(Noviembre 2024)
Para garantizar la supervivencia, los seres humanos aprendemos a simplificar. Simplificar es ver el mundo a través de un mapa. Por la fragilidad de nuestros cuerpos, para protegernos del peligro, cramos familias y sociedades. Tanto las familias como las sociedades son mapas tejidos con relatos, historias, mitos. Los mitos de la tribu ordenan el mundo en un mapa de riesgos y oportunidades. Cuando un extraño se acerca al nido, consultamos el mapa para definir, con velocidad, si se trata de un amigo o un enemigo.
La tecnología narrativa es tan poderosa que se vuelve secretamente condicionante. Caminamos por un territorio nuevo sin reconocer la novedad, porque en nuestras cabezas todavía estamos caminando el viejo mapa. La armadura es tan pesada que, cuando ya no la necesitamos, nos cuesta sacárnosla. Muchas veces, ni nos damos cuenta de que la llevamos puesta. Cuando crecemos y ya no somos tan frágiles, seguimos viendo el mundo a través del filtro de las historias de nuestra tribu. Pero chocamos con una realidad que ya no se corresponde con nuestros mapas infantiles.
Esa solidez de la armadura tribal narrativa, esa organización de murallas psíquicas protectoras, es lo que permite el desarrollo de la singularidad de estos bichos frágiles que somos. El florecimiento de nuestra singularidad se encuentra con un desafío. El desafío de la maduración humana es éste: para que la singularidad se pueda desplegar, debemos transformar esa identificación con el nido, debemos complejizar lo que tuvo que ser simplificado, debemos redibujar nuestros mapas del mundo, poner en riesgo nuestras certezas, poner en crisis nuestras identidad para así asomarnos al misterio de la otredad.
Para permitirnos percibir la complejidad misteriosa de lo otro, de lo que está más allá de nuestro mundo familiar conocido, los humanos atravesamos largos procesos de frustración y sensibilización. Para poder sentir otras cosas, necesitamos frustrar nuestras maneras infantiles de sentir, de pensar, de percibir las cosas. Así, podemos ir dejando de reaccionar tanto a la novedad, en principio percibida como amenazante, y luego, como dadora. Cuando nos cerramos, la novedad es amenazante. Cuando nos abrimos, es dadora. El enemigo es enemigo sólo cuando no nos abrimos a escucharle.
Tal vez madurar (a nivel individual y a nivel colectivo) no se trate de mucho más que de ir calmando esa reactividad superviviente que nos hace relacionarnos con el mundo en términos dicotómicos: los humanos transformamos el día y la noche en la luz y la oscuridad, y luego, para cerrar el círculo de la ficción, en el bien y el mal. Tal vez el arte sea una de las herramientas con las que contamos para abrir ese círculo cerrado de ficciones con que protegimos a la tribu. El arte para ver en la noche. El arte para escuchar lo diferente.
Aunque el arte (la ficción, el cine, la literatura) sea también capturado por esa necesidad de simplificar para sobrevivir, en el fondo su razón de ser es la de devolvernos a la celebración de la complejidad y el misterio —del humano, de la vida.
Aunque también usemos el arte como una tecnología de supervivencia, su valor más profundo (más singular) es el de devolvernos a ese misterio. Cuando la preocupación por sobrevivir física y afectivamente se detiene, ¿qué queda? La actividad artística inaugura espacios de ocio que ponen en suspenso la modalidad perceptiva de supervivencia y permiten la captación de sutilezas y complejidades transformadoras.
El drama es un intento de sostener una simplificación —un mapa. Llamo drama al intento de sostener un mapa ante una realidad que se revela diferente, más compleja. Llamo drama a la insistencia (infantil, inmadura) en afirmar que nuestras ideas son más reales que la realidad. El drama como un corto-circuito neurótico, una obsesión con un relato, una incapacidad para hacer contacto con la realidad sobria y ambivalente de las cosas. El drama como una queja sostenida: ¡Mis ideas son mejores que la realidad!, grita el sujeto quejoso.
