Camino por un parque de Santiago. Pienso en cosas del futuro. De pronto, recibo el sonido de un pájaro, la imagen de un árbol con flores amarillas y el viento que se pone de frente. Me detengo. El pensamiento se detiene. Se siente como cuando el avión encuentra un pozo de aire. Escucho la autopista y los aspersores. Huelo la humedad de la tierra recién regada. Veo, detrás de las montañas, el rosado nuboso del atardecer. De cara al final del día, unos edificios altos se quedan, en sus ventanales plateados, con la última luz. En la autopista, carteles azules y verdes. En el fondo del parque, unas voces perdidas cantan un villancico borroso. Me metí en el sector de pasto y las máquinas empezaron a regar. Estoy rodeado por parábolas de agua. Estoy atrapado. Creo ver, en todo esto, la historia de la humanidad. ¿Es mucho? Tal vez solo intento dar sentido a este momento de vacío. Los autos a un lado, las líneas de agua al otro, el viento a través, parecen querer borrarme. O no, ni siquiera, tal vez son solo sensaciones dispersas y una línea de escritura que busca sentidos para la espera. La navidad podría ser pensada como un intento de dar sentido a la espera. ¿Qué esperamos? ¿Un sentido? ¿Cómo sería vivir sin tener que dar sentido? ¿Cómo sería vivir sin narrar? No importa. Disfruto de las historias. Disfruto de las narraciones. Disfruto también cuando, debajo de un árbol amarillo, se detienen.
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