción.

Ficción es mundo modelado. Ficción es recorte, orden, tejido.

Claro que es diferente leer un relato sabiendo que busca ser fiel a acontecimientos que tuvieron lugar en lo que llamamos vida real; pero cuando leemos un relato inventado, el efecto no es menos real.

Dicen que en gran medida el cerebro no distingue entre los estímulos concretos del mundo material y los estímulos de la imaginación. Hay experimentos en que, por ejemplo, las personas hacen ejercicio físico solo imaginariamente, y está demostrado que el músculo es afectado por ese entrenamiento imaginario.

Dicen que una de las funciones del juego de aparentar es entrenarnos para futuros posibles, ensayar escenarios probables, simular realidades para aprender y prepararnos.

En su libro Leer la mente (El cerebro y el arte de la ficción), Jorge Volpi propone que la ficción comienza no cuando alguien inventa una historia, sino cuando los otros eligen creerle. La narrativa genera consenso y sociedad. La ficción nos sirve para construir tejido colectivo.

La identidad de una familia o de una nación está tejida de los relatos que componen su historia. En algún nivel no importa si lo que se cuenta sucedió o no, lo que cuenta es el efecto que la historia tiene en el presente. Cuando recordamos, relatamos. Relatar es crear relaciones. Las relaciones son tejidos y los tejidos levantan esa institución que llamamos identidad. La identidad, la colectiva y la individual, es un tejido de relatos con el que decidimos, más y menos conscientemente, identificarnos.

En general, las historias que componen esa imagen colectiva funcionan en planos inconscientes. A la narración que opera en lo inconsciente podemos llamarle mito. El mito es un relato naturalizado, el ADN de una cultura.

Por ejemplo, una mitología fundacional del ADN argentino es la vieja dicotomía civilización-barbarie. El Facundo de Sarmiento es un libro que tal vez se estudie más en la carrera de letras que en la de historia. La escritura del viejo Sarmiento colabora en la construcción de esa mitología que opone al espíritu civilizado y al espíritu bárbaro. Esa dicotomía se traduce, en términos político-ideológicos, en la dicotomía unitarios y federales. Por supuesto, unitarios Vs federales. Esa polarización es constitutiva del ADN de la Argentina, es parte de su mapa psíquico fundamental. Opera inconscientemente, todavía hoy, en el despliegue de nuestras posibilidades políticas y creativas. Somos un pueblo muy polarizado.

Otro pueblo muy polarizado es Estados Unidos. Píldora azul Vs píldora roja. En Estados Unidos, uno de los mitos fundacionales es el de la tierra de la libertad, el individualismo y el sueño americano. Con trabajo, todo es posible; con esfuerzo, puedes llegar a cualquier lado. Cada país tiene su identidad y su mitología. No estaría mal trazar un mapa planetario que diera luz a lo que cada territorio nacional representa en el psiquismo colectivo.

La gente sin esperanza no solo no escribe novelas, sino, lo que es más importante, no las lee. No examinan detenidamente nada, porque les falta el valor. El camino de la desesperación es negarse a tener cualquier tipo de experiencia, y la novela, por supuesto, es una forma de tener experiencia.

Flannery O’Connor

Estudiar los mitos que componen al psiquismo de un pueblo es importante y también peligroso. La exploración puede desmantelar al constructo de la identidad; pero la institución de la identidad nacional es fuerte y resistente. Si con años y años de terapia el cambio individual todavía nos cuesta tanto, imaginemos lo que le cuesta a un pueblo entero cambiar.

Por supuesto, como individuos no podemos cambiar solos. Para que una persona cambie, también tiene que cambiar su entorno; porque el entorno proyecta expectativas sobre el individuo. En gran medida, somos lo que los otros esperan que seamos. Por eso a veces el viajar o el distanciarnos de gente conocida nos ayuda a abrir horizontes nuevos. Del mismo modo, para que un pueblo cambie tienen que cambiar las expectativas que los otros pueblos le proyectan. En algún nivel, podríamos decir: o cambiamos todos o no cambia nadie. Leer ficción es modificar nuestro contexto sensible y perceptivo.

Lo que llamamos realidad es, en gran medida, una ficción sostenida en grupo. Una matriz de relatos consensuados. Desonectarse de esa matrix es difícil y peligroso; gatilla las reacciones del Agente Smith. La familia nos pide que sigamos siendo el hijo obediente, o, para el caso, el hijo rebelde. No olvidemos que la rebeldía también es funcional al Sistema.

