Desprecio y productividad (o la importancia de la M)

(Julio 2024)

La gente necesita aprender a disfrutarse, porque si no lo hace destrozará todo el futuro de la raza humana.

Alan Watts

Volvía en bicicleta de casa de mi amiga M. Nos encontramos a trabajar y conversar. Estuvimos juntos casi cuatro horas. ¿Qué pasó en todas esas cuatro horas?, me pregunté mientras pedaleaba. De todo, por supuesto. Como siempre, de todo. Pero ¿estuve atento? ¿Estuve ahí?

Tiro del hilo de esa pregunta.

La pregunta es recurrente. Muchas veces cuestiono la calidad de mi atención, los niveles de presencia y disfrute que manejo en la vida cotidiana. Me encuentro con la idea de que podría más. ¿Exigencia o invitación? A veces me sorprende no estar en éxtasis todo el tiempo. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser que no vivamos en asombro permanente? ¿Cómo puede ser que me acostumbre tan velozmente a las cosas? ¿Por qué el mundo se parece tanto a una rutina? ¿Qué es esta pátina de desprecio que cubre las cosas en el día?

Doy un trago a mi café de la mañana —finalmente, ayer compré canela. El sol se apoya sobre la monstera bajo la escalera. La mbira de Stella Chiweshe me recuerda que la vida cotidiana también es una ceremonia, un océano. Olvidé la ropa en la lavadora. Siento el cansancio (diría que es un cansancio alegre) con que quedé después de la clase de escalada de ayer. Doy un trago. Percibo el peso de la taza y el modo en que mis dedos se enroscan para levantarla.

En una frutera de cerámica sobre la mesa, mi amiga M tenía unos ovillos de lana. No entendí si eran un adorno, pero tuve que hacer el chiste de darles un mordisco y decir algo como: justo lo que quería comer. El gato es tan perfecto que parece egipcio, la perra baja a saludar aunque no es bueno para su espalda. M prepara un yogurt griego con semillas de eneldo para acompañar las batatas que preparó en el horno eléctrico. Me tomo el tiempo de saborear y, sobre todo, de decir que saboreo. Idea: decir puede ayudar a percibir.

Hace muchos años mi abuela Ana se extrañó cuando, en la mesa, me escuchó hacer un sonido: mmm. Es el sonido de saborear, le dije, ayuda a disfrutar la comida. Intenté que mi abuela probara hacer la M, pero creo que le dio vergüenza. ¿Por qué asociamos el sonido de la M a la acción de saborear? La M tiene un secreto: la manera de sostener el chocolate en el paladar para que el café se lo vaya llevando al pasar por la boca. Es un método que ya conocía, pero me da alegría no ser el único que hace esas cosas. A veces les llamamos: las pequeñas cosas.

Ya es casi una moral de película de Hollywood: hay que disfrutar de las pequeñas cosas. Pero las películas se contradicen: nos dicen que debemos disfrutar de las pequeñas cosas y, a la vez, lograr grandes cosas. Llegar a puertos lejanos, dibujar aventuras en los mapas del ego, y, a la vez, saborear el paisaje, disfrutar el momento.

¿Podemos tener objetivos sin perder atención en el momento? La diferencia entre entusiasmo y obsesión, la diferencia entre neurosis y juego. La vida es un juego, nos animamos a decir cada tanto. Cada tanto, nos damos el espacio para deleitarnos en lo que no tiene importancia. Entretanto, producimos. No sólo bienes y servicios, no sólo méritos sociales y dinero; también, y sobre todo, producimos experiencias con sentido. El capitalismo del ego consiste principalmente en otorgar sentido la experiencia. Sin un sentido narrable, explicable, el ego se desmadra.

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Con M estamos coordinando un grupo de investigación que se llama Drama y antagonismo (así en el cine como en la vida). Estudiamos el problema del conflicto en las películas y en nuestros cuerpos. Lo que nos juntamos a hacer ayer fue a ver la película que vamos a dar para trabajar en el tercer encuentro. La película es Mass, dirigida por Fran Kranz. Después de seis años de un tiroteo masivo en una escuela norteamericana, los padres de uno de los niños asesinados piden a los padres del niño asesino encontrarse a conversar. Buscan razones, quieren entender qué falló en la crianza que llevó a ese niño a hacer lo que hizo. Las razones no se presentan —o son complejas y difíciles de agarrar. En uno de los momentos más importantes de la conversación, la madre de la víctima llega a decir que le prometió a su hijo muerto que su vida significaría algo. Si ellos ahora pudieran entender las causas que produjeron el horror, tal vez lograrían evitar nuevas tragedias. Así, la vida arrancada del niño significaría algo. Déjalo descansar, le dice la madre del victimario a la madre de la víctima, y le pide que le cuente una anécdota sobre su hijo. Ella, confundida, cuenta de un día en que su hijo salió a jugar y volvió embarrado a casa. La historia no muestra mucho más que la vitalidad salvaje del niño. No tiene mucho más sentido que esa vitalidad. La vitalidad del barro. Ese es el sentido de la vida de tu hijo, le dice la madre del victimario a la madre de la víctima.

—Déjalo descansar.

Ver la película por tercera o ya cuarta vez no redujo el efecto. Es devastadora, y hasta diría que un milagro. Una película milagrosa que nos permite asomarnos a las posibilidades que tenemos los seres humanos de abrazar nuestros peores terrores. Es decir, escucharnos. Profundamente.

En las peículas norteamericanas se ve con claridad la obsesión que tenemos por hacer sentido. Cuántas veces se habrá pronunciado en el cine la línea sobre el sentido: quiero que mi vida signifique algo, quiero que esto tenga sentido, etc. Tal vez por eso la sensibilidad norteamericana valora tanto las historias, el contar historias —las historias son organizaciones de la experiencia que apuntan a la construcción de un sentido. Una historia empieza para terminar, y terminar es hacer sentido.

Me pregunto si, como le sucede a esta madre con la vida de su hijo asesinado, no vivimos intentando ansiosamente asignar significados a nuestras experiencias. Me pregunto si no vivimos obsesionadxs por dar sentido. El sentido nos da la sensación de logro. Sin logro, no sabemos muy bien quiénes somos, o para qué estamos en el mundo. ¿Para qué estamos en el mundo?

A veces, a la noche, antes de dormir, repaso momentos del día, como si les devolviera un valor (una atención) que en la carrera de la jornada no alcancé a reconocer. Aunque sea retrospectivamente, me permito percibir la textura de los momentos, su cualidad estética más allá (o más acá) de su significado narrativo y meritocrático. Si todavía vivo poseído por el desprecio escondido y necesario que organiza la vida productiva, al menos puedo recordar, más tarde, que he vivido. Respiro hondo y recuerdo que he vivido. En todo caso, el tiempo es una cosa rara, y cuando recuerdo que he vivido, también recuerdo que estoy viviendo.

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