La muerte lenta de las cucarachas

(Febrero 2021)

Las historias tienen una especie de sistema inmune que las mantiene intactas por la mayor cantidad de tiempo posible.
Charles Eisenstein

Escribí esta frase: toda historia es una forma de escapar del dolor. Recordé el texto Gregorio Samsa de Fabio Morabito, donde se plantea la hipótesis siguiente: Gregorio, el personaje de La metamorfosis, al despertar y verse convertido en un bicho, en lugar de reaccionar y gritar, piensa, razona —y al razonar, pospone el grito. Ahí, en ese retraso de la reacción primera, nace el relato —una posibilidad nueva para la literatura, dice Morabito.

Entonces escribí: una historia es una forma para retrasar el dolor (la vergüenza) de morir —y morir, aquí, sería gritar, y gritar sería dejar de entender, dejar de agarrar, dejar de refugiar, dejar de definir, dejar de cerrar, asumir. ¿Por qué la vergüenza de asumir/morir? Porque dejar de cerrar sería asumir que se estuvo cerrando. Dejar de definir sería asumir que se estuvo definiendo. Dejar de refugiarse sería asumir que hubo refugio —¡por tanto tiempo! ¡Tanto tiempo bajo el gobierno del personaje! ¡Tanto tiempo sosteniendo los relatos de la personalidad! ¿Cómo dejar de relatar? Dejar de relatar sería asumir que se estuvo fijando relaciones para la supervivencia y dejar de creer sería asumir que se estuvo creyendo. Morir sería asumir que se estuvo temiendo morir. Y asumir el temor a la muerte es asumir el nivel profundo de identificación con esa estructura perceptiva que llamamos yo.

El yo, ¿es una historia?

Apareció esta otra frase: la historia es el tiempo que nos toma asumir que era una historia.

La historia es el tiempo que nos toma asumir que era una historia.

Para no asumir el dolor (la vergüenza) de reconocer que las cosas no eran (o no son) como creía, para no asumir que su vida era, en gran medida, una historia, Gregorio piensa. Pensar sería evitar el dolor de asumir que no se es lo que se creía ser. En lugar de gritar, en lugar de asumir, se piensa. Pensar sería relatar y relatar sería posponer un grito. Contar una historia sería no gritar, y gritar sería asumir que era una historia —un sueño. Si Gregorio hubiera gritado, ¿habría despertado?

Por su parte, ¿la humanidad de Gregorio tal vez no fuera más que un sueño? Nadie dice que la metamorfosis a la que alude el título sea la transformación de Gregorio humano en Gregorio cucaracha. ¿Y si fuera al revés? Quién dice, acaso el personaje de Kafka no fuera más que una cucaracha que soñó que era un ser humano. La humanidad ¿podría ser el sueño de las cucarachas?

Byron Katie cuenta que fue una cucaracha caminando por su pie lo que la despertó de la pesadilla agorafóbica y dilatada de su sufrimiento. El personaje narrador de La pasión según GH de Clarice Lispector tiene una experiencia reveladora y mística, un despertar a lo impersonal, al encontrarse con una cucaracha. ¿Qué pasa con las cucarachas? Las cucarachas deben estar en la lista de cosas que nos dan más asco, más rechazo. Son bichos antiguos y poderosos. ¿Nos da rechazo su antigüedad? ¿Nos da asco su poder? Se dice que sobrevivieron a la bomba atómica. Les toma mucho, mucho tiempo morir. Cuando creemos que murieron, vuelven a moverse. La vida se les va con una lentitud obscena. Como a nuestras historias, que no mueren más.

¿Cómo mueren nuestras historias humanas? Les inyectamos un final. Sin finales, ¿habría historias? El final es algo que damos, que imponemos, que insertamos, pero el final es una trampa perceptiva. Tal vez se trate de una paradoja: terminamos las historias para que sigan vivas. Las cerramos, las empaquetamos, para poder seguir usándolas. Como el violento que se disculpa para poder reincidir en su comportamiento agresivo. Terminar una historia ¿es como pedir perdón? Damos final ¿para poder volver a comenzar? Si las historias no terminaran no podrían volver a empezar.