Coline Serreau en La bella verde

En La bella verde (Coline Serreau, 1996), una mujer extraterrestre llega a la Tierra para ver cómo van las cosas humanas en esta tercera roca desde el sol. Una de las herramientas con las que ella cuenta es un poder de desconectar a la gente. Con un movimiento chistoso de las manos y la cabeza, logra que el ser humano más neurotizado de pronto se pasme y, asombrado por el milagro de la vida, se desvíe hacia el costado para, con sorpresa y lentitud, abrazar a un árbol.

Hay momentos de quiebre en que podemos ser desprogramados así, como en un abrir y cerrar de ojos. Bayron Katie cuenta haber sido desprogramada en un instante, cuando una cucaracha caminó por su pie y la despertó de un susto. Podemos, y solemos, experimentar esos raptos de desconexión, pero el Programa es insistente y tiende a reinsertarnos en su circuito. En gran medida, ese Programa que llamamos civilización es un loop neurótico, una ficción iterativa que pide lealtad y pertenencia, una inercia. La sociedad es un juego codificado que posibilita y a la vez cohibe. Nos refugia y a la vez nos corta las alas.

Emile Hirsch en Into the wild

Pero tampoco se trata de salir volando. Como descubre el joven Chris en Into the wild (Sean Penn, 2007), la rebeldía nos sirve solo para llegar al borde último del continente y ahí, tarde o temprano, reconocer que la libertad no es aislarnos y que la verdadera alegría se comparte.

Cambiar no es escapar del reality de nuestra identidad. No hace falta escapar del tablero de juego para ser libres. Como decían los místicos, podemos estar en el mundo sin ser del mundo. Otra forma de decirlo es: podemos jugar el juego con consciencia.

¿Para eso el arte? Tal vez el arte venga a recordarnos que podemos ser libres aun dentro del tablero de juego. No necesitamos evadirnos hacia otros mundos; pero sí reconocer otras posibilidades. Borges es un escritor que reconoce las posibilidades de infinitos otros mundos, pero también es un escritor localizado, aterrizado, muy argentino, amigo tanto del misterio como del detalle mundano. Un virginiano.

El arte borgeano explora (si se quiere, deconstruye) esa dicotomía fundacional del espíritu argentino. Como parte de su mitología personal construida (Borges se pensaba como un personaje de sus propios relatos), una de las líneas más importantes de su narrativa es la dicotomía entre sus dos linajes: uno letrado, otro salvaje. Un abuelo literato, otro abuelo caudillo. El libro y el facón. Borges, mediante procedimientos poéticos, transforma y multiplica (estetiza) ese antagonismo fundacional del alma nacional. Transforma el ADN cultural en materia prima de su dispositivo poético. El arte narrativo es, tal vez primero que nada, un juego con la identidad.

“Mi convicción es la siguiente: la gran literatura construye personajes que escapan de los modelos previsibles, de los clichés y los lugares comunes no sólo con el afán de sorprendernos o anonadarnos, sino de sacudirnos y de hacernos comprender la infinita complejidad de lo humano (…) Las grandes novelas no nos reconfortan: nos desafían. No nos alegran la tarde: cambian, literalmente, nuestras vidas (…) Quien frecuenta el arte de la ficción tiene un acceso privilegiado a las variedades de la naturaleza humana al que sólo podría aspirar alguien con una enfebrecida vida social: en unas cuantas páginas conocemos a decenas de personas —y nos introducimos en ellas—. Una buena novela es, en realidad, un tratado sobre el yo.”

Jorge Volpi, Leer la mente (el cerebro y el arte de la ficción).

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Blue Velvet

Una buena parte del arte narrativo de Estados Unidos podría estudiarse a la luz de las mitologías fundamentales del país. En cine, David Lynch es un ejemplo claro. El comienzo de Terciopelo Azul (1986) tal vez sea uno de los momentos más elocuentes. El jardín de la casa de suburbios, las rosas y la cerca blanca de madera en punta (signos representativos de la imaginería de lo que conocemos como sueño americano, o el american way of life) ocultan algo siniestro; como un signo de lo siniestro, una oreja humana se pudre en el pasto. En Mullholland Drive (2001), la actriz soñadora (tal vez ingenua) representada por Naomi Watts llega a Hollywood para cumplir con ese deseo gastado de convertirse en una estrella; como el personaje tiene la desgracia de ser parte de una película de Lynch, no podrá sostener su ingenuidad y deberá encontrarse, también, con lo siniestro. Lo siniestro como la otra cara inevitable de lo ideal.