La escritura nos permite reconocer nuestro mapa de quejas. La escritura nos permite reconocer nuestras obsesiones neuróticas. Finalmente, la escritura nos permite ver más allá del cortocircuito del ego y celebrar la complejidad de las cosas. La complejidad del otro —de lo otro. Escribir como forma de tocar ese misterio sobrio que se nos revela, en forma de epifanía, cuando nos agotamos de pelear por nuestros ideales. Escribir como la posibilidad de celebrar la sutileza de un territorio que se rehúsa a ser idealizado —cartografiado. La escritura para tocar lo real. Lo real, escribió Eduardo del Estal, como la resistencia de los fenómenos a todo régimen de representación. Lo real como la resistencia de un fenómeno a ser representado —reducido a una idea. Escribir, entonces, para tocar lo real; aunque sea, la punta de lo real.
La narrativa (el arte de la ficción) ha sufrido mucho de esta tendencia antigua a la simplificación. El sentimentalismo, propone Declan Donnellan, es el intento de eliminar la ambivalencia, la complejidad. Todavía vemos el mundo como un mapa de buenos y malos. Melodrama. Nuestras relaciones, nuestras políticas sociales y también nuestras prácticas culturales y artísticas están notablemente condicionadas por esa sensibilidad/inteligencia melodramática de supervivencia.
Tenemos un sistema nervioso tan finamente diseñado para reaccionar al peligro que, cuando el peligro ya no está, seguimos reaccionando. Como decían, seguimos viendo al tigre cuando el tigre ya no existe.
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Hay ciertas tecnologías narrativas que pueden promover la simplificación. La narración omnisciente, que sabe todo, la cámara que se acerca demasiado y la voz en off pueden ser (y son muchas veces) usadas para reducir a los personajes y las situaciones a esquemas infantiles de subidas y bajadas, buenas noticias y malas noticias, amigos y enemigos, negros y blancos. Por supuesto, los primeros planos, la narración omnisciente y la voz en off pueden ser también usados de otra manera; pero es tentador: como narradores y directores (como autores) nos tienta acercarnos a ese supuesto interior de los personajes desde donde todo parece comprensible, controlable, entendible. La distancia puede ayudarnos a recuperar el respeto por el misterio de las cosas. Una cámara lejana, un narrador ignorante, una escena sin música, pueden ayudarnos a reconocer que en el fondo no sabemos tanto.
Por supuesto, la distancia también puede ser una trampa; la distancia puede darnos demasiado espacio para protegernos con inteligencia intelectual: fácilmente, la ficción es aplastada por las ideas ingeniosas o políticamente correctas de los directores, que orquestan coreografías caricaturescas como forma de comprobar una hipótesis o explicar una idea construida de antemano. Imponemos nuestro entendimiento recto a la materia curva y huidiza del mundo. Sellamos nuestros relatos con la moraleja solapada, o epxplícita, que garantiza un nivel básico de comunicación con la audiencia. La ficción sufre del terror que tenemos al malentendido.
Si bien la misión del periodista es averiguar para saber, una actitud periodística madura tiene que incluir el reconocimiento de que hay algo que siempre se va a escapar a nuestras posibilidades de entendimiento. Si en las películas de ficción los directores suelen caer en la trampa de creer que pueden entender a sus personajes, tal vez los documentales puedan ser más propensos a admitir que el interior del otro es insondable. Un buen documentalista tiene que atesorar ese misterio como lo que es, una realidad sagrada imposible de profanar.
En la escritura documental (ya sea en palabras o en imágenes y sonidos), nos es más fácil recordar que el otro es un mundo complejo, irreductible a nuestras ideas. Cuando escribimos ficción, tenemos la tendencia a controlar demasiado el sentido del relato. Aunque Ciudadano Kane haya sido revolucionaria a nivel formal, su narrativa cae en la simplificación de explicar la megalomanía del personaje de Orson Welles con un único recuerdo de la infancia. Aunque en algún nivel los seres humanos somos de manual, como parece sugerir Inception al plantear que una idea sola sería la raíz de todos nuestros comportamientos y actitudes, el arte debería recordarnos que las cosas no son tan sencillas —por no decir, infantiles.
