No sientas tanto (o las linternas de lo imposible)

Junio 2025

*

Como seres humanos, y especialmente como artistas, somos sensibles. Acaso muy sensibles. Si para contrarrestar la tendencia productivista de la cultura meritocrática nos sirve reorientarnos hacia el sentir, es importante también reconocer cuándo estamos dando demasiada atención al movimiento emocional.

Sentir no es revolcarnos interminablemente en ese lodazal que llamamos mundo interior.

Con la notable proliferación del coaching y los reels de instagram, un discurso poderoso sobre la importancia de superar bloqueos, avanzar y conseguir resultados. Por otro lado, con la importante proliferación de actividades “sensibles”, como el tantra y el arte y las diez mil formas de terapia, un discurso también potente sobre el valor de detener la inercia productiva para así poder hacer contacto con el cuerpo y el campo emocional.

Una vez más, el desafío de encontrar un equilibrio —o varios, en verdad, porque el equilibrio no es un punto fijo sino un devenir torpe de reajustes constantes; no es algo que se encuentra de una vez y para siempre. El camino del medio está hecho de descarrilamientos, de caídas hacia los costados, de rebotes en uno y otro polo.

Como mentor de artistas, veo lo peligroso que puede significar el dejarnos llevar por nuestras emociones —más bien, por nuestras olas emocionales; las emociones no son cosas. Si las cosificamos (si nombramos el emocionar como emoción, el verbo como sustantivo), es en gran medida para poder identificarnos con algo, con ellas, las emociones —para generar identidad, necesitamos percibir el continuo del mundo en movimiento como cosas separadas (fijaciones-ficciones) con las que sí o no.

La tristeza, por ejemplo, no es una cosa; cuando nos sentimos tristes, nuestro sistema psicofísico está adaptándose a una nueva realidad, una nueva distancia abierta por la disolución de una imagen. ¿Qué es la tristeza? La tristeza ¿es algo? Algo ha caído, y nos sentimos tristes. Pero una cosa es sentirnos tristes (acompañar una caída) y otra identificarnos narrativamente con esa caída (“soy quien no deja de caer”).

Una cosa es sentir tristeza y otra es dejarnos gobernar por (una idea de, y una química de) la tristeza. Sentir frustración (atravesar un proceso de frustración) no es lo mismo que decir “soy un frustrado”. Decir “soy un frustrado” no es sentir la frustración sino acomodarme en un cuento —el relato como eternización del movimiento emocional. Escuchar el movimiento emocional no es dejarnos llevar por él —o por su relato. Hacer la diferencia es importante: si no se trata de no escuchar nuestras emociones, tampoco se trata de dejarnos llevar por ellas.

Martha Beck explica la diferencia entre el miedo como mecanismo de supervivencia y el miedo, digamos, neurótico. Si aparece un oso, nos asustamos para defendernos, correr, etc. La ansiedad humana, en cambio, es un miedo que se transforma en un relato verbal. Hay una sacudida de miedo y, por otro lado, o después, hay una historia de miedo. “Y después hay una historia acerca de cómo tenemos que controlar el mundo para no estar más en peligro.”

Sentir no es controlar.

Si el artista es por definición un ser humano hiper-sensible (ese hiper, digamos, en relación a una especie de parámetro normativo cultural), tenemos que entender que esa tamaña sensibilidad (esa inteligencia) es su don tanto como su desafío. Es justamente por sentir tanto que el artista necesita (tiene que) crear. Podemos pensar que la creación artística es producto del desconcierto que experimentamos al percibir/recibir información que la sociedad no nos enseña a procesar.

En su libro Asumir el caos, Luis Felipe Noé sugiere que lo que hacemos en tanto artistas es estructurar, en forma de arte, ese torbellino multidireccional de percepciones/impresiones que llamamos caos. Dar forma es importante, en principio, porque nos permite organizar ese cúmulo de sensaciones desparejas que los cajones del mercado social no sabrían clasificar.