Comenzar algo es un poco como lastimar la indiferencia (¿la naturaleza?). Lo que llamamos naturaleza ¿es lo que no tiene principios y finales —o sea, lo que no tiene historias/bordes? Comenzar es generar un borde, un recorte, un tajo, una herida perceptiva, afectiva, significante. Los inicios de las cosas son decisiones abruptas. Aunque existan largas gestaciones, los nacimientos duran poco. La forma tiene esta manera parturienta de emerger en la materia. La forma se inyecta en la materia ¿como un espermatozoide en un óvulo? Los finales también se sienten siempre un poco abruptos. Arbitrarios. Eutanásicos. ¿Qué pasaría si dejáramos a las historias morir con la lentitud obscena de las cucarachas? ¿Por qué es obscena tanta lentitud? Porque no tenemos tanta atención, tenemos que irnos, hay otras cosas que hacer más que tomar de la mano a la cucaracha y acompañarla a morir junto a su lecho. Tenemos que salir de la escena. Antes de que la escena termine, tenemos que salir. Eso es obsceno. Muchas veces nos peleamos porque no sabemos cómo terminar. Creemos que la experiencia tiene que terminar. Necesitamos que termine (cierre) para entenderla, agarrarla, transformarla en un objeto manipulable, útil. Necesitamos divorciarnos para volver a casarnos. El casamiento es una economía perceptiva, un acuerdo para las posibilidades sensibles de una entidad definida. La forma es una herramienta, una economía, un consenso. Los recuerdos son útiles en la medida en que les inyectamos un sentido. Para dar sentido, damos forma, cerramos y contamos. Y nos encerramos (nos refugiamos) en los sentidos con que organizamos esas formas.

Morir es dejar de poder morir. Terminar es dejar de poder terminar. Terminamos para controlar. No terminar es estar en lo abierto. Para no estar en lo abierto, que aterra y desarma, cerramos. Cerramos las historias para poder contarlas —para poder seguir contándolas, para poder volverlas a contar. Volver a contar es poder seguir siendo lo que somos, quienes cuentan sus historias. Terminamos las historias para en el fondo no terminarlas, para que sigan vivas, útiles, activas. Cerramos las historias antes de que se deshagan, solas. Imponemos un final para controlar su sentido y su vitalidad. Cerramos para que no se nos deshaga. Si las historias no terminaran se desinflarían, se destejerían, se revelarían como lo que son —ficciones. Terminamos las historias para que no se revele que son historias. Dejamos de contar antes del grito —para poder volver a contar, para que el grito no desarme la historia, que no es más que una manera de no gritar.

Las historias son maneras de no gritar. A veces, para llegar al grito, necesitamos volver a contarlas. Las volvemos a contar, y las seguiremos contando, hasta que se decida gritar.

Las historias son cadenas de reacciones, dominós de intentos de no asumir, no gritar, no despertar. El sueño se repite hasta que se asume que es un sueño.

Matamos a las cucarachas para no verlas morir tan lento. No nos gusta ver esos cuerpos dados vuelta, bichos narrativos que ya no pueden ni caminar, tampoco muertos, todavía no cadáver.

Una vez sostuve un pájaro en mi mano mientras moría. No le tomó tanto tiempo. Movió las alas un poco, después un poco menos. Su ojo tenía esa inexpresividad infinitamente expresiva de las aves. En un momento reconocí que ya no se movía. No supe cuál fue el instante preciso de su muerte. El final siempre es abrupto, arbitrario, un corte. Nunca vi morir una cucaracha. Siempre les falta un poco. Siempre les queda algo que decir. Todavía dios les mueve alguna pata. Tal vez, si no hubiera humanos para decir the end, las cucarachas nunca morirían.

Nunca vi morir una historia. Me gustaría, pero no sé cómo hacer. Todavía no tengo la paciencia para ver a las historias destejerse solas. Todavía necesito poner punto final. Todavía creo que la libertad está después de ese punto. Todavía busco el final porque no sé sentir la libertad en el camino. Todavía necesito relacionar mi libertad con algo que ha pasado. Secretamente anhelo que todo se termine porque no me he dado cuenta de que nada ha en verdad comenzado.

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