Michelle Williams en El atajo de Meek

En literatura, uno de los autores que más pone en escena la devastación de las ilusiones del sueño americano es Raymond Carver. Si en los cuentos de John Cheever (un escritor de la costa este), los personajes parecen todavía pretender sostener una imagen elegante, de ensueño, en los cuentos de Carver (escritor de la costa oeste), los personajes parecen ya haber atravesado esa desgracia, concreta y simbólica, que atravesaron los pioneros que se aventuraron a cruzar el país en busca de oro. El sueño del oeste costó caro. Ver la sed de Michelle Williams en El atajo de Meek’s (Kelly Reichardt, 2010), en donde vemos a un grupo de pioneros perdidos a mitad de camino, sin agua. Los varones desempleados de los cuentos de Carver, sentados en el sillón y mirando la nada, parecen cargar con toda la sed que sufrieron esos pioneros del oro. Una sed de algo que no se pudo encontrar.

La narrativa de John Cheever fue una de las inspiraciones principales para la serie Mad Men, que narra el proceso lento de desmantelamiento del sueño americano: la década del 60 en una agencia de publicidad, los encargados de crear y sostener una imagen acartonada de felicidad. Como muestra con claridad el personaje principal de la serie, Don Draper, detrás de la pose de galán fumador y resuelto se oculta una farsa. El destino narrativo le pedirá a su protagonista exponer su vieja mentira.

En Carver, esa farsa cheeveriana parece ya haberse derrumbado por completo. Si en la vida nos cuesta desilusionarnos, Carver parece recordarnos que en el derrumbe hay también belleza. Toda vida es un proceso de demolición, escribió Francis Scott Fitzgerald, otro autor muy ligado a los excesos y las inundaciones del sueño americano. En El último magnate, su novela inconclusa, Fitzgerald describe cómo un estudio de Hollywood se inunda.

Carver, entonces, se arrastra por los escombros (los de su propia vida de alcohólico recuperado, tanto como los de su pueblo soñador en ruinas) para encontrar, mirando de reojo y a través de una niebla fría, indicios de belleza, misterio y ternura.

Muchos de los personajes de Carver son figuras derrotadas. Habiendo fracasado como hombres (no tienen trabajo, se han divorciado o están a punto de hacerlo), sumidos en una suerte de depresión desencantada, vaciados de anhelos y fuerza creativa, estos sujetos, que parecen haberlo perdido todo, tienen la capacidad de conectarnos, a través de la atención en los detalles, con el milagro de la vida. Perderlo todo como condición para reconocer que estamos vivxs. Carver puede leerse como esa celebración de la existencia que sucede al máximo de los naufragios —el naufragio de la historia humana.

Roberto Bolaño, un declarado amante de Carver, también con un magnetismo por la desolación, sigue la pista de la desdicha hasta el acantilado de lo imposible, la epifanía reveladora de ese algo más que Susan Sontag atesoraba como la razón de ser de la literatura. La literatura, proponía Sontag, existe para que podamos conectar con ese algo más.

Roberto Bolaño

En el cuento Gómez Palacio, Bolaño parece sugerir que ya no queda nada más. Todo parece haberse perdido. El narrador es un joven recientemente separado que se muda a un pueblo de provincia para dar taller de poesía a adolescentes; acaso, más bien, para escapar del DF y su historia de amor. El hotel queda lejos de la escuela donde enseña y la directora le lleva en auto, ida y vuelta, cada día. Una noche, como si se acercaran al borde de lo narrable, al acantilado de un mapa imposible, los personajes ven las luces de unos autos en la distancia que parecen hacer un movimiento extraño. Epifanía. Algo se conmueve. Algo pasa de nivel. Algo salta a la poesía.

Veamos una cita larga:

“Mira, dijo la directora, vamos a llegar a un sitio muy especial. Ésa fue la palabra que empleó. Muy especial.
Quería que vieras esto, dijo, a mí es lo que más me gusta de mi tierra. El coche salió de la carretera y se detuvo en una suerte de zona de descanso, aunque en realidad aquello no era nada, sólo tierra y un espacio grande para estacionar camiones. A lo lejos brillaban las luces de algo que podía ser un pueblo o un restaurante. No bajamos. La directora me indicó un punto impreciso. Un tramo de carretera que debía de estar a unos cinco kilómetros de donde nos encontrábamos, tal vez menos, tal vez más. Incluso pasó un paño por la ventanilla delantera para que viera mejor. Miré: vi faros de automóviles, por los giros de las luces aquello tal vez fuera una curva. Y luego vi el desierto y vi unas formas verdes. ¿Lo has visto?, dijo la directora. Sí, luces, respondí. La directora me miró: sus ojos saltones brillaban como seguramente brillan los ojos de los animales pequeños del estado de Durango, de los alrededores inhóspitos de Gómez Palacio. Luego volví a mirar hacia donde ella indicaba: primero no vi nada, sólo oscuridad, el resplandor de aquel pueblo o restaurante desconocido, después pasaron algunos automóviles y sus haces de luz partieron el espacio con una lentitud exasperante.
Una lentitud exasperante que sin embargo ya no nos afectaba.
Y después vi cómo la luz, segundos después de que el coche o el camión de transporte hubiera pasado por aquel lugar, se volvía sobre sí misma y quedaba suspendida, una luz verde que parecía respirar, por una fracción de segundo viva y reflexiva en medio del desierto, sueltas todas las ataduras, una luz que se asemejaba al mar y que se movía como el mar, pero que conservaba toda la fragilidad de la tierra, una ondulación verde, portentosa, solitaria, que algo en aquella curva, un letrero, el techo de un galpón abandonado, unos plásticos gigantescos extendidos en la tierra, debían de producir, pero que ante nosotros, a una distancia considerable, aparecía como un sueño o un milagro, que son, a fin de cuentas, la misma cosa.
Después la directora puso el motor en marcha, dio la vuelta y volvimos al motel.”

Roberto Bolaño, «Gómez Palacio»

A veces pienso que el arte narrativo existe solamente, o principalmente, para llegar a estos acantilados. Es en estos riscos de la realidad donde la historia (la personal, la nacional, la ancestral) se detiene, al menos un instante, y nos permite, al menos por un instante, respirar ese aire imposible que, a falta de una mejor palabra, llamamos poesía.

A veces me gusta pensar que la narrativa sólo es un mapa que nos lleva hasta lo imposible de mapear —una intimidad imposible con el Misterio. La intimidad no como un lugar al que se llega sino como una intemperie que arrasa. La poesía nos recuerda que la intimidad no es un lugar al que llegar. La poesía es un puente a todos lados. Un acantilado multidireccional. La narrativa como una trampa que, como el teatro que Hamlet usa para arrancarle una confesión al rey, nos hace caer del mapa mitológico con que intentamos sostener la imagen de lo que somos, como personas y como pueblo.

Cheever decía algo así como que un buen cuento puede curar no solo la depresión, sino también la sinusitis. Digamos, el arte puede descongestionar el alma, pero también el cuerpo. El crítico y teórico de cine Ray Carney, con su espíritu docente y con una alta dosis de fe en los poderes del arte, le dice al cineasta en formación: “Estás haciendo algo mucho más radical que contar una historia. Estás recableando el sistema nervioso de la gente. Estás haciendo cirugía cerebral. El arte nos da más que nuevos hechos e ideas; nos da nuevos poderes de percepción.”

Más allá de cuál sea la razón última por la que hacemos y leemos ficción, no puedo no dar atención a lo que percibo como una resistencia a la ficción. Cada vez que me quiero sentar a leer un cuento, o una novela, algo en mí se resiste. Como si en el fondo supiera que sumergirme en el mundo ficcional es suspender el tiempo; como si el ego no quisiera perderse en tamaña otredad. Porque leer ficción es interesarnos por lo otro. El ego no quiere, porque prefiere sostener sus mapas viejos que, aunque raídos, le garantizan cierta seguridad, cierta certeza, cierta estabilidad.

Leer ficción nos demanda detener ese tiempo interesado que nos lleva a organizar la vida de modo productivo. Leer ficción es entregarnos a una atemporalidad que no puede prometernos nada, pero que amenaza con cambiarlo todo.

En MARZO guiaré un TALLER DE LECTURA de 4 encuentros en el que nos sumergiremos en la narrativa de Carver. Carver es ideal tanto para quienes no tienen mucha práctica en la lectura de ficción, como para quienes sí. Como sus cuentos sostienen grandes niveles de ambigüedad y ambivalencia, es un autor muy dador de la conversación.

Más info:

PRESENCIAL en Café Artigas, CABA (los miércoles de 18,30 a 20,30 desde el miércoles 12.06)

GRUPO VIRTUAL (martes, varios horarios a elegir)

Para saber sobre el TALLER de ESCRITURA ANUAL:

AQUÍ TODA LA INFO.

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