Ahora, siguiendo a Rebecca Solnitt en Una guía sobre el arte de perderse, hay una diferencia entre asumir el caos para transformar lo desconocido en conocido (ésta es la misión del científico) y asumir el caos para reconocer/valorar que hay cierta zona de la experiencia que no permite ser mapeada (la responsabilidad del artista no es transformar lo desconocido en conocido, o lo invisible en visible —como proponen algunos—, sino permitirnos vislumbrar, con cierta distancia y mucho respeto, aquello que no puede conocerse porque es, como diría Don Juan, imposible de conocer).

Si por necesidad colectiva el científico tiene la función de transformar lo desconocido en conocido (y así generar tecnologías que, con espíritu iluminista y suerte, nos ayudan a vivir mejor), el artista, también por necesidad colectiva (pero una necesidad de otro orden) tiene la función de evitar que lo imposible de conocer sea domesticado por el entendimiento. La curiosidad científica nos lleva a resolver, la curiosidad artística nos lleva al abismo de lo irresoluble. Si la razón científica nos ilumina, la intuición estética nos desconcierta.

Ambos movimientos son importantes.

Si bien una cierta configuración del gesto artístico puede ayudarnos a generar conocimiento, unión, empatía, cercanía y hasta razón, lo que considero la porción más importante (o singular) de ese gesto (lo que me gusta llamar torsión poética) tiene como función el recordarnos que hay un rincón del mundo que nunca será nuestro —un zócalo de la experiencia que jamás alcanzaremos a tocar; en palabras místicas, el misterio.

Si el científico (y el artísta en modo razonable) funciona como un detective que sigue pistas para llegar a una conclusión, el artista (en modo poeta) funciona como un anti-detective que nos regala la frescura y la libertad de recordar que hay conclusiones a las que nunca llegaremos. Si el detective investiga para recuperar el orden (simplificación), el poeta explora para asumir el caos (complejidad y sutileza). Si la ciencia (y el arte comprometido) es un puente que genera unión entre dos zonas separadas de la experiencia humana, el arte (en su función extrema, que podemos llamar poética) es un puente que no une nada con nada, un puente a ningún lado, o a todos lados, un puente inútil, útil por lo inútil, que nos permite valorar no ya la capacidad de llegar, sino de puentear —digamos, de pasear.

Paradójicamente, ese gesto hacia todos lados que llamamos experiencia estética (ese paseo errante) necesita bordes precisos y terminaciones pulidas. Pasear no es hacer cualquier cosa. La sensibilidad extrema (digamos, la capacidad de conectar con ese todos lados) puede llevar al artista-poeta a quitar importancia a la acción concreta; como si al escuchar los armónicos se olvidara de que hay, por debajo, sosteniendo, una nota fundamental. Para poder escuchar los armónicos, necesitamos tocar la nota fundamental.

Suscríbete a mi NEWSLETTER GRATUITO
y recibe todos los viernes
material exclusivo sobre arte y procesos creativos
+ recomendaciones de cine y literatura.

SUSCRIBIRME

Hace unos años, en un diálogo con un entrenador perceptivo (llamémosle coach), descubrí un miedo profundo: la idea de que dar forma (hacer cosas, corregir mis textos para que sean más claros) puede significar perder armónicos. ¿Qué son los armónicos? Cuando tocas una cuerda de la guitarra, no suena solo la nota en la que está afinada esa cuerda; si afinas la escucha, verás que con esa nota fundamental suenan otras notas más altas, esos son los armónicos. A veces, como artistas, creemos, aunque sea inconscientemente, que dar forma implica sacrificar armónicos. ¿Cómo vamos a poder traducir TODO ESTO TAN ESPECIAL QUE SENTIMOS en una forma concreta y legible?

—Ninguna forma de este mundo podrá hacer justicia a mis maravillosas ideas.