Si bien en cada individuo, en cada grupo y en el colectivo humano en su totalidad hay ciertos ejes y asuntos que se repiten (patrones experienciales, perceptivos y comportamentales que insisten y podemos detectar), también hay mucho que se nos escapa. Si el arte puede servir a propósitos terapéuticos de detección y ordenamiento, también puede servir a propósitos vitales de celebración de lo complejo, misterioso y poético que nos habita y también constituye. Si podemos usar el arte para entender, también podemos usarlo para abrirnos a lo inentendible. Lo ambiguo, lo ambivalente, lo complejo, lo sutil, lo poético. Si el policial piensa al misterio como un enigma a resolver, la poesía piensa al misterio como una vibración que no puede (ni debe) ser resuelta.
Por un problema de supervivencia, es difícil no ver a las otras personas como enigmas a resolver. Cuando nos encontramos con la novedad del otro, nuestro sistema reacciona para definir si esa novedad implica riesgo o posibilidad. ¿Te cayó bien o te cayó mal? Cuando vemos una película, salimos con la urgencia de decir si nos gustó o no. Filtramos la otredad del otro a través de nuestro mapa de preconceptos. Reducimos la inquietud que nos genera su presencia con el calmante de la narración simplificadora. Adjetivamos para etiquetar, como si el otro fuera un frasco.
La vida, con sus diferentes tecnologías, nos revela, tarde o temprano, que el otro no es un frasco. Nuestras imágenes son frustradas. El otro no se acomoda a nuestra mirada. Hace algo que se corre de nuestro mapa de posibilidades. La conversación, la intimidad y el arte son tecnologías que nos permiten reconocer la amplitud de esa otredad. El arte nos permite incluso vernos a nosotros mismos en tanto otros. La poesía nos permite reconocer que no nos conocemos tanto, el arte nos permite desconocernos, abrirnos a ser también más de lo que tuvimos que creer que éramos para sobrevivir.
Como cineasta y escritor, mi norte es la complejidad. Cuando escribo o pongo en escena una ficción, presto atención al momento en que el sentido quiere cerrarse. Los recursos técnicos pueden ayudar a recuperar apertura y esquivar la simplificación. Uno de esos recursos es la sustracción —Raymond Carver, entre otros, me enseñó que decir poco puede dar lugar a que el lector imagine. En el libro Ambigüedad y crítica de cine, Hoi Lun Law descubre cómo un abrazo de Humphrey Bogart puede signifcar tanto cariño como posesividad. Si miramos con atención, cada gesto de la vida guarda una ambivalencia esencial. Una mirada, ¿significa interés o temor? ¿Puede significar las dos cosas? En lugar de esto o lo otro, buscamos esto Y lo otro. Al re-escribir, podemos estar al acecho de nuestra tendencia inconsciente a simplificar y reducir. Sumar frases puede complejizar, tanto como explicar de más. El trabajo es fino. Es arte y a la vez es una tarea del espíritu. Desactivar la obsesión por entenderlo todo no es un gesto gratuito. Dar lugar a la complejidad del otro implica ponernos en peligro, poner en suspenso el modo-supervivencia que busca definir al otro como amigo o enemigo, aceptar que no sabemos tanto, dudar de quiénes somos. La complejidad hackea a la identidad, que es, en sí, un mapa de simplificaciones.
¿Cómo podemos usar el arte (particularmente, el arte de la ficción) para redescubrir y celebrar la complejidad (el misterio, la poesía) de la que estamos hechxs? Percibir complejidad implica poner en riesgo a nuestros mapas de seguridad. Para permitirnos percibir complejidad, necesitamos sentirnos a salvo. El arte puede ser un contexto de contención en que nos permitimos el riesgo de la complejidad. La ficción como un marco en que la supervivencia no necesita ser atendida, lo cual nos deja espacio para aceptar que las cosas no son ni buenas ni malas; y que los otros no son o amigos o enemigos. Se trata de un gesto poético y también político, porque nos enseña nuevas maneras de percibir y de relacionarnos. En la ficción ensayamos nuevas formas de percibirnos y de relacionarnos. Es importante aprender a decir: no sé. Recuperar el derecho a decir no sé. Negociar con la queja y darnos, mutuamente, el regalo invaluable de la curiosidad.
En el taller de escritura de ENERO/FEBRERO exploraremos a partir de las ideas de este texto.
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