(Septiembre 2021)
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Hay olores que superan al sabor. El café, el cedrón, la bosta, el jazmín. Aunque el té de jazmín no me gusta, el olor de la flor me produce orgasmos. No entiendo cómo la vida creó ese olor para mí. Tal vez, pienso, la vida me creó a mí para ese olor. Si fuerzo la hipótesis, podría decir que tal vez cada criatura fue creada para saborear algo específico —digamos, a otra criatura. Es como si la vida fuera, a la vez, chef y comensal. En ese sentido, dar y recibir se transforman en nociones excesivamente ingenuas. Porque solo el entendimiento humano dice que el sol es cielo y la clorofila, tierra. ¿Por qué hay plantas que necesitan más agua que otras? ¿Tiene sentido siquiera ponerlo en esos términos? ¿Compararán, pinos y carnosas, los litros que consumen en un año? Como sea, no creo que piensen, ellas, en la idea de consumo. El tema de las preferencias personales siempre me ha inquietado. Pienso que esto que estamos llamando la vida me creó para saborear esa inquietud específica —la de las preferencias. ¿Por qué las preferencias personales? ¿Por qué las formas? ¿Por qué cada forma, con su catálogo de preferencias inauditas? ¿Por qué a unas personas les conmueve más el mar que la montaña? ¿Cómo es que hay gente que no puede tolerar la palta? Los diseños son tan específicos que me aterra considerar qué inteligencia pudo haber creado formas como, por ejemplo, la de Mingui, esta perra tan curiosa que hoy cumple diez años. El 11 de septiembre, en Argentina, es el día del maestro; en Chile, el día del golpe de estado de 1973; en Estados Unidos (lo que equivale a decir: en el mundo) es el día de la caída de las Torres Gemelas (¿ya pasaron veinte años?) También es el cumpleaños de la Mingui (ya pasaron diez años), una criatura tan específica que no se puede creer: su cabeza tiene forma de calabaza, sus orejas tienen forma de milanesas, su cuerpo es como una mesa ratona; su alma, indescriptible. Cada cuerpo, cada vida, cada fecha, cada historia, tiene una particularidad deslumbrante, cegadora. La vida, creativa, insolente, no repara en gastos. El engranaje de elementos es tan sutil que la sensibilidad humana no alcanza a comprenderlo. Por eso el terror. Tanto la noción de coreografía cósmica, como la noción de sinsentido, nos aterran. A veces me parece que cada pieza tiene la forma que tiene que tener para así poder engarzarse en la coreografía de formas que se transforman para tocarse o, también, se tocan para transformarse; por momentos, sin embargo, me da la impresión de que todo es puro azar. ¿Será que el orden y el caos son versiones tan opuestas de la realidad? ¿Será la del sentido y el sinsentido una dialéctica demasiado superficial? ¿Será solo un dominó de errores creativos lo que nos ha llevado a concebir canguros y coalas? En Australia, me dijeron, están las especies más peligrosas. En el sur de Chile, donde estoy ahora, tenemos a la araña de rincón —irreconocible, mortal. Hace poco vimos una, pero no era claro. De lejos, le hicimos videos. Y nunca supimos si era. La araña es, en sí, una gran paradoja. Hay personas que se fascinan y hay personas que les tienen un terror como ancestral. A mí me pasa, y no por eso me considero superior, que con las arañas puedo percibir el doble vínculo: me fascinan y me aterran —a la vez. Tal vez todo, en verdad, nos provoca más de una sola cosa. En general, tomamos partido por una —o nos gusta o no nos gusta. El punto es que no todxs somos igual de susceptibles al veneno de los bichos. Hay alergias tan fuertes que producen la muerte. Hay comezones tan suaves que producen risa. Lo que a unos mata, a otros da carcajada. Reír también es una forma de morir, pero no nos damos cuenta. La comedia es una codificación de la risa; y la risa, como una araña mortal domesticada, pierde su efecto al ser organizada. ¿Por qué organizamos la risa? ¿Por qué nos reímos de cosas diferentes? Hay personas que se ríen cuando están nerviosas. La risa también sirve para sobrevivir. Hace poco conocí a una persona que se reía todo el tiempo. La conversación no paraba de temblar y yo, que me considero alguien con bastante disponibilidad y propensión a los temblores, no sabía qué hacer. Creo que no exagero si digo que la risa llegaba, infaltable, obsesiva, al terminar cada oración. Era incómodo; más que incómodo, era imposible. Pero no sé, tal vez sea mi limitación, tal vez sea yo quien no está para vivir riendo. Vivir temblando —me gustaría, pero no sé. Lo reconozco, soy un poco adicto a mí. Tengo mi set de preferencias bien organizado. Hay cosas que puedo y hay cosas que no, hay cosas que me gustan y hay cosas que no. Por ejemplo, hay personas que me gusta mirar y no escuchar; a la inversa, hay personas que me gusta escuchar, pero sin mirar. No sé por qué digo pero —como si tuviéramos que comprar todo el paquete. Tener amistades a distancia tiene un beneficio: no hay olores ni sabores implicados. ¿Llegará el día en que podamos enviarnos mensajes de olor? ¿Y mensajes de gusto? Tal vez ese día la mismísima distancia sea declarada muerta. ¿Estará la humanidad algún día preparada para la abolición de la distancia? Por ahora, cierta lejanía viene bien. No hay por qué comprar todo el paquete, es cierto. La intimidad, creo, está malinterpretada. ¿Por qué eso de todo o nada? De una obra de arte no te tiene que gustar todo para decir que algo te gustó. Siempre hay algo. No sé por qué nos obsesionan tanto las totalidades. Totalitarismos, terrorismos, el imperio de los nombres, que se huelen de muy lejos. Todo o nada. Si no es amor, es odio. Si no es amigo, es enemigo. Si no es presencia, es ausencia. Mi madre vive lejos, pero no la siento ausente. Tal vez sea yo el que vive lejos, ¿me sentirá ella, también presente? Extraño su risa. No sé si la extraño, pero recién, escribiendo sobre la risa, pensé en la risa de mi madre. La recuerdo como un estallido. Me pregunto qué le hará hoy temblar.
11 de septiembre de 2021
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