Pero sin una forma en este mundo, esas ideas son solo imágenes mentales, que tienen una vibración acotada —una vitalidad acotada por los límties de nuestro propio campo mental; acotada, en el fondo, por una traducción inconsciente: no hay idea sin forma, no hay percepción sin imaginación. Aunque sea dentro de nuestra mente, incluso antes de llegar al papel, nuestras ideas ya tienen una forma. Aunque no nos demos cuenta, esas ideas-sensaciones-percepciones que no sabemos cómo bajar al material (a la pintura, a la palabra, al cuerpo) ya tienen cuerpo.[1]

Quedarnos con las ideas adentro, no permitirles encarnar en la materia, puede implicar un grado alto de narcisismo —y de neurosis. Por supuesto que no toda idea que se nos cruza por la mente tiene que ser trabajada en la materia. No estamos hablando de la obsesión por hacerlo todo, sino de la resistencia al hacer, de cuando el yo se apropia de esas imágenes, porque las cree muy especiales, y de esas sensaciones, que cree muy singulares, y también de esas emociones, que juzga muy importantes, y no las quiere soltar. Como si fueran suyas. Como si las semillas pertenecieran a la mano y no a la tierra. Pasar a la acción (hacer algo con las semillas) implica, en principio, reconocer que no somos los dueños del significado de la experiencia. Implica un gesto de gran generosidad, que nos libera del ombliguismo neurótico con el que nos revolcamos en nuestra supuesta hiper-sensibilidad. Decimos que estamos sintiendo, pero sobre todo estamos pensando.

Accionar significa dar pasos en lo desonocido. Dar pasos en la creación de nuestra obra implica avanzar hacia lo imposible de conocer. Por supuesto, el avance hacia lo oscuro (más bien, hacia lo imposible de iluminar) nos aterra; pero no es a la totalidad de lo que somos a quien le aterra —importante reconocerlo: es solo a nuestro pequeño ego a quien el arte aterra, porque la tierra del pequeño yo no es más que un viejo mapa de certezas oxidadas, y el arte, por definición, desbarajusta mapas oxidados. Para hacer arte, el ego se tiene que aterrar. En gran medida, la creación artística funciona como un contexto seguro para animarnos a lo inseguro. En el arte, nos interesamos activamente por lo que nos desestabiliza; ese es, en el fondo, el gran poder terapéutico de la poesía. No somos un mapa.

Artista es quien asume la responsabilidad de entrar en esa habitación oscura llevando la linterna de su obra de arte, pero no tanto para iluminar cada recoveco, sino más bien para encontrar ese rincón imposible de iluminar. Para encontrar el rincón imposible de des-oscurecer, el artista necesita sí o sí de su linterna-obra-de-arte. Por eso es importante dar forma, concretar y cerrar nuestras linternas de lo imposible. Una linterna sin acabar no ilumina. Sin luz no descubrimos sombra. Para descubrir la oscuridad última (la libertad última), necesitamos de la obra. La obra (cerrada, terminada) es necesaria para apuntar hacia lo que no se deja apuntar. Cerrar una obra es como terminar de estirar el índice. Para apuntar, necesitamos levantar el brazo. Para descubrir lo abierto, necesitamos cerrar. Las reglas de juego, los deadlines y las publicaciones (los límites), nos sirven como plataforma cerrada desde la cual podemos reconocer lo abierto. Si no cerramos no podemos abrir. Leer es abrir.

Maurice Blanchot escribió que lo que más amenaza la lectura es la insistencia del lector por seguir siendo el mismo —es decir, no cambiar. Crear una obra es crear una posibilidad de leer —y leer es cambiar. Lo imposible de conocer (la lectura como apertura) es lo que, en última instancia, más nos transforma. Tal vez sea por eso que a los artistas nos cuesta empezar, avanzar y, sobre todo, completar. La transformación genera resistencia; porque transformarnos duele. Duele, sí, pero libera.[2]

Como dice Julia Cameron en El camino del artista, pasar de la mente a la acción implica un riesgo. “La mayoría de nosotros estamos habituados a evitar el riesgo; somos hábiles especuladores para eludir el posible dolor que provoca estar expuesto.” El problema es que, como dice Cameron, “la seguridad es una ilusión muy cara.” Tenemos que atravesar todos los “no puedo porque…” y tomar consciencia de que, cuando decimos “siento que…”, lo que viene después, en la oración, no es un sentimiento sino una idea —un pensamiento.

A veces usamos la idea del “sentir” como forma de dar autoridad a algo que, en el fondo, es solo un pensamiento.

Así como es importante recuperar el valor del sentir, es importante reconocer cuándo estamos usando una idea del sentir como autoridad aparente que nubla la realidad de que, en el fondo, más que sintiendo estamos pensando. “Pero yo lo siento así” puede ser una línea usada como estrategia: lo que sentimos parece gozar, planteado de este modo, del lujo de ser incuestionable.

Madurar implica asumir que, muchas veces, cuando decimos estar sintiendo algo, en el fondo estamos pensando algo. El verdadero coach no es quien nos fuerza a no sentir, sino quien nos invita a reconocer qué ideas están generando esas emociones paralizantes. Así como es importante permitirnos sentir lo que por programación de supervivencia evitamos sentir, también es importante reconocer cuándo es hora de ponernos prácticos. Sentir no es impráctico. Sentir también es productivo. Pero sentir no es revolcarnos (sufrir).

Como artistas o personas altamente sensibles, muchas veces confundimos dolor con sufrimiento. Una cosa es sentir tristeza, otra cosa es atorarnos en la idea de que eso no debería haber pasado. Una cosa es asustarnos para correr, otra cosa es encerrarnos con puerta blindada y cámara de seguridad viendo en la tele las noticias que nos recuerdan, día y noche, todo lo horrible que nos puede pasar. Dicen que las emociones duran unos segundos; las eternizamos con relato. Las agarramos con historias y tevé. Podemos ver las historias como jaulas de emocionalidad vieja. Un mapa de lo que sentimos —en pasado.

Sentir no es lo mismo que dejarnos llevar por la emoción. Dejarnos llevar por la emoción es entrar en el túnel del relato sobre cómo deberían ser las cosas. Eso se llama sufrir. El ego es una máquina de producir sufrimiento innecesario —el ego es la adicción a un mapa que ya no representa lo real. Cuando digo “no sientas tanto”, lo que digo es que necesitamos, y sobre todo como artistas hiper-sensibles, desarrollar nuestra parte samurai, que nos permite reconocer cuándo eso que llamamos sentir es en verdad una adicción neurótica al pensamiento.

Para abrir el círculo neurótico y pasar a la acción creadora, hay momentos en que cierta agresividad es necesaria. Si el ego (el niño oxidado) tomó el volante del carro cuando estamos yendo a 120 km/hora, claramente no es momento de escuchar sus supuestas necesidades. Primero tenemos que sacarle del volante y mandarlo adonde le corresponde estar: en el asiento de atrás, mirando sus mapas viejos.


[1] Por eso la distinción entre forma y contenido es tan confusa. Una idea ya es una forma, un pensamiento es una sintaxis, el tema es música.

[2] Por supuesto, podemos completar “obras de arte” sin transformarnos. Pero… ¿podemos? Si construimos una pieza que no nos transforma, ¿tenemos derecho a llamar a esa pieza obra de arte o a nuestro proceso artístico? A veces nos damos cuenta más tarde de que hemos cambiado.

*

¿TE CUESTA EMPEZAR, AVANZAR Y TERMINAR TUS OBRAS?
Te puedo ayudar…
Con mi programa de mentoría para artistas TEMP (TODO ES MATERIA PRIMA)

MÁS INFO

Para saber sobre mis TALLERES de LECTURA y ESCRITURA:

MÁS INFO.

Si el texto te interesó, por favor comparte con alguien!!!!

¡Gracias por leer!
Pregunta: ¿la lectura te aportó algo?
Si es así, ¿COLABORAS CONMIGO para que pueda seguir escribiendo?

Escribir es mi trabajo: le dedico horas y neuronas.
Sé que es extraño pagar por algo que tiene acceso libre y gratuito,
por eso lo pienso como una colaboración.

Si leer esto te aportó, haz una donación para que yo pueda seguir escribiendo.
¡Lo que sea sirve y es muy bienvenido!

MUCHAS GRACIAS!

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Carrito de compra