Crónica – Febrero 2024
Parece que hoy fue un día de serpientes. La nena estaba fuera de peligro. Un susto junto al río. Con dos años no tienen noción. Cuando la pequeña gritó, vieron a la víbora enroscada a su lado. La llevaron corriendo al hospital de La Cumbre. Ani dijo que se le veían, en la mano, las marcas del vampiro.
—Parece que hoy fue un día de serpientes —dijo a la noche, porque alguien más había tenido un encuentro.
—¿Habrán salido por calor? —nos preguntamos.
—A morder niños.
Fue un día difícil, quise decirle a alguien. Pero ¿qué significa eso? Doble clic, decimos ahora cuando no queremos quedarnos sólo con el titular. Hay que entrar al titular. ¿Qué significa difícil? Hay que entrar a las palabras, recorrer sus laberintos; si no, la vida humana se vuelve una repetición de cuentos oxidados.
La vida como un camino de adjetivos. ¿Qué montón de informaciones guarda el adjetivo?
—Difícil.
Amanecí con el cuello roto —digamos, roto. Quisiera vivir, por lo menos por un día, sin adjetivos. El mundo sin etiquetas. La computadora no encendía desde la noche. El grupo de mi taller de cine no terminaba de confirmar si seguiría en febrero. Preocupaciones. Caminé cargado por una cuesta de piedra hasta la ruta. Me pasé. Deni salió a recibirme y agitó los brazos desde la curva. No tenía energía ni para sentirme incómodo, le cebé mate a Demi mientras manejaba. Llegamos a la ciudad justo a las once y estacionamos a una cuadra de la escribanía. Capilla del Monte ardía. Me dio gusto ver a ese grupo de personas que sólo eran un chat. A algunos no los conocía en carne y hueso. Mientras el escribano revisaba los papeles, hicimos una reunión en la calle. Algunos se sentaron en un banco, otros quedaron de pie, otros en el borde de un local de crocs —casi le mando una foto a Lucas, que dejó sus crocs en la ruta cuando paramos a hacer pis. La gente pasaba por entre medio de nuestra reunión. Cada quien contó de sus intenciones en el lote. Tomamos decisiones. En un momento, no sé por qué, me conmoví.
Le di mi libro a Mer, me lo había comprado en la pre-venta de julio. Me dio mucha alegría verla. Me preguntó qué me pasaba y le conté de la computadora. Me dijo que su novio Lucio, que la esperó por horas en el café de la esquina, arreglaba computadoras. Le pedí que le preguntara si podía verme la máquina, pero al final no sabía nada de Mac. Quería pensar en otras cosas, pero la computadora no encendía. Alfri tenía un vestido azul con motivos de Miró. Dijo que lo que le gustaba era el color. Ana tenía una remera amarilla que le quedaba muy bien. Le devolví cien dólares a Ari. Un papel verde que significa posibilidades.
En la oficina fueron horas. Había errores. Como nos inventamos un micro-lote para los tanques de agua, las medidas no daban bien. En un momento entró un gato siamés con una correa y niño.
Nos reímos.
Cuando el gato y el niño se fueron, el escribano intentó seguir con sus papeles, pero tuvo que tomarse un momento para sonreír y, negando con la cabeza, decir:
—Qué loco.
Después de ese momento todo pareció más chistoso. El escribano parecía más despeinado.
Fui a hacer pis al café de enfrente. Casi nunca me atrevo a pedir el baño, me asusta el no. Nunca me habían dicho: no, pero sí. Me dijeron que el baño era sólo para clientes, pero que podía usarlo dejando una propina para la gente de limpieza. Me pareció justo. Corrí a buscar cien pesos. Agradecí al mozo y dejé el billete en una especie de urna para propinas. Otro papel, éste violeta, que significa posibilidades —no tantas.
De vuelta en la oficina, mientras seguían haciendo cuentas, entré a ver los resultados del Talents Buenos Aires.
No me eligieron. Me entristecí. Escribí esto:
Sigo golpeando a las puertas de la sociedad
como si un día fueran a dejarme entrar
a la pista.
Alfri me hizo un masaje en los hombros y dijo que probara con la computadora.
—Ahora va a encender.
Mer estaba atenta, se dio vuelta en su silla para presenciar la ceremonia. Saqué la computadora de la mochila, la abrí, encendió.
Algunas cosas pasaron antes o después —me pareció, todo el día, que estaba viviendo varias escenas en simultáneo.
—No puedo estar presente —pensé.
No era cierto.
Me pregunto si no juzgamos demasiado esa cosa de tener varias ventanas abiertas. Como si la atención tuviera que estar siempre en una sola cosa. Como si eso fuera lo correcto.
Como si estar presentes fuera otra cosa.
En un momento, me pregunté en qué otras cosas estaría pensando cada quien. ¿Estarían todos tan concentrados como parecía? ¿Qué implicaba ese trámite para cada uno de esos seres humanos? ¿Qué resonancias simbólicas tenía en la historia de su vida? Hice scroll por la web donde anunciaban los elegidos para el Talents: otros rostros, otros nombres, nunca el rostro y el nombre de mi vida, que arrastra frustraciones como latas arrastradas por un auto de recién casados.
Como el auto que se aleja y las latas que rebotan se ven desde atrás, entendemos que no somos quienes se han casado. Siempre son otros los que se alejan en el carruaje de la felicidad.
Si mi vida se despliega como un abanico de fracasos, no es tanto para reconocerme en el ademán de la desdicha, sino más para desidentificarme de ese personaje que siempre vivirá para quejarse.
No soy ese lote.
No soy ese pequeño lote.
El escribano pronunció cada nombre, cada medida y cada porcentaje, varias veces. Reparé en que su escritorio era antiguo. Me pregunté si habrá escribanos con escritorios modernos. O con mesitas plegables. Por suerte teníamos aire acondicionado, tal vez era lo que iba despeinando al escribano. Por momentos abríamos la puerta para que corriera la idea de una brisa. La señora que vino a firmar por otros se quería ir. Si es por diez minutos espero, dijo en un momento. No creo que hayan sido diez minutos. Nunca son diez minutos.
Me volví a emocionar.
No sé por qué.
No es que me emocionara estar escriturando una tierra, tener unos papeles que dicen que este arbusto es mío. No sé qué me emocionó. Cuando en el almuerzo conté que me había emocionado, Angie dijo:
—Es un movimiento.
Entendí que se refería a lo profundo del hecho de mover tierras, firmar papeles, volvernos propietarios. La propiedad. Fuimos a almorzar a un restaurant de comida deliciosa y lenta. Tardaron una hora en traer los platos. Por suerte había maní. Unté queso sobre mi dedo índice porque no quería comer pan —tenía dos noches de pizza encima. El pescado en leche de coco estaba excelente. Volví, en algún momento del almuerzo, a juzgar mi timidez.
Cuando fuimos con Ani a caminar por el río Dolores y nos sentamos en las piedras, ella me dijo que tal vez la timidez debería llamarse diferente.
—La definimos en relación a otra cosa —algo así dijo.
Como si timidez nombrara algo que no es.
Algo que debería ser.
—No voy a decir más que soy tímido —dije.
Timidez es esperar otra cosa.
Hay conversaciones casuales que te cambian la vida.
Después del almuerzo caminamos por las calles incendiadas de Capilla. Mer se tapaba del sol con mi libro de cine. Me dio gracia.
—¡Para eso servía el libro! —dije.
La grabé caminando con el libro transformado en visera. Ella y Lucio se daban la mano como para acompañarse en el derretimiento.
—Estamos en esto juntos —parecían querer decir.
Me dejaron en la rotonda de San Esteban. Compré un vino y alfajores de maicena. Llegué a la casa de Ani y Carlos y me tiré en el piso junto a un ventilador chileno. Llegaron del cumpleaños a usar el baño.
—La gente va a casa a hacer caca —dijo Ani después.
La encontré en el río, estaban en el cumpleaños de una niña amiga de Newen. Nos metimos al agua. Los chicos saltaban desde lo alto y al caer pasaban muy cerca del filo de la roca. Me pregunté si decir algo. No entendía si había peligro. Uno de los chicos tenía tos y su madre le dijo que se cambiara para no tomar frío. El pequeño dijo que no quería porque se le veía ahí —se señaló el pito.
Dije que me llamaba la atención que el chico tuviera vergüenza. Ani me contó que la vergüenza les viene sola, más allá de si los padres les enseñan a cubrirse o no, como un mecanismo evolutivo pare el establecimiento de límites.
Newen me dice que cuando crezca quiere viajar en un cohete y agarrar una estrella con una pinza. Le digo que va a necesitar una pinza que no se derrita. Discutimos sobre el tamaño de las estrellas. Descubrimos que, hace mucho, el sol se tragó un planeta.
—Un día va a tragarnos a nosotros —dice él.
Me muestra su libro texturizado del espacio.
¿Te gustaría recibir novedades y un libro de regalo?
Me despido de Ani, Carlos y Newen con la sensación de haber abierto mi corazón. Me despido de Pastor, el perro más lindo del mundo; al salir de la casa hay que retenerlo porque si nos sigue por el camino se come a las gallinas del vecino. Ya tuvieron que pagar una gallina devorada. Carlos me dijo que tome el rápido, que me deja en la ruta, en la entrada de Carlos Paz. Cuando lo freno, el chofer me dice que no entra en Carlos Paz.
—Diferencial —dice—, viene atrás mío.
Se va y me quedo confundido, cuando ya está lejos me doy cuenta de que podría haber preguntado si me dejaba en la ruta.
Cuando dijo diferencial, ¿a qué se refería?
Qué bajón, pienso, y arrojo una galletita al asfalto, como intentando prender fuego una frustración. Una fuerza que me tira hacia abajo y que quisiera, con práctica, aprender a transformar en algo más.
Hago dedo. Pienso en Clark Gable y Claudette Colbert, compitiendo en esa ruta de 1934. Sucedió una noche es una película sencilla y preciosa. Me arremango los pantalones, pero no tengo las piernas de Claudette.
Nadie frena por mí.
Entre pulgar y pulgar, escribo.
La espera es una plataforma de observación —escribo.
Timidez o escritura.
A veces necesito ser agresivo, combatir al quejica interior. Re-escribir mis modos de dialogar con la contrariedad.
No dejaré que los Demonios de la Espera me atrapen. Escribiré este momento como quien exprime una fruta de sabores nuevos. Observaré el cartel rosado, caído al costado del camino. Me preguntaré por la estación abandonada. Tomaré, cuidando que las diagonales entren a las esquinas del cuadro, una foto del cartel vacío. Me preguntaré por la forma de las nubes y el significado de las palabras escritas sobre las maderas de la parada. Imprimiré sobre mi dolor de cuello la idea loca de que cada tensión es un diseño preciso, obra de una mano múltiple. De pronto recordaré que Ani me dijo que al río Dolores a veces le llaman Colores. Entonces, etiquetaré la experiencia apretada con colores de emancipación. Luego, por un momento, dejaré de colorear para que duela. Dejaré de escribir y volveré a saborear la bronca que me da que el chofer del rápido no haya dicho que me podía dejar en la ruta.
No sé si me da más bronca que el mundo esté desajustado o que yo tenga que escribir para darse cuenta de que lo del desajuste es una forma de decir.
